A veces están esperándonos cuando
llegamos al mundo, otras, aparecen por sorpresa y se llevan toda la atención.
Por lo general, vienen en tres tamaños: mayores, medianos y pequeños. Y con
ellos aprendemos por primera vez lo que significa tener celos, pelearnos hasta
perder el aliento y descubrir el significado de la complicidad. Tener hermanos
es una de las mayores aventuras que nos ofrece la vida. Pero como todas las
relaciones intensas, no están exentas de conflicto. El tiempo a veces crea
barreras cada vez más difíciles de superar, nos centramos en nuestra propia
vida y en ocasiones nos distanciamos. A veces parece la salida más fácil. De
ahí que muchos de nosotros nos hayamos planteado alguna vez: ¿cómo habría
sido nuestra vida si fuéramos hijos únicos?
Posiblemente, nuestra infancia habría
sido más tranquila. No habríamos tenido que compartir habitación, heredar ropa,
ni tampoco competir por la atención de nuestros padres. Habríamos evitado
innumerables discusiones y peleas, salidas de tono, palabras amargas y
reacciones dolorosas. Nos hubiéramos llevado menos disgustos y hubiéramos
tenido que superar menos obstáculos para lograr nuestros objetivos. Sea como fuere,
nuestra vida sería muy distinta. E inevitablemente, nosotros
también. Pero en el proceso, posiblemente nos habríamos perdido muchas cosas.
Porque se pasan la vida molestándonos y poniéndonos de los nervios, pero sin
ellos nada sería igual. Porque nosotros podemos meternos con ellos y decirles
animaladas, pero si alguien más lo hace, salta como un resorte el instinto de
protección. Porque nuestra infancia no hubiera sido igual sin los secretos y
confidencias compartidas, sin la risa floja y sin esas miradas que lo dicen
todo. De ahí
la importancia de reflexionar sobre qué significa realmente tener hermanos.
No todas las relaciones fraternales
son iguales, pero todas son fuentes de aprendizaje. De un modo u
otro, nuestros hermanos aportan muchas cosas en nuestra vida, pese a las
diferencias que a menudo se generan. Pueden ser las personas que más queremos y también las
que más odiamos, incluso ambas en el curso de un mismo día.
Despiertan lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Pero depende únicamente de
nosotros ver las desventajas…o los beneficios de tener hermanos.
No
somos el centro del universo
“Las parejas van y vienen, los hijos
llegan y eventualmente se van, los amigos se transforman y se alejan. Lo único
que jamás se pierde es un hermano”, Gail
Sheeny
No importa si tenemos uno o diez, tener hermanos
es sinónimo de aprender a compartir. Y hay que ver lo mucho que
disfrutamos aprendiendo tan valiosa lección. Todo comienza el día en que
nuestro juguete preferido aparece en manos de nuestro hermano o hermana. Sería
fabuloso decir que nuestra reacción inicial es la generosidad absoluta, pero por
lo general, las emociones que nos despierta esa imagen son un poco menos
constructivas. Hay quien se lanza sin dilación con la firme misión de recuperar
lo que es suyo, sin importar lo que le pase al ‘usurpador’ que lo sujeta. En
esta división entran los empujones, los tirones de pelo, las bofetadas y el
método ‘speedy gonzález’, que consiste en agarrarlo antes de que se dé cuenta y
salir pitando, con toda la velocidad que nuestras cortas extremidades nos
permitan.
Pero todas estas técnicas no acaban
demasiado bien. El llanto del susodicho ‘ladrón de juguetes’ alerta a las
autoridades, que muy cariñosamente nos informan de que las cosas ‘hay que
compartirlas’. Tal blasfemia nos suele dejar berreando, pero tras la pataleta,
no nos queda otra que ceder. Aprendemos a compartir no siempre por voluntad propia,
sino muchas veces por necesidad. En ocasiones, esta lección continúa
su curso en la adolescencia. Especialmente en lo concerniente al ámbito textil
–más común entre hermanas- y tecnológico –entre hermanos-, aunque ambos son
intercambiables. El concepto de propiedad despierta al monstruo que llevamos dentro,
y desata huracanes de gritos, algo que no suele aparecer en las etiquetas e
instrucciones de uso de un simple jersey o un ordenador.
Con un poco de suerte, con el tiempo
descubrimos los beneficios del ‘quid pro quo’. O lo que es lo mismo, el
consabido ‘hoy
por ti mañana por mi’. Nos hacemos expertos en el trueque, clave de
toda convivencia. Sin saberlo, estamos desarrollando la capacidad de negociar,
la creatividad –especialmente cuando devolvemos con alguna tara los artículos
‘prestados’ con o sin conocimiento de su dueño/a- y la generosidad. Aprendemos
a valorar las necesidades, ilusiones e inquietudes de otro ser humano además de
las nuestras. Eso nos ayuda a desarrollar la empatía y a limar nuestro
egocentrismo, cualidades que nos serán muy útiles en los años venideros. Y en
ocasiones, nos ayuda a cogerle cierto ‘gustillo’ a arrancarle una sonrisa o un
gracias a ese ‘bicho’ con el que compartimos techo. Aprender a compartir de corazón y no por
obligación nos ofrece infinidad de beneficios. Satisfacción,
alegría, bienestar interno…llega un momento en el que no lo hacemos por el
otro, sino por nosotros mismos.
