Sandra, una joven de 17 años esperaba
el tren en la estación de Paseo de Gracia de Barcelona. Era domingo y viajaba
hacia Girona para ir a entrenar su deporte favorito, el esquí náutico.
De pie en el andén, vio las luces del
tren llegar, y súbitamente vio también cómo un hombre de mediana edad caía a la
vía y era inevitablemente arrollado por el tren. Se quedó paralizada en el
andén, sin saber cómo reaccionar; al instante se empezaron a oír gritos y se
empezaron a ver algunas personas corriendo arriba y abajo del andén. Una mujer
de unos 35 años de edad que estaba sentada en un banco próximo a Sandra y que
no había presenciado el accidente, al ver su cara de pánico se interesó por
ella, preguntándole qué le sucedía. Sandra, llorando, le relató lo que acababa
de ver. Entretanto, muchas personas hacían preguntas a Sandra sobre lo sucedido
ya que era una de las pocas personas que lo había podido ver.
El hecho relevante es que la mujer en
cuestión no había preguntado por el accidente, había preguntado por lo que le
pasaba a Sandra. Y a la vista de la situación al instante la invitó a sentarse
a su lado, la abrazó, y muy dulcemente la fue calmando al tiempo que hablaba
con ella.
Pasaron unos minutos y el personal de
los ferrocarriles informó a la gente de que debían ir a la estación de Plaza
Catalunya pues la de Paseo de Gràcia quedaba cerrada. La señora en cuestión
tomó la mano de Sandra y juntas se dirigieron a la Plaza Catalunya. En los
quince minutos de paseo, Sandra fue recuperando la serenidad, y llamó a su
madre para contarle lo sucedido y pedirle que la fuera a buscar. Al llegar a
Plaza Catalunya, la señora se despidió cariñosamente de Sandra.
Sandra todavía hoy recuerda con horror
el episodio; pero también recuerda con profundo agradecimiento la ayuda
altruista de aquella desconocida, que tuvo la sensibilidad de hacerse cargo en
todo momento de los sentimientos de Sandra, y ponerse a su entera disposición
para ayudarla.
Fue por su parte un ejercicio de pura y generosa
empatía; su capacidad de captar que alguien estaba mal, que
necesitaba ayuda, y su habilidad de hacer justo lo que más le podía ayudar.
Y todo ello sin conocerse, y por descontado sin esperar nada a cambio. Sandra
no sabe nada de aquella mujer, ni siquiera su nombre.
En este mundo hay gente mala. Y hay
mucha gente muy buena, a la que no pasa desapercibido el dolor ajeno, y que
está dispuesta a ayudar sin dudar ni un instante. Muchas cosas podrían haber
pasado en esta historia que habrían supuesto un desenlace diferente para
Sandra: que la mujer del banco estuviera en su mundo, ajena a lo que pasaba a
su alrededor (esta forma de autismo urbano que tanto vemos últimamente en el
transporte público). Que ante la evidencia de que algo había pasado le interesase
saber el qué, sin preocuparse del estado de quien se lo contaba. Que eligiera
ir corriendo a ver si podía hacer algo por el accidentado, o simplemente que
eligiera seguir con su vida. Pero eligió conectar con la angustia de Sandra. Y
también hubiera podido suceder que eligiendo ayudarla no supiera cómo hacerlo.
Pero si supo. Conectando con las emociones de Sandra supo qué hacer en cada
momento: desde abrazarla al inicio hasta charlar con ella en el camino a Plaza
Catalunya. Una preciosa lección de empatía y de generosidad a
partes iguales.
Tengamos los ojos abiertos a lo que sucede a nuestro alrededor,
y tengamos la sensibilidad de captar los sentimientos de la gente. Esto
es lo que nos hará empáticos; lo que luego hagamos vendrá dictado por esta
empatía, y pocas veces nos equivocaremos.
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