Palabras, imágenes, canciones, emociones que nos acompañan en nuestro camino.


divendres, 16 d’agost del 2013

Miedo a hablar en público. Irene Orce.

“No es valiente quien no tiene miedo, sino quien sabe conquistarlo con valentía”, Nelson Mandela
Hablar en público es, para muchos, una auténtica pesadilla. Pongámonos en situación. Estamos en un escenario con la única compañía de un micrófono y un atril. A nuestros pies, decenas de ojos nos observan con atención. La sangre palpita con fuerza en nuestros oídos, y sentimos cómo las primeras gotas de sudor comienzan a poblar nuestra frente. Tenemos la boca seca y los nervios a flor de piel. No es para menos. Somos el centro de atención. Y paradójicamente, nosotros no sabemos dónde enfocar la nuestra. La adrenalina recorre cada rincón de nuestro cuerpo, haciéndonos conscientes de nuestra posición de extrema vulnerabilidad. Nos sentimos evaluados. Expuestos. Cientos de pensamientos se atropellan en nuestra mente y nuestra lengua se niega a cooperar. Y nuestra inseguridad da paso al miedo. A no estar a la altura, a sentirnos inadecuados, incompetentes, incapaces…y, sobretodo, a convertirnos en el hazmerreír de nuestros interlocutores.
Éstas son algunas de las emociones que nos asaltan mientras nos sometemos al escrutinio de los demás. Para algunos, se trata de una pesadilla recurrente. En su forma más extrema, se denomina glosofobia, una de las fobias con mayor índice de recurrencia, por encima del miedo a las arañas, a volar e incluso a la muerte. Según un estudio de la universidad de California, hasta el 75% de los individuos padece de miedo a hablar en público. Es decir, que tres de cada cuatro personas sufre algún tipo de ansiedad cuando se enfrenta a una situación de estas características. Inoportuna y traicionera, nos delata acelerando los latidos de nuestro corazón y haciendo temblar nuestra voz. En su nombre nos convertimos en esclavos de la inseguridad, lo que nos lleva a buscar –ya sea consciente o inconscientemente– el respeto, la aceptación y la valoración de los demás.
¿Cuántas veces nos comportamos como ‘se supone’ que tenemos que hacerlo simplemente para no enfrentarnos al juicio de quienes nos rodean? ¿Cuántas veces nos callamos para evitar compartir una opinión contraria a la de la mayoría? Posiblemente, más de las que nos gustaría. Es uno de los efectos más comunes del ‘miedo al ridículo’, una plaga invisible que a menudo azota nuestras vidas. Una de sus características es que nos impide vivir desde la autenticidad y mostrarnos tal como somos. Especialmente cuando nos encontramos en situaciones de potencial humillación. De ahí la importancia de comprender cómo se desencadena, para qué sirve y, sobretodo, de qué manera podemos regular esta emoción.

