Nuestro comportamiento esconde un montón de mensajes, que a menudo contradicen nuestras palabras.
¿Qué mensajes damos a nuestro entorno con nuestros gestos? ¿Cómo nos juzgan a través de estos mensajes ocultos?
Hace algunas
semanas visité a un directivo a su despacho. Quería entrevistarse conmigo para
hablar de un tema de comunicación que le preocupaba. Llegué puntualmente a las nueve, y su
secretaria me informó de que tardaría aún unos minutos en llegar. Apareció a
las nueve y veinte. Disculpándose, me acompañó a la sala anexa a su despacho,
donde me dejó diez minutos más mientras, como me dijo, ponía en marcha el ordenador.
Reapareció
Blackberry en mano y cordialmente me preguntó por mi trabajo. Mientras le
respondía, se dedicó a leer –con un disimulo mal llevado- todos sus mensajes.
Estábamos a punto
de abordar el tema central de la reunión cuando le sonó el móvil, y sin ni
plantearse lo contrario respondió a la llamada. Yo hice un ademán de levantarme
para dejarlo solo en la sala y preservar así su intimidad, pero con un gesto me
indicó que me quedase. La llamada se resolvió en no menos de diez minutos, en
los que me hice notar un par de veces para intentar que la abreviase.
Al término de todo
ello (eran ya casi las diez), se levantó, se dirigió a la pequeña cafetera que
tiene en un rincón de la sala, dándome la espalda al tiempo que se servía un
café me anunció:
- Verás, quería
hablar contigo porque tengo un resultado desconcertante de la última encuesta
de clima interno: la gente se queja de que no estoy por ellos...
La fuerza de los
gestos.
En nuestro día a
día realizamos un sinfín de acciones que dicen mucho de nosotros. La mayoría
las hacemos de forma rutinaria, sin darnos cuenta, ignorando que tienen un
claro significado a los ojos de los demás. Y lo cierto es que la gente nos
juzgará, sobretodo por estas acciones.
A la hora de configurar la imagen sobre una persona, lo
que le veamos hacer pesará siempre mucho más que lo que le oigamos decir. Además, somos especialmente buenos
captando mensajes a través de los comportamientos, ya que como seres humanos,
estamos genéticamente programados para detectar señales de conducta y para
entender rápidamente su significado. Y si palabra y conducta son
contradictorias, si estamos ante alguien que predica una cosa y vemos hacerle
constantemente la contraria, nuestro juicio se basará indudablemente en los
actos, ignorando las palabras.
Somos
especialmente hábiles captando los mensajes a través de las conductas, y
socialmente hemos creado un pequeño diccionario dentro de nosotros, que da un
significado muy concreto a cada gesto, y lo traduce en una determinada actitud.
Así, por ejemplo,
llegar tarde a una reunión tiene su significado en nuestro diccionario de
conductas: “mi tiempo es más
valioso que el tuyo”. O mirar el reloj
en plena entrevista tiene también su claro significado: “se te ha acabado el tiempo”. Todos estos actos conformarán la idea que
se acabe haciendo nuestro interlocutor de nosotros. Por ello no es de extrañar
que alguien pueda salir del despacho de su jefe, tras una entrevista de una
hora y media, afirmando rotundamente que no le ha escuchado, o que alguien pueda captar claramente
que no es bienvenido a un grupo que le da oficialmente la bienvenida.
Este diccionario
no es universal, pues dependiendo de cada uno de nosotros, de nuestra
sensibilidad (o susceptibilidad) y de nuestras costumbres, daremos matices a
los significados y a la interpretación de cada gesto. Pero la mayoría de ellos,
matices aparte, tienen un significado básico común, que es bueno que conozcamos
pues será la base del juicio que hagan de nosotros.
Desmontando
hábitos nocivos.
El primer problema
al que nos enfrentamos para mostrar integridad, y para que nuestros actos
respondan a nuestras intenciones, es la inconsciencia de muchos comportamientos cotidianos, que realizamos sin pensar ya que los
tenemos totalmente integrados en nuestras pautas de conducta.
Hacemos cosas que hablan muy mal de nosotros, y ni tan
siquiera caemos en ello. Es importante
pues, ante signos de alarma –como la opinión de gente de nuestro alrededor, o
los comentarios que captamos sobre nosotros- revisar con plena consciencia
nuestros comportamientos cotidianos.
Una buena medida
consiste en repasar y repensar todos aquellos hábitos automáticos que
realizamos diario sin pensar: ¿cómo entramos a la oficina? ¿cómo saludamos a la
gente? ¿qué posición adoptamos cuando escuchamos a alguien? ¿dónde está nuestro
móvil durante una entrevista? ¿qué es lo primero que hacemos cuando llegamos a
casa? ¿cuántas cosas hacemos a la vez?.
Si este análisis
nos refleja conductas disfuncionales, tenemos que desmontarlas, y sólo lo
podremos hacer tomando plena consciencia de lo que hacemos en estos precisos
momentos. Podemos sustituir un comportamiento nocivo por uno positivo, pero
para hacerlo debemos actuar a consciencia hasta que el positivo haya sustituido
el nocivo, y podamos entonces dejar de fijarnos en él y darle la consideración
de hábito.
Cambio de
perspectiva
Muchos de los actos que esconden mensajes negativos los
hacemos porque en el fondo nos convienen: nos ahorran tiempo, nos permiten hacer más
cosas, y porque desde nuestro punto de vista, no hay malicia en ellos. Pero
hemos de pensar en los demás (además de ser sinceros con nosotros mismos en
algunos casos) y entender el efecto que producen en ellos. Yo me puedo creer
capaz de escuchar a alguien y leer un correo al mismo tiempo, pero la realidad
es que no puedo hacerlo de forma efectiva, y aun pudiendo, la impresión causada
al otro seguiría siendo negativa.
También algunas
veces, estos actos tienen buena intención, pero en el diccionario del otro tienen un significado peligroso. Por
ejemplo, yo soy muy escrupuloso con el tiempo que me dan para una intervención
cuando hablo en público. Intento –y lo consigo casi siempre- ceñirme al tiempo
asignado, y esto implica que durante la intervención miro el reloj con cierta
frecuencia. Un asistente a una conferencia me hizo notar que daba a la gente la
impresión de que “tenía prisa”, de que “no les daría ni un minuto más de lo
pactado”, cosa que no puede
estar más lejos de mi intención. Al tomar consciencia de ello, he cambiado mi
conducta. Hoy en día pongo el reloj en la pantalla de mi ordenador, de manera
que lo pueda ver echando un vistazo, sin realizar por tanto ningún gesto
visible.
Ayudando a los
demás
Todos tenemos a
nuestro alrededor un montón de gente de la vemos decir una cosa, y practicar
justamente la contraria. Un montón de “pequeños farsantes” que viven convencidos de que se
comportan de forma absolutamente distinta a la que nosotros experimentamos.
En algunos casos,
acabamos justificando sus actuaciones por el hecho de ser un hábito: “siempre lo hace”, nos decimos. Pero lo cierto es que
pasar por alto estos comportamientos no ayuda a nadie. Es bueno avisarles. No
hace falta censurar sus actos ni criticarlos, sencillamente avisar de que su
comportamiento no es congruente con su prédica. Es una manera de ayudarles a quitarse la
venda de los ojos, y es lo que más puede ayudar a quienes tenemos a nuestro
alrededor. Yo he tenido la ocasión de quitarme muchas vendas de los ojos
gracias al generoso aviso de los que me rodean, y aunque en el primer momento
haya pasado un mal rato, lo he agradecido.
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