Hablar en
público es, para muchos, una auténtica pesadilla. Pongámonos en situación.
Estamos en un escenario con la única compañía de un micrófono y un atril. A
nuestros pies, decenas de ojos nos observan con atención. La sangre palpita con
fuerza en nuestros oídos, y sentimos cómo las primeras gotas de sudor comienzan
a poblar nuestra frente. Tenemos la boca seca y los nervios a flor de piel. No
es para menos. Somos el centro de atención. Y paradójicamente, nosotros no
sabemos dónde enfocar la nuestra. La adrenalina recorre cada rincón de nuestro
cuerpo, haciéndonos conscientes de nuestra posición de extrema vulnerabilidad.
Nos sentimos evaluados. Expuestos. Cientos de pensamientos se atropellan en
nuestra mente y nuestra lengua se niega a cooperar. Y nuestra inseguridad da
paso al miedo. A no estar a la altura, a sentirnos inadecuados, incompetentes,
incapaces…y, sobretodo, a convertirnos en el hazmerreír de nuestros
interlocutores.
Éstas son
algunas de las emociones que nos asaltan mientras nos sometemos al escrutinio
de los demás. Para algunos, se trata de una pesadilla recurrente. En su forma
más extrema, se denomina glosofobia,
una de las fobias con mayor índice de recurrencia, por encima del miedo a las
arañas, a volar e incluso a la muerte. Según un estudio de la universidad de
California, hasta el 75% de los individuos padece de miedo a hablar en público.
Es decir, que tres de cada cuatro personas sufre algún tipo de ansiedad cuando
se enfrenta a una situación de estas características. Inoportuna y traicionera,
nos delata acelerando los latidos de nuestro corazón y haciendo temblar nuestra
voz. En su nombre nos convertimos en esclavos de la inseguridad, lo que nos
lleva a buscar –ya sea consciente o inconscientemente– el respeto, la
aceptación y la valoración de los demás.
¿Cuántas veces nos comportamos como ‘se supone’ que tenemos que
hacerlo simplemente para no enfrentarnos al juicio de quienes nos rodean?
¿Cuántas veces nos callamos para evitar compartir una opinión contraria a la de
la mayoría?
Posiblemente, más de las que nos gustaría. Es uno de los efectos más comunes
del ‘miedo al ridículo’, una plaga invisible que a menudo azota nuestras vidas.
Una de sus características es que nos impide vivir desde la autenticidad y mostrarnos tal
como somos. Especialmente cuando nos encontramos en situaciones de
potencial humillación. De ahí la importancia de comprender cómo se desencadena,
para qué sirve y, sobretodo, de qué manera podemos regular esta emoción.
La
trampa de la ansiedad
“Orador es aquel
que dice lo que piensa y siente lo que dice”, William J. Bryan
Hablar en
público no sólo es un arte, sino también una necesidad. Resulta imperativo en
muchas de las áreas de nuestra vida. Para realizar preguntas a un profesor,
para expresar una opinión en un debate o en un coloquio, para exponer dudas o
mostrar nuestro desacuerdo… Y aún más en el ámbito profesional, en los que las
presentaciones, las ponencias y las conferencias están a la orden del día. Al
fin y al cabo, es el único modo de expresar y compartir nuestras ideas. De ahí que
resulte vital atrevernos a enfrentarnos a nuestras limitaciones y salir de
nuestra zona de comodidad. Sólo así podremos trascender nuestros
miedos y superar nuestras inseguridades.
Cierto grado
de ansiedad es normal a la hora de hablar en público, e incluso puede ayudarnos
a estar preparados para afrontar el reto. Pero para muchas personas esta
emoción es tan intensa que pueden incluso llegar a bloquearles por completo.
Además, cabe la posibilidad de traspasarla a otros ámbitos de nuestra vida,
optando por evitar o escapar de situaciones que potencialmente puedan
provocarnos ansiedad. Si aspiramos a convertirnos en maestros de hablar en
público –o por lo menos enfrentarnos a nuestros miedos y la temida parálisis- podemos empezar
por ejercitar el músculo de la voluntad. No nacemos siendo
excelentes oradores, pero sin duda podemos trabajar para desarrollar esta
habilidad. La clave está en dejar de ocultarnos o de tratar de pasar desapercibidos y
optar por mostrarnos.