Para descubrir nuestros límites
“Ayuda a tu hermano a cruzar el río y
verás que tu también llegaste a la orilla”, Anónimo
Nuestros hermanos son como cajas de
pandora. No importa si llegan antes o después al mundo que nosotros, despiertan
nuestras primeras envidias y comparaciones. “¿Por qué a él le dejan salir más tarde que
a mi?” “¿Por qué siempre le tocan los mejores regalos?” “Por qué a mi me exigen
sacar mejores notas?” “¿Por qué se lleva mejor con mi madre o con mi padre que
yo?” “Es la más mimada con diferencia”. Consciente o
inconscientemente, a menudo entramos en competición con ellos. Y aunque esta
rivalidad puede ser fuente de frustraciones y profundo malestar, también tiene
un lado positivo. La competición sana nos lleva a intentar destacar en algo por
nosotros mismos, lo que nos lleva a desarrollar nuestras habilidades innatas y
talentos. Y en este proceso, también aprendemos el significado de
humildad. E incluso a hacer equipo con nuestro ‘rival’ en los momentos más
inesperados. Especialmente cuando nos encontramos con un objetivo común: por lo
general, conseguir algo de nuestros ¿inocentes? progenitores.
Lo cierto es que existen pocas
personas que sean capaces de sacarnos de nuestras casillas como lo hacen
nuestros hermanos. Tienen la capacidad de tocar todas las teclas correctas para
hacernos saltar. Ponen a prueba el alcance de nuestra ira y la potencia de
nuestra mala leche. Despiertan nuestros más bajos instintos, que se transforman
el palabras viles y en ocasiones hasta en zapatillas lanzadas con sorprendente
puntería. Nos chinchan, nos machacan y nos llevan al límite. En esos momentos,
hay quien opta por cultivar la paciencia y quien elige tomar distancia e
incluso dejar de hablar al estímulo causante de todas esas emociones tóxicas.
Esta puede resultar una situación permanente –en el caso de que no vivamos bajo
el mismo techo- o extremadamente difícil de mantener, en el caso contrario. Si
bien la distancia ofrece perspectiva, cortar un vínculo tan profundo de raíz deja secuelas.
Y antes de tomar una decisión tan definitiva, vale la pena valorar la relación
en su conjunto, con todo lo que nos aporta, y no únicamente aquellas cosas que
nos hacen daño.
Posiblemente, una de las más
importantes se conoce como ‘complicidad’. Según la RAE, es “la actitud con
que se muestra que existe conocimiento por parte de dos o más personas de algo
que es secreto u oculto para los demás”. O dicho de otro modo, es la
capacidad de identificar en uno de esos eternos viajes en coche a qué familiar
se le ha escapado una de esas ventosidades conocidas como ‘muerte silenciosa’,
que atacan a traición y dejan una indeleble huella olfativa. Es la cualidad que
nos lleva a rendirnos a la risa floja, a comprendernos con una mirada, a
terminar inventando juegos a las tantas de la madrugada para combatir el
aburrimiento. Posiblemente todos podamos recordar algún momento en el que nos hemos
sentido más cerca de nuestro hermano o hermana que de cualquier otra persona en
el mundo.
Nuestros hermanos son grandes maestros. A diario nos
brindan la oportunidad de desarrollar nuestra tolerancia y nuestra paciencia.
Como cuando nos dicen las verdades que más nos cuesta escuchar. Y por si fuera
poco, nos
ayudan a comprender el auténtico significado de aceptación y de perdón.
Pero ante todo, nuestros hermanos nos ayudan a descubrir quienes somos. Y como
nos llevan al límite, nos dan la oportunidad de decidir quién queremos ser. La
relación que mantenemos con ellos no es siempre un camino de rosas. Todos
tenemos esqueletos en el armario, cosas que hemos dicho u hecho de las que no
estamos particularmente orgullosos. Podemos tratar de evitar enfrentarnos a
ellas, poniendo toda la responsabilidad de una relación fallida en el otro, o
dar el primer paso en pos de la reconciliación. Y de vez en cuando, recordarles
lo que significan para nosotros. Porque está en nuestras manos decidir qué nos
pesa más.
¿Las desventajas…o las ventajas de tener hermanos? ¿Con qué nos quedamos?
En
clave de coaching
¿Qué
nos aportan nuestros hermanos?
¿Cómo
cambiaría nuestra relación si les recordáramos lo que significan para nosotros?
Libro
recomendado
‘Mujercitas’, de Louise Marie Alcott
(Lumen)
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