La trampa de la ansiedad
“Orador es aquel que dice lo que piensa y siente lo que dice”, William J. Bryan
Hablar en público no sólo es un arte, sino también una necesidad. Resulta imperativo en muchas de las áreas de nuestra vida. Para realizar preguntas a un profesor, para expresar una opinión en un debate o en un coloquio, para exponer dudas o mostrar nuestro desacuerdo… Y aún más en el ámbito profesional, en los que las presentaciones, las ponencias y las conferencias están a la orden del día. Al fin y al cabo, es el único modo de expresar y compartir nuestras ideas. De ahí que resulte vital atrevernos a enfrentarnos a nuestras limitaciones y salir de nuestra zona de comodidad. Sólo así podremos trascender nuestros miedos y superar nuestras inseguridades.
Cierto grado de ansiedad es normal a la hora de hablar en público, e incluso puede ayudarnos a estar preparados para afrontar el reto. Pero para muchas personas esta emoción es tan intensa que pueden incluso llegar a bloquearles por completo. Además, cabe la posibilidad de traspasarla a otros ámbitos de nuestra vida, optando por evitar o escapar de situaciones que potencialmente puedan provocarnos ansiedad. Si aspiramos a convertirnos en maestros de hablar en público –o por lo menos enfrentarnos a nuestros miedos y la temida parálisis- podemos empezar por ejercitar el músculo de la voluntad. No nacemos siendo excelentes oradores, pero sin duda podemos trabajar para desarrollar esta habilidad. La clave está en dejar de ocultarnos o de tratar de pasar desapercibidos y optar por mostrarnos.
A muchas personas les cuesta ponerse delante de una audiencia y transmitir de forma convincente y auténtica sus ideas. De hecho, muchas presentaciones pasan desapercibidas o directamente resultan pesadas o tediosas a causa de los nervios y la predisposición del ponente. De ahí la importancia de investigar y aplicar algunas herramientas que nos pueden resultar de utilidad en una situación de estas características. Resulta importante preparar concienzudamente nuestra intervención. El primer paso es definir cuál es el propósito de nuestra ponencia -¿pretendemos convencer, enseñar o motivar?- y cuál es el mensaje principal que queremos transmitir. También es fundamental conocer la materia que vamos a exponer, preparar la información y organizarla bien. Podemos elaborar la presentación entorno a tres o cuatro ideas principales, elaborando el resto a partir de estas.
Ensayar previamente también ayuda a ganar en confianza. Es importante practicar en voz alta, a poder ser delante de nuestra pareja, amigos o familia, como si nos encontrásemos ante el público. Los primeros segundos son clave para causar una buena impresión, y a veces la honestidad es la mejor baza. Si nos quedamos bloqueados en medio de la charla, lo mejor es confiar en los apoyos audiovisuales y las notas que nos acompañan. Tan sólo hace falta centrar nuestra atención en ellas, tal vez beber un poco de agua, y retomar la disertación.
Otro punto fundamental es creer en lo que estamos diciendo. Cuando compartimos un mensaje en el que creemos de verdad, nuestra convicción trasciende cualquier posible miedo. También conviene señalar que en el momento de hablar en público cada uno de nosotros pensamos y nos decimos una serie de cosas que pueden contribuir a mejorar o a empeorar nuestra actuación. No es lo mismo pensar “me voy a equivocar” que “puedo hacerlo”. De ahí la importancia de prestar atención a nuestro diálogo interno, y recordar que a veces nosotros somos nuestra mayor limitación. Pero lo más importante de todo es no tomarnos demasiado en serio, pues esa es la fuente de la mayor parte de nuestros temores. Si nos centramos en el mensaje más que en el mensajero –es decir, nosotros- nos convertimos en vehículos al servicio de un propósito que nos trasciende.
Las gafas de la percepción
“La confianza en uno mismo es el secreto del éxito”, Ralph W. Emerson
La única manera de aprender a gestionar el miedo a hablar en público es trabajar sobre nuestra percepción, regular las gafas que nos dan información sobre cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo nos ven los demás. En este proceso, comenzamos a adueñarnos de nuestros pensamientos, especialmente en este tipo de situaciones, que pueden limitar nuestra eficacia profesional y nuestro bienestar personal. Y ganamos el coraje necesario para dejar de evitar las situaciones en las que nos tenemos que exponer. No en vano, para sumar en confianza y restar en inseguridad, el primer paso es atrevernos a mostrarnos sin protecciones. Y una buena manera de lograrlo es enrolarnos en un proceso creativo. El teatro terapéutico, por ejemplo, nos brinda una oportunidad única de enfrentarnos a la barrera que nos impide mostrarnos tal y como somos: nuestros miedos.
Lo cierto es que la interpretación puede resultar un vehículo inmejorable para dar salida a emociones y sentimientos, además de una estupenda plataforma para practicar el arte de hablar en público. Este proceso nos ayuda a olvidarnos de nosotros mismos y, sobretodo, de lo que los demás piensan de nosotros. En última instancia, aprender a exponernos y a reírnos de nosotros mismos es uno de los remedios más eficaces que existen contra el miedo al ridículo, pues nos aporta perspectiva y contribuye a normalizar esa situación que tanto nos incomoda.
Liberarnos del miedo a hablar en público pasa por conquistar nuestra propia autoconfianza, el mejor antídoto contra ese temor que nos impide avanzar. De ahí la importancia de conocernos a nosotros mismos y de entrar en contacto con una visión más objetiva de nuestra propia identidad, que nos permitirá cuestionarnos y comprometernos con nuestro desarrollo como personas. De este modo seremos capaces de tomar las riendas de nuestra vida, conectando con nuestra autenticidad. A hablar en público se aprende hablando en público, y cada vez que nos lo proponen nos ofrecen la oportunidad de mejorar. Podemos optar por quedarnos en nuestra zona de comodidad, viviendo a merced del miedo al ridículo…o podemos apostar por mostrarnos tal y como somos, atreviéndonos a compartir nuestra vulnerabilidad.

En clave de coaching
¿De qué manera condiciona mi vida el miedo a hablar en público?
¿Qué pasaría si me enfrentara a mi miedo al ridículo?
¿A qué estoy esperando?

Libro recomendado

‘El octavo hábito’, de Stephen R. Covey (Paidós)

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