A muchas
personas les cuesta ponerse delante de una audiencia y transmitir de forma
convincente y auténtica sus ideas. De hecho, muchas presentaciones pasan
desapercibidas o directamente resultan pesadas o tediosas a causa de los
nervios y la predisposición del ponente. De ahí la importancia de investigar y
aplicar algunas herramientas que nos pueden resultar de utilidad en una
situación de estas características. Resulta importante preparar concienzudamente
nuestra intervención. El primer paso es definir cuál es el propósito de nuestra
ponencia -¿pretendemos convencer, enseñar o motivar?- y cuál es el mensaje
principal que queremos transmitir. También es fundamental conocer la
materia que vamos a exponer, preparar la información y organizarla
bien. Podemos elaborar la presentación entorno a tres o cuatro ideas
principales, elaborando el resto a partir de estas.
Ensayar previamente también ayuda a ganar en
confianza. Es importante practicar en voz alta, a poder ser delante de nuestra
pareja, amigos o familia, como si nos encontrásemos ante el público. Los
primeros segundos son clave para causar una buena impresión, y a veces la honestidad
es la mejor baza. Si nos quedamos bloqueados en medio de la charla, lo mejor es
confiar en los apoyos audiovisuales y las notas que nos acompañan. Tan sólo
hace falta centrar nuestra atención en ellas, tal vez beber un poco de agua, y
retomar la disertación.
Otro punto
fundamental es creer
en lo que estamos diciendo. Cuando compartimos un mensaje en el que
creemos de verdad, nuestra convicción trasciende cualquier posible miedo.
También conviene señalar que en el momento de hablar en público cada uno de
nosotros pensamos y nos decimos una serie de cosas que pueden contribuir a
mejorar o a empeorar nuestra actuación. No es lo mismo pensar “me voy a equivocar” que “puedo
hacerlo”. De ahí la importancia de prestar atención a nuestro diálogo interno,
y recordar que a veces nosotros somos nuestra mayor limitación. Pero lo más
importante de todo es no tomarnos demasiado en serio, pues esa es la fuente de
la mayor parte de nuestros temores. Si nos centramos en el mensaje más que en
el mensajero –es decir, nosotros- nos convertimos en vehículos al servicio de
un propósito que nos trasciende.
Las
gafas de la percepción
“La confianza en
uno mismo es el secreto del éxito”, Ralph W. Emerson
La única
manera de aprender a gestionar el miedo a hablar en público es trabajar sobre
nuestra percepción, regular las gafas que nos dan información sobre cómo nos
vemos a nosotros mismos y cómo nos ven los demás. En este proceso,
comenzamos a adueñarnos de nuestros pensamientos, especialmente en este tipo de
situaciones, que pueden limitar nuestra eficacia profesional y nuestro
bienestar personal. Y ganamos el coraje necesario para dejar de evitar las
situaciones en las que nos tenemos que exponer. No en vano, para
sumar en confianza y restar en inseguridad, el primer paso es atrevernos a
mostrarnos sin protecciones. Y una buena manera de lograrlo es enrolarnos en un
proceso creativo. El teatro terapéutico, por ejemplo, nos brinda una
oportunidad única de enfrentarnos a la barrera que nos impide mostrarnos tal y
como somos: nuestros
miedos.
Lo cierto es
que la interpretación puede resultar un vehículo inmejorable para dar salida a
emociones y sentimientos, además de una estupenda plataforma para practicar el
arte de hablar en público. Este proceso nos ayuda a olvidarnos de nosotros
mismos y, sobretodo, de lo que los demás piensan de nosotros. En última
instancia, aprender
a exponernos y a reírnos de nosotros mismos es uno de los remedios más eficaces
que existen contra el miedo al ridículo, pues nos aporta perspectiva
y contribuye a normalizar esa situación que tanto nos incomoda.
Liberarnos del
miedo a hablar en público pasa por conquistar nuestra propia autoconfianza, el
mejor antídoto contra ese temor que nos impide avanzar. De ahí la importancia
de conocernos a nosotros mismos y de entrar en contacto con una visión más
objetiva de nuestra propia identidad, que nos permitirá cuestionarnos y
comprometernos con nuestro desarrollo como personas. De este modo seremos
capaces de tomar las riendas de nuestra vida, conectando con nuestra
autenticidad. A hablar en público se aprende hablando en público, y cada vez
que nos lo proponen nos ofrecen la oportunidad de mejorar. Podemos optar por
quedarnos en nuestra zona de comodidad, viviendo a merced del miedo al
ridículo…o
podemos apostar por mostrarnos tal y como somos, atreviéndonos a compartir
nuestra vulnerabilidad.
En
clave de coaching
¿De
qué manera condiciona mi vida el miedo a hablar en público?
¿Qué
pasaría si me enfrentara a mi miedo al ridículo?
Libro
recomendado
‘El
octavo hábito’, de Stephen R. Covey (Paidós)
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada