No es un mecanismo perfecto, pero el
temor sigue siendo un sentimiento útil: sin ese sistema nuestra vida habría
sido un completo desastre. ¿De dónde viene esta manía a minusvalorar el temor, la
prudencia o la cautela si tienen su lado positivo?
El miedo no está de moda. Los libros
de autoayuda están poblados de consejos para que acabemos con nuestros temores
y salgamos de la zona de confort. La sensación que se fomenta en la sociedad
actual es la de la omnipresencia del control interno: la situación no debe
importarnos, lo decisivo es la actitud. Y por lo tanto, lo ideal es que nada ni
nadie nos cree aprensión. Se diría que intentar sentirnos seguros evitando
sucesos ante los que nos suponemos vulnerables fuera una mala estrategia
psicológica. Pero ¿es cierto que la precaución es una táctica que nos
anula?.
Immanuel
Kant,
un filósofo al que muchos consideran como el más importante de la modernidad,
es un ejemplo de persona que se llevó siempre muy bien con sus miedos. Este
pensador se ha convertido, de hecho, en el paradigma de la vida segura –se
cuenta que nunca se alejó más de 150 km de su pueblo natal– con ritmos vitales
estructurados y con logros basados, ante todo, en la constancia y la seguridad.
De hecho, gracias a su metódico devenir vital, el filósofo (que era un hombre
físicamente débil) consiguió vivir 80 años. Su rutina era conocida por todos:
se despertaba a las cinco de la mañana, tomaba el té y se fumaba la única pipa
que se permitía en todo el día –era sumamente hipocondríaco y se preocupaba
constantemente por su salud–. Después, preparaba las lecciones hasta las siete,
impartía sus clases y volvía al estudio para trabajar hasta el mediodía. Más
tarde, se vestía de una forma más seria y realizaba su única comida del día. En
ella siempre le acompañaban los mismos invitados: un grupo elegido mediante
estrictas reglas cuyo número estaba limitado a la franja que va del tres –las
Gracias– al ocho –las Musas–. La sobremesa posterior era su único acto social.
Luego venía el famoso y puntual paseo, que realizaba contando los pasos y
respirando siempre por la nariz por motivos de higiene. Por último, leía hasta
las diez y se dormía, tras un protocolo que le servía para dejar la mente en blanco
y evitar así que determinados sueños enturbiaran su descanso nocturno.
Jamás arriesgó este modo de vida. Por
eso su prudencia era proverbial. En determinada ocasión, por ejemplo, llegó a
sus oídos que sus opiniones sobre teología –que enfocaban la posibilidad de la
existencia de Dios de una forma muy racionalista– estaban inquietando a
Federico Guillermo II de Prusia. Como éste le sugirió que no siguiera
escribiendo sobre el tema, Kant dejó de publicar acerca de estas cuestiones
hasta que el rey murió.
El mismo pensador describió su
tendencia a la búsqueda de seguridad con estas palabras: “Cualquier cambio me hace aprensivo, aunque
ofrezca la mejor promesa de mejorar mi estado, y estoy convencido, por este
instinto natural mío, de que debo llevar cuidado si deseo que los hilos que las
Parcas tejen tan finos y débiles en mi caso sean tejidos con cierta longitud.
Mi sincero agradecimiento a mis admiradores y amigos, que piensan tan
bondadosamente de mí hasta comprometerse con mi bienestar, pero, al mismo tiempo,
pido, del modo más humilde, protección en mi actual estado frente a cualquier
alteración”. Al igual que todos nosotros, Kant tuvo sus carencias
vitales (el romántico y exaltado Heinrich Heine dijo que el filósofo “nunca
vivió”), pero gracias a su cautela vital construyó uno de los mayores legados
filosóficos de la historia.
Kant no ha sido la única persona en la
historia que ha hecho gala de su aprensión porque hasta las últimas décadas el
recelo no estaba tan mal visto. Alonso
Ercilla, poeta del siglo XVI, sentenció con sabiduría: “El
miedo es natural en el prudente, y el vencerlo es lo valiente”.
Y en la Primera Guerra Mundial, cuando los aviones hicieron su aparición como
forma de combate, la aprensión era un valor. El aeroplano era un invento reciente,
inseguro, fácilmente inflamable y muy visible. Todos los pilotos eran, en
cierta medida, pilotos suicidas, porque era raro que alguno sobreviviera más de
un mes. En esa época, muchos aviones llevaban una inscripción que decía: “Hay pilotos
jóvenes que tienen miedo, hay pilotos jóvenes que no tienen miedo y hay pilotos
viejos que tienen miedo. No hay ningún otro tipo de pilotos”. Los
aviadores sabían que el temor, la aprensión y el pánico –o, si se prefiere, la
prudencia, las ganas de vivir y la huida ante el más fuerte– eran cualidades
indispensables para la supervivencia. La insensatez, en esa época, era sinónimo
de inmadurez… y un seguro pasaporte para el viaje final.
