Nuestro cerebro no está
tan preparado para las vacaciones como nos gustaría y menos cuando todas las
expectativas son peores de lo que habíamos imaginado...
Ver que todo el mundo
se lo pasa en grande (o eso parece) tampoco ayuda
Han llegado, por fin, después
de hacerse esperar más que nunca, la luz y el sol. Muchas personas están de
vacaciones y las calles se han llenado de animación y de bullicio. Da la
impresión de que todo el mundo está buscando fiestas a las que unirse, música
para bailar y gente con la que salir. Sin embargo…
... Sin embargo, una encuesta
realizada por el Centro de Estudios Infantiles de la Universidad de Nueva York
advertía hace unos años que uno de cada cinco jóvenes empeora su estado de ánimo en
estas fechas. El dato es más preocupante aún en aquellos que ya
estaban previamente deprimidos: el 54% ve agravado su estado en verano. La
investigación añadía, además, datos que nos hacen intuir las razones por las
que ese empeoramiento emocional de ciertas personas es tan poco conocido. En el
caso de estos jóvenes encuestados, se veía que la depresión les llevaba en
muchos casos al abuso de drogas y alcohol, así como a asumir muchas conductas
de riesgo, actos muy fáciles de disimular como "ganas de divertirse". En
las chicas este efecto paradójico era mucho más notable: la mayor parte de las
borracheras se daba en momentos de bajón emocional y de autoestima negativa.
Moraleja curiosa: muchas personas pueden parecer más marchosas cuando más
deprimidas están.
Nuestra intuición nos dice que
una persona en este estado parece triste. Asociamos los malos momentos anímicos
con lágrimas y desánimo. Y por eso el declive emocional veraniego pasa
desapercibido. Olvidamos que, en estas épocas del año, los síntomas más
habituales (la irritabilidad, la falta de concentración, los problemas de
sueño, la falta de alimentación y los desórdenes alimenticios) pueden convivir
con ganas de salir, ligar, beber y bailar.
El resultado más negativo de
esta dificultad para etiquetar el bajón veraniego es que las personas que lo
experimentan acaban teniendo la falsa sensación de que les está ocurriendo algo
anómalo. Cuando alguien se deprime en esta época del año es fácil que tenga la
impresión de que le sucede algo insólito que lo convierte en el único individuo
que atraviesa un mal momento en vacaciones. Mira hacia todas partes y cree ver gente
alegre que se está divirtiendo y disfrutando. Y eso no hace más que acentuar su
depresión.
Por eso es importante difundir
que existen miles de investigaciones, como la anterior, que llegan a la
conclusión de que hay un número considerable de personas que se sienten
peor en verano. Nuestra mente no está tan bien preparada para las
vacaciones como creemos y, por diferentes razones, se trata de un momento del
año en el que muchas personas atraviesan por un empeoramiento del estado de
ánimo.
Uno de los factores que
dificulta la buena relación de nuestra psique con las vacaciones es la tendencia
humana a generar expectativas idílicas. En una mirada superficial
sobre la vida estival es fácil llegar a la conclusión de que todo el mundo se
lo pasa fenomenal. De hecho, tal como señalaba la investigación neoyorquina,
incluso los que están en un mal momento anímico parecen estar disfrutando a
tope: salen mucho, beben y se drogan, intentan ligar continuamente… Nuestra
mente imagina que eso es lo que va a ocurrir con nosotros… y es muy habitual
que nuestras esperanzas utópicas queden decepcionadas.
Daniel
Gilbert,
un profesor de Psicología de la Universidad de Harvard, es uno de los expertos
que más se ha preocupado de advertir contra este riesgo de la tendencia a soñar
con proyectos de felicidad plana, sin aristas. Según este psicólogo, nos
creamos a menudo expectativas demasiado altas porque asociamos determinadas
situaciones (estar de vacaciones, viajar, tiempo caluroso…) con bienestar
garantizado y continuo. Y eso es algo que casi nunca se cumple.
