El carpintero
que había contratado para que me ayudara a reparar una vieja granja acababa de
finalizar su primer día de trabajo. Su cortadora eléctrica se había dañado,
haciéndole perder una hora de trabajo, y su viejo camión se negaba a arrancar.
Mientras lo
llevaba a su casa, permaneció en silencio. Cuando llegamos, me invitó a conocer
a su familia. Mientras nos dirigíamos a la puerta, se detuvo brevemente frente
a un pequeño árbol y tocó las puntas de las ramas con ambas manos.
Cuando se
abrió la puerta, ocurrió una sorprendente transformación. Su bronceada cara
estaba plena de sonrisas. Abrazó a sus dos pequeños hijos y le dio un beso
entusiasta a su esposa.
De regreso me
acompañó hasta el carro. Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad y le
pregunté acerca de lo que lo había visto hacer un rato antes.
“Este es mi árbol de
problemas —contestó— . Sé que no puedo evitar tener problemas en el
trabajo, pero una cosa es segura: los
problemas no pertenecen a la casa, ni a mi esposa, ni a mis hijos. Así que
simplemente los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego a casa, y en la
mañana los recojo otra vez. Lo divertido
—dijo sonriendo— es que cuando salgo a recogerlos, no hay tantos como los que
recuerdo haber colgado la noche anterior”.
La culpa es de la vaca
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