—¿Qué sabe
usted...?
—Que las diferencias entre nosotros,
las creencias culturales y religiosas, son puramente cosméticas. La esencia del
ser humano es mucho más profunda. Lo que tenemos que comprender es nuestra
humanidad, que es común a todos.
—A lo humano
también lo define el crimen, la avaricia y la envidia.
—Sí, pero ningún niño nace para odiar;
son estados mentales, aprendemos prejuicios. Las enseñanzas de Aristóteles,
Buda y Confucio nos sirven para expulsar esos estados mentales.
—¿Necesitamos
a Buda más que nunca?
—Sí, pero no como salvador. Buda es un
estado mental, es
el que está despierto, y la mayoría deambulamos por la vida dormidos.
—¿Cómo
despertar?
—Es muy fácil: Hay que sentarse a
diario tranquilo, respirar, permitir que la mente irradie pensamientos, no suprimir
nada, entender quién eres y darte cuenta de que no estás controlado por nadie.
—La cultura
occidental nos empuja a lo contrario, vivimos en la prisa y el miedo.
—Pagamos el precio del éxito material.
Tenemos las economías más fuertes, la mejor ciencia, la mejor tecnología y
comunicación, pero como resultado no tenemos tiempo, ni espacio, ni paz. Esa
es la paradoja.
—¿Lo que está
dentro está fuera?
—¿Qué?
—Que si hay
guerras en el mundo porque estamos en guerra con nosotros mismos.
—Sí, los conflictos externos son
manifestaciones de conflictos internos. Si alguien odia a otro es porque de
alguna forma se odia a sí mismo.
—Entonces toca
transformación.
—Sí, porque claramente exterminar
terroristas crea más terroristas. No podemos obligar a nadie a que cambie, pero
podemos quitarles el poder animando a la moderación general. Si tenemos la
valentía de no aterrorizarnos ante el terror, el terror pierde fuerza.
—Usted propone
una revolución muy difícil.
—Hay que empezar por la educación, y
la realidad es que las universidades, las norteamericanas por lo menos, son
prisiones, el American Gulag. Yo trabajo en una de ellas, el City College de
Nueva York, donde nos dicen cómo debemos pensar y lo que podemos hacer. Allí
mis libros están prohibidos.
—Vaya.
—El sistema de educación es totalmente
corrupto, a nuestros hijos no los están educando, están recibiendo un
adiestramiento y adoctrinamiento político-social. Pero hay una gran enseñanza
budista para convertir el veneno en medicina.
—¿Cómo?
—Dando a nuestros hijos estructuras que los conviertan en
seres humanos maduros y funcionales, hay que apartarlos de la
televisión y el consumismo cueste lo que cueste.
—El mundo se
nos suele caer encima y dejarnos sin capacidad de reacción.
—El progreso siempre surge de tratar lo imposible como
posible, y la regresión viene de tratar lo posible como imposible.
Pensar que el sistema es demasiado poderoso, que tú no puedes hacer nada, es
firmar el fracaso.
—Lo contrario puede
ser ingenuidad.
—Hay que asumir la cantidad justa de
responsabilidad, cambiar aquello que puedas cambiar. Imagine que los
consumidores deciden dejar de comer esa comida rápida tan perjudicial para la
salud durante unas semanas. ¿El resultado?
—Adiós a la
industria fast food.
—Exacto, en esta sociedad el
consumidor es poderosísimo si sabe ejercer su poder.
—¿Qué rescata
de Aristóteles?
—Para él la felicidad equivale a plenitud y serenidad, y
se consigue subrayando tus talentos y tu mente. Cada uno de nosotros
tiene uno o más dones. Si nos implicamos en el mundo utilizando este don, nos
sentiremos plenos. Este es el desafío de Aristóteles, descubrir tu grandeza,
cuál es esa capacidad que debes desarrollar.
—Pues Confucio
dice que para ser grande hacen falta otros.
—Dice que la realización sólo se lleva
a término a través de las relaciones armoniosas con los demás, sí.
—Aristóteles y
Confucio, ¿Contradictorios?
—El dilema entre lo individual y lo
colectivo lo resuelve Buda, que conecta los principios de Aristóteles y
Confucio. El budismo consiste en abrir el corazón y entender que nuestra
felicidad no puede venir a costa de los demás; por el contrario, para ser felices
tenemos que trabajar por la felicidad de los demás utilizando nuestra
capacidad, nuestro don.
—Mire, los
poderosos son felices porque hacen y deshacen, y el resto somos su ejército de
hormigas, trabajamos para su lujo.
—La alegría proviene del interior, no
de lo que pone en tu tarjeta de visita. El maestro de Marco Aurelio, Epicteto,
era un esclavo y todos decían que tenía más serenidad que el emperador. Claro
que sí, no tenía la carga de su dueño. El poder nos envejece.
—Para usted
felicidad es serenidad.
—Sí, y está dentro de nosotros, pero
nuestra psicología y ansiedad impide que aflore.
—Lo que usted
propone ya lo sabemos, pero hay una barrera que nos impide acceder.
—Desde los tiempos de Freud nos han
criado para que creamos que debemos tener un ego sano, pero todo ego es insano.
De manera que nosotros nos ponemos nuestras propias barreras para lograr la
realización con estos conceptos erróneos de quiénes somos y la energía dedicada
a mantener una estructura que impide que nos relacionemos de forma saludable. Pensamos que
perder el ego es perder la identidad, y es todo lo contrario.
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