Si el ser humano fuera un artículo, tal que un televisor
de 40" a la venta en un gran almacén, probablemente no superaría los
periodos de garantía y lo devolveríamos, perfectamente empaquetado, de nuevo a
quien nos lo vendió con el afán de que fueran otros, y no nosotros, quienes
cargasen con un 'aparato' tan imperfecto y defectuoso. Y es que el fallo y la
equivocación; el yerro y el desacierto, son consustanciales al ser humano y es
un hecho que cuanto antes admitamos más podremos utilizar en nuestro beneficio.
Cometer errores es una manera un tanto desagradable, pero
a la vez bastante segura, de progresar. Y respecto a ello no es bueno
dramatizar, porque el error nos enseña una lección que teníamos en deuda con la
vida aprender. Cuando suceden los computamos en la memoria y los llamamos
experiencia, ya que la idea básica es poder salir adelante en una situación similar
que se nos pueda plantear mañana no olvidando en lo qué fallamos y qué es lo
que no debemos repetir.
Ahora bien, llegado el momento en el cual nos damos
cuenta de hasta qué punto nos hemos equivocado y reconocemos lo mal que hemos
resuelto tal o cual situación, lo importante es no martirizarse ni flagelarse
uno mismo y, más allá, y fundamental, encontrar a nuestro alrededor personas
capaces de apoyarnos, comprendernos y reconfortarnos. Gente afín y cercana en
la que podamos hallar consuelo y, mejor aún, con quienes poder analizar y
sopesar lo que ha pasado.
A ello alude la frase de hoy. Cuando damos la peor
versión de nosotros mismos nos sentimos tristes, desazonados y enormemente
doloridos por no haber sabido estar a la altura. Quererse y ser un poco menos
severos dando una importancia relativa a las cosas que nos ocurren es
importante, pero también
lo es el consuelo y la aceptación de los que nos aprecian, porque ello nos
ayudará más fácilmente a remontar.
Reflexión final: Y por último, ser práctico.
El arrepentimiento, con ser loable, no cambia las cosas. Lo que las cambia es
nuestra futura actitud, ¿verdad?
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