Sin embargo, en estas primeras décadas
del siglo XXI, cobarde se ha convertido en el concepto más utilizado para
menospreciar las características psicológicas de los demás. Aunque se usa a
través de diferentes sinónimos o de frases hechas (“es un inmaduro y le da miedo afrontar
responsabilidades formando una familia”; “tiene pánico a que él la deje porque
le espanta la idea de quedarse sola”, “se achica siempre ante las decisiones de
negocios arriesgadas”…), el trasfondo es siempre el mismo: acusamos a la
persona de tener miedo, como si eso fuera algo malo en sí.
En medio de este descrédito de la
prudencia y la cautela, resulta llamativa la pregunta que la estimulante
publicación Edge lanzó recientemente
a las mentes más brillantes del planeta. Esta revista digital plantea todos los
años una cuestión que responden decenas de influyentes intelectuales. El
interrogante de 2013 fue: “What should we
be worried about?” (“¿Por qué debemos estar preocupados?”). Lo
más llamativo no era la demanda para que científicos y divulgadores
identificaran preocupaciones sociales, sino el hecho de que se les preguntara
por ellas con ese rotundo “debemos”. Porque ninguno de los encuestados
respondió “No hay que preocuparse por nada”,
así que podemos suponer que, para estas mentes brillantes, albergar temores no
es una tontería.
De hecho, un repaso por las respuestas
nos muestra, actualizado, todo el espectro de desasosiegos que a muchos seres
humanos nos han resultado adaptativos a lo largo de la historia. Está, por
supuesto, la
aprensión que nos produce la soledad: al psicólogo David M. Buss, por ejemplo, le causa
alarma que la
escasez de parejas deseables haga aumentar en el futuro la brutalidad humana.
También hay quien apunta el temor por la pérdida de sentido vital. A Dave Winer, el pionero del mundo de los
blogs, le inquieta que dejemos de tener deseo de sobrevivir y a la antropóloga
Christine Finn que terminemos por perder
completamente el contacto con el mundo físico.
Muchos encuestados aluden, por
supuesto, a cautelas relacionadas con las nuevas tecnologías. El físico Neil Gershenfeld está asustado por la
posibilidad de que acabemos tratando la tecnología como si fuera magia.
Y el historiador de la ciencia George
Dyson teme que no tengamos un Plan B para el colapso de internet.
Por su parte, el biólogo Colin Tudge
tiene una pesadilla: la ciencia acabe por convertirse en enemiga de la
humanidad. Hay otros temores como la entrada en mundos psicóticos.
Al psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi le
da pavor que, en pocas décadas, cuando los niños crezcan, sean incapaces de distinguir entre el mundo
real y el imaginario. Y respecto a la “idiotización global”, a Nicholas Carr le asusta que las
tecnologías digitales acaben con nuestra paciencia y desmonten nuestra
percepción del tiempo. A muchos de los encuestados les turba el
sueño el
auge del anti-intelectualismo y las pseudociencia. E incluso hay
quien está en estado de alarma, paradójicamente, por la posibilidad de que nos fallen
nuestros sistemas de detección de peligros. El psicólogo Daniel Goleman nos recuerda que
deberíamos preocuparnos porque nuestro cerebro no pueda concebir los problemas más
graves que nos pueden llegar alguna vez a perturbar.
En definitiva, los grandes miedos del
ser humano (la muerte, la falta de sentido y la locura, la soledad…) siguen
estando ahí. Pero parece que solo ciertas personas, avaladas por la seguridad
en sí mismas que les da su prestigio profesional, se atreven a manifestarlos
sin preocuparse por ser tachados de cobardes o reaccionarios.
El miedo es una emoción adaptativa que nos aleja de situaciones
que nos pueden resultar perjudiciales, o eso sospechamos. Por
supuesto, no es un mecanismo perfecto: existen muchos falsos positivos, temores
que han sido inducidos por otras personas para favorecer sus intereses o que
hemos adquirido por asociaciones irracionales. Pero sigue siendo un sentimiento
útil: sin ese sistema de alarma, nuestra vida habría sido un completo desastre ¿De dónde viene
entonces esta moda de minusvalorarlo?
