Ilustración de Anna Parini |
Si se aspira a una buena
relación a los hijos hay que aceptarlos, no tratar de cambiarlos
La primera lección para
los padres es que es imposible controlar todo lo que hacen
Aunque se eduque igual a
varios hijos, ellos crecen de forma diferente
Los sucesos negativos de
la infancia no gobiernan forzosamente los problemas adultos
Años atrás, María arrastraba un
sentimiento de culpa. Las notas de su hijo eran pésimas, tanto que el chico
acabó dejando los estudios. Agarró la guitarra, compró un vuelo a Londres y
allí se dedicó a tocar en el metro. “No sé qué he
hecho mal”, era una de las frases que repetía reiteradamente.
Hace unos días me la encontré radiante. Me contó que su hijo finalmente había
retomado los estudios y que sus calificaciones eran tan brillantes que incluso
había conseguido una beca. Y añadió: “Al final
resulta que no he sido tan mala madre”. El nombre es falso, el
caso, verídico, y el fondo resulta representativo del sentimiento de muchos
padres.
Si se disecciona esta anécdota,
se descubre que una de las premisas de las que partía esa madre era que
continuar con los estudios era bueno, y tocar la guitarra, malo. Nuestra mente
dicotómica funciona así, juzgándolo todo y poniéndolo en dos únicas
estanterías: la
blanca o la negra. Pero si se va más allá de la programación social
y con honestidad nos planteamos si como padres sabemos con total seguridad
dónde pueden encontrar nuestros hijos la felicidad. ¿Tenemos la respuesta?
Otra de las premisas de las que
partía María es que los resultados determinan si se es buen o mal padre y que
estos dependen exclusivamente de nosotros y no de la actitud y aptitudes de los
propios hijos.
En nuestros días es fácil
sentirse culpable por una cosa u otra. Podemos elegir entre un amplio menú. Si
el objeto de la carga son los hijos, existe a nuestra disposición una
inmensidad de libros de instrucciones que asesoran sobre cómo educarlos.
Vivimos en un mundo donde se vende la ilusión de que todo puede controlarse,
donde cualquier cosa debe bailar al son que se quiera marcar. Por este motivo
tenemos más tendencia a querer dominar las cosas que a aceptarlas. Nos
inclinamos demasiado hacia el control. La aceptación parece que se ha quedado
anticuada, y sin embargo suele ser el primer paso para el cambio. Como padres
hay tres grandes puntos que se deben interiorizar:
Reconocer
el peso de los genes.
Son muchas las investigaciones en las que se estudian gemelos univitelinos que
han sido adoptados por distintas familias. En ocasiones, incluso por familias
que viven en distintos continentes. Dos individuos con los mismos genes y con
una educación diferente. Si el comportamiento fuera solo resultado de la
educación, deberían encontrarse más diferencias que similitudes entre ellos,
pero no es así. Las semejanzas son enormes. Sus capacidades y características
psicológicas se parecen muchísimo más entre ellos que entre hermanos no gemelos
educados por los mismos padres. De hecho, no hacen falta muchos estudios para
comprobar sin gran dificultad que, aunque se eduque igual a varios hijos, ellos crecen de
forma diferente.
Si aceptamos que los hijos no
son hojas en blanco en las que se pueda escribir, quizá dejemos de darnos
golpes contra la pared. Nuestras expectativas no nos dejan asumir la realidad.
Si queremos que nuestro hijo sea ingeniero, pero es un fracaso en Matemáticas
porque lo que le gusta es la pintura, lo tendremos difícil para que lo consiga.
Aun en el caso de que alcance el título esperado después de mucho esfuerzo y
sacrificio…, ¿significa que será feliz? Los consultorios de los psicólogos
están llenos de personas que han seguido el camino que les han marcado sus
progenitores en contra de sus propios deseos y, lo que es peor, de sus
habilidades.
Gregorio
Luri,
filósofo y autor de Mejor educados
(Ariel), afirma que la paternidad contemporánea está muy neurotizada. Sus
palabras lo muestran con claridad: “Creo que mis padres y los de la gente de mi generación
sabían que nunca eres responsable al cien por cien de lo que hace tu hijo, y
esa lección básica la han olvidado los padres de hoy. Los progenitores antiguos
dirían: ‘¡Mira qué hijo me ha salido!’;
uno de hoy se preguntaría qué ha hecho mal. Hay muchos elementos que no
controlamos, y eso a los padres de antes los tranquilizaba, pero a nosotros nos
angustia”.
Admitir
que sabemos poco.
Parece que todos tengamos que tener algún tipo de trauma
Martin
Seligman,
el padre de la psicología positiva, revisó multitud de estudios donde se
investigaba el hipotético efecto que pueden tener los sucesos negativos de la
infancia en la edad adulta. Sus conclusiones fueron que no gobiernan
forzosamente los problemas adultos. Seligman colocó al trauma en su sitio. Muy
ligado a este hecho viaja el concepto de que una prole sana debe criarse en la
típica familia convencional. En un estudio coordinado por Enrique Arranz (Universidad del País Vasco) y Alfredo Oliva (Universidad de Sevilla) se compararon seis tipos de
estructuras familiares (tradicional, monoparental, reconstituida, homoparental,
múltiple y adoptiva). Concretamente se estudió el ajuste psicológico de los
niños. No se encontraron diferencias. La familia ideal no existe.
Palabras del profesor de Albert Einstein: “Este niño no llegará a ningún sitio”.
La profesora de Thomas Edison dijo: “Es un chico
confuso, inestable y embrollón”. El maestro de Charles Darwin afirmó: “Se encuentra por debajo de los estándares de
inteligencia. Es una desgracia para la familia”.
A simple vista parecen ejemplos
balsámicos para padres de niños no brillantes (la gran mayoría); pero esta
sería una conclusión engañosa porque ser Darwin, Edison o Einstein no garantiza
ser feliz, que es lo que la mayoría de padres desea para sus
retoños. La idea más luminosa que se encuentra enterrada en estas anécdotas es
que cualquier tipo de predicción que hagamos suele ser infantil porque no
sabemos nada, ni de estructuras familiares idóneas, ni de traumas infantiles,
ni de nada. Ser
padres humildes es la salida más inteligente.
Aceptar
la naturaleza humana.
No es que no podamos controlar a nuestros hijos, es que ni siquiera somos capaces de controlar
nuestros propios pensamientos. La mente no está quieta. No cavilamos
lo que queremos, sino que los pensamientos surgen solos y van saltando de aquí
para allá. Por ese motivo la mente errante también recibe el nombre de “mente del
mono”. Nuestro hijo se presenta con tres asignaturas suspendidas y
el mono empieza a saltar de rama en rama y terminamos visualizando que de mayor
tendrá que mendigar por las calles.
Ese mono puede traer
pensamientos realmente oscuros. Llegamos a casa cansados y vemos que los niños
lo han puesto todo patas arriba, no han hecho sus deberes, no han seguido
nuestras instrucciones, encima nos enteramos de que uno de ellos ha cometido
una gamberrada que nos parece apoteósica, y entonces dudamos de si los
queremos, quizá hubiéramos sido más felices sin ellos, cogeríamos una maleta y
nos iríamos a un país muy, muy lejano. Y dos horas más tarde aparece la culpa
por haber pensado algo tan perverso. Pero no lo hemos pensado nosotros, ¡ha sido el
mono! Que salta sin ton ni son de rama en rama sin tener en cuenta
nuestros verdaderos sentimientos. La naturaleza humana es así, con mono
incorporado. Por eso somos contradictorios, ambivalentes, inseguros,
irracionales. No podemos pretender ser otra cosa. Lo paradójico es que cuanto
más aceptamos esa naturaleza, menos nos hace sufrir. Nosotros no somos los
únicos que tenemos un mono, ¡nuestro hijo también! Así que debemos aceptar al
nuestro y al suyo.
Asumir la naturaleza humana y
ser humildes es la manera de navegar con menos sufrimiento por nuestras dudas,
miedos e inseguridades como padres. No existe el manual del padre perfecto. Así
que, si queremos ser así, ya nos hemos equivocado
‘Tenemos que hablar de Kevin’. Lynne Ramsay
‘La extraña vida de Timothy Green’. Peter Hedges
‘Boyhood’. Richard Linklater
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