La neurología nos ofrece una de las
razones. En su libro En busca de Spinoza:
neurobiología de la emoción y los sentimientos (Crítica 2005) el médico Antonio Damásio explica que el miedo es
un mecanismo puntual, muy efímero, que se activa en un determinado momento,
cumple su función y se olvida rápidamente. Apenas recordamos los temores del pasado: sirvieron para
su fin y se desvanecieron. Aprendimos a cruzar correctamente las
calles por miedo a los coches pero ahora éstos ya no nos producen aprensión.
Hemos evitado el peligro que para nosotros hubieran supuesto ciertas drogas
porque intuíamos nuestra propensión a la adicción y eso nos produjo pánico a
las consecuencias, pero después tendemos a racionalizar el pasado recordando
que los que nos salvó fue nuestra capacidad analítica. Y cuando encontramos por
fin una forma de manifestarnos ante los demás gracias a la desconfianza que nos
produjeron las ocasiones en que se burlaron de nosotros nos gusta pensar que
siempre hemos sido así de prudentes.
Olvidamos el papel de nuestros recelos que, de hecho, son tan
efímeros que en poco tiempo pasan de producirnos terror a darnos risa. Y ésa
es una de las razones por las que creemos a los gurús de la autoayuda que nos
dicen que el miedo es ridículo: recordamos como estúpidos los temores del
pasado y no
nos damos cuenta de que fueron muy útiles al igual que lo serán los del futuro.
Las frases completamente irrealistas (del tipo “Sólo una cosa vuelve un sueño imposible:
el miedo a fracasar”) son creídas por el público general por esta
cualidad de ridículos que adquieren los temores ya superados.
Además, nuestra precaución tiene un
efecto positivo sutil que no es fácil de apreciar. Nuestra cobardía modula el
ritmo en que nos vamos acercando a ciertos asuntos. Los detractores del miedo
suelen entender que es una emoción paralizante y por eso la tachan de poco
adaptativa. Pero, en realidad, en muchos casos la aprensión es una intuición de
que, por nuestra forma de ser, debemos acercarnos a ciertas situaciones lentamente.
No se trata
de detenernos, sino de avanzar más despacio. Como nos recordaba el
filósofo griego Epicteto “Confiamos
después… porque antes hemos sido precavidos”.
Somos como pilotos que gobiernan sus
vidas en un mundo cambiante. Nuestro alrededor es aún más variable que el
espacio que sobrevolaban esos pilotos de la Primera Guerra Mundial. Y nuestros
aviones (recursos psicológicos, seres queridos, posesiones materiales…) son
igual de inestables en un mundo que cambia a un ritmo vertiginoso. Sin embargo,
parece que esa función del miedo de ayudarnos a acompasarnos a nuestro propio
ritmo está siendo olvidada. El psicólogo Nicholas
Humphrey, uno de los grandes expertos en la evolución de la conciencia
humana, nos recuerda este problema en la encuesta de Edge. Según él, una de las
cuestiones de las que sí deberíamos preocuparnos es el hecho de que el conocimiento esté
avanzando demasiado rápido.
No es el único: muchos de los que
responden a la encuesta alertan sobre nuestra despreocupación a la hora de incorporar
armoniosamente lo nuevo a nuestras vidas ordinarias. Hace mucho tiempo que se
derrumbaron las reglas de etiqueta y los rituales de entrada a ciertos hitos
vitales: podemos conseguir casi cualquier cosa inmediatamente. Y en una
sociedad de consumo, se nos presiona para que nos convirtamos en clientes
consiguiéndolas lo antes posible.
No hay reglas para prescribir al que
debemos incorporarnos a lo que todavía no ha sido inventado y la velocidad que
se nos pide es la máxima. De hecho, el propio hecho de plantear esto como un
problema es ya algo pasado de moda: el auténtico hijo de esta época ni siquiera se pregunta a
qué velocidad debe enfrentarse a los temas, da por hecho que a la máxima posible, sin
miedo. Y eso hace que, a veces, no nos acompasemos a nuestras
propias necesidades a la hora de ir entrando en ciertos mundos: muchas personas
se independizan de sus padres, beben, tienen relaciones sexuales, entran en el
mundo laboral y tienen hijos antes de tiempo por no quedar como cobardes.
El factor de personalidad más
clásicamente relacionado con este tema es la impulsividad/reflexividad. En
casi todas las clasificaciones que los psicólogos han hecho de los seres
humanos aparece una diferencia en dos grandes grupos. Hay individuos con mucha
fuerza vital, espontáneos, que tienden a actuar con energía y sin meditar
mucho. Estas personas hablan muchas veces antes de pensar lo que van a decir y
actúan, muchas veces, sin reflexionar sobre las consecuencias de sus actos.
Tienden a equivocarse en bastantes ocasiones pero también, por otro lado,
disfrutan con aciertos que los hacen sobresalir del resto. Se les tilda de
impulsivos. El otro extremo lo ocupan las personas reflexivas. Son individuos
que tienden a pensar lo que dicen antes de expresarlo, y tienden a dudar antes
de actuar. Buscan los matices de todas las decisiones. Son personas más
sosegadas y tranquilas: su anhelo es la armonía vital.
Oliver
Goldsmith
nos recordaba que “El que lucha y huye, vive para pelear nuevamente, pero el que es
asesinado en el campo de batalla, nunca más se pone de pie”. El
extraño cuento de Juan sin Miedo, el
muchacho que no conocía el terror y solo es feliz y sabio cuando consigue
encontrarlo, está hoy más vigente que nunca. La cautela es una ayuda en el devenir
vital: negarla no sirve de nada porque el miedo es un amigo fiel que no nos va
a abandonar porque reneguemos de él.
ANATOMÍA
DEL MIEDO
Cuando Abraham Maslow diseñó su famosa pirámide de necesidades del ser
humano, colocó la motivación de seguridad prácticamente en la base. Según este
investigador, una vez que hemos satisfecho las necesidades fisiológicas básicas
(hambre y sed), lo siguiente que buscamos es sentir que el mundo es predecible
y que nuestros peores temores no se van a cumplir. El anhelo de sentirnos a salvo
está, para Maslow, tan enraizado en nuestra esencia como seres humanos que sólo
la necesidad de comer y beber para no morir puede ser un activador más visceral
de nuestro organismo.
A nivel neurológico, el peligro hace
surgir emociones que nos llevan a la inmediata búsqueda de preservación. El
origen ancestral de nuestros miedos se delata en su irracionalidad estadística.
Los seres humanos aprendemos con rapidez a temer las serpientes, las arañas y
los acantilados. Cualquier asociación negativa acelera esos temores, porque
probablemente eso ayudó a nuestros antepasados a sobrevivir. Sin embargo,
estamos menos predispuestos a temer a los coches, la electricidad, las armas o
el recalentamiento del planeta, que son mucho más peligrosos.
La mayoría de los investigadores
señalan a la amígdala –un centro neural que se encuentra en el sistema límbico,
la parte más emocional del cerebro– como el origen de ese miedo a perder un
mundo seguro y estable. Experimentos como los realizados por el profesor Daniel Schacter, de la Universidad de
Harvard, demuestran que las personas que han sufrido daños en la amígdala
recuerdan la asociación entre ciertos acontecimientos y un estímulo negativo,
pero no experimentan ningún efecto emocional. De este modo, no se apartan de esos
sucesos y se convierten en personas excesivamente confiadas, algo muy poco
adaptativo en situaciones de peligro.
Las investigaciones en neurobiología
relacionan también la impulsividad y la reflexividad con la cantidad de
conexiones entre la amígdala (el lugar en el que nace la necesidad
de seguridad) y
el córtex cerebral (la parte del cerebro de la que surge nuestra
toma de decisiones). En los individuos reflexivos estas dos zonas están muy
interconectadas y la amígdala ejerce una gran autoridad sobre sus actos. Por
eso tienden a pensarse mucho lo que hacen y a priorizar su protección. Eso les
lleva a ir poco a poco en aquellas cuestiones que les resultan nuevas o
desbordantes.
TEMOR
A...
- No tener un plan B para el colapso de Internet. - George Dyson, historiador de la ciencia.
- Que cuando los niños crezcan, sean incapaces de distinguir entre el mundo real y el imaginario. - Mihaly Csikszentmihalyi, psicólogo.
- Deberíamos preocuparnos porque nuestro cerebro no pueda concebir los problemas más graves que nos pueden llegar alguna vez a perturbar. - Daniel Goleman, psicólogo.
- Perder completamente el contacto con el mundo físico. - Christine Finn, antropóloga.
- Que las tecnologías digitales acaben con nuestra paciencia y desmonten nuestra percepción del tiempo. - Nicholas Carr.
- Que la ciencia acabe por convertirse en enemiga de la humanidad. - Colin Tudge, biólogo.
- Que la escasez de parejas deseables haga aumentar en el futuro la brutalidad humana. - David M. Buss, psicólogo.
- Que acabemos tratando la tecnología como si fuera magia. - Neil Gershenfeld, físico.
- A perder el deseo de sobrevivir. - Dave Winer, bloggero.
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