Para poner de manifiesto el
error subyacente a esta tendencia mental, el equipo del doctor Gilbert llevó a
cabo un experimento en el que se pedía a un grupo de voluntarios que enumeraran
acontecimientos que los harían felices y puntuaran del uno al diez el grado de
felicidad que pensaban que iban a obtener al ocurrir esos hechos. Tiempo
después, los investigadores volvían a entrevistarles: esta vez les pedían que
puntuaran la satisfacción obtenida una vez conseguidos sus objetivos. Los
resultados de la investigación fueron contundentes: el grado de satisfacción
era menor que el esperado en más del 95% de las cuestiones en las que los
investigados creían que iban a encontrar satisfacción segura.
La razón de esta frustrante
diferencia entre lo que esperamos y lo que conseguimos es, según Daniel
Gilbert, nuestra deficiente recopilación de información a la hora de generar
proyectos de bienestar. "Hemos
notado que cuando una persona quiere algo que piensa que lo va a hacer feliz,
como por ejemplo unas vacaciones en Grecia, suele buscar información o imaginar
lo que podría ser en vez de consultarlo con personas similares que han estado
en la misma situación". Es decir, nuestro cerebro prefiere
inventarse cuál va a ser el grado de satisfacción que nos producirá un
acontecimiento en vez de recabar información entre aquellos que lo han vivido y
elaborar hipótesis con esos datos. Por eso, según Gilbert, la única forma de
ahorrarnos decepciones es preguntar a los que saben:
"Si tiene un amigo, o alguien de su misma edad y de gustos similares que
visitó Grecia, pregúntele sobre su experiencia, así irá mejor preparado y no
tendrá expectativas difíciles de satisfacer".
Otro factor psíquico que
contribuye a esta tendencia a las expectativas excesivamente idealizadas es
nuestro recuerdo. La memoria no está hecha para almacenar el pasado –una
función inútil desde el punto de vista adaptativo– sino más bien para animarnos
y darnos fuerza para emprender planes futuros. Olvidar las cosas negativas que
han ocurrido en nuestras vacaciones anteriores, recordar los deseos satisfechos
y teñir lo ocurrido con una continua felicidad idílica es una buena estrategia
vital. El que fuera dos veces primer ministro británico Benjamin Disraeli
(1804-1881) decía que él, como todos los grandes viajeros, había visto más cosas de las que recordaba
y recordaba más cosas de las que había visto: una táctica estupenda para tener
ganas de volver a viajar. Lo mismo sucede con nuestra motivación
para tomarnos unas cervezas con unos amigos, sumergirnos en la lectura de un
libro o ligar en un bar: se basan en recuerdos idealizados. El problema es que
la realidad nunca puede competir con un pasado utópico y es muy fácil que acabe
frustrándonos. De hecho, aunque ese concepto plano de felicidad se lograra,
muchas personas no estarían satisfechas. Un verano agradable no es suficiente
para una gran cantidad de personas. Hay quién necesita sacrificio, esfuerzo y
altibajos para acabar llegando a la sensación de bienestar.
El psiquiatra Gregory Berns, autor de un libro sobre
este tema –adecuadamente titulado Satisfaction–,
recopila estudios sobre neurobiología del placer y la motivación en seres
humanos que se definen como contentos. En muchas personas, ese estado de ánimo
es generado en parte por la liberación de cortisol. Utilizando la medición de
cantidades de esta sustancia como baremo, su equipo estudió a atletas que
practicaban entrenamientos extremos caracterizados por excesos de esfuerzo
físico. Estas personas, a pesar de que tenían síntomas como problemas de sueño,
alucinaciones o pérdidas de autoconciencia, recordaban sin embargo esta
preparación como muy satisfactoria. La disconformidad con lo que tenían les había llevado a
la satisfacción.
Según el profesor Berns, existe
una gran cantidad de personas que sólo se sienten bien después de sentirse
infelices porque sólo encuentran la dicha alcanzando objetivos que no habían
conseguido con anterioridad. Para ellos, la felicidad sin retos es imposible y,
por eso, se entristecen tan a menudo en verano. Los individuos así encuentran su motor
vital en la motivación de logro y su satisfacción sólo llega después de un
esfuerzo considerable. En época veraniega, por seguir el ritmo
social, intentan renunciar a este tipo de alegría, y eso suele ser una mala
táctica porque pagan el precio de un bajón ocasional de su ánimo.
Muchas de estas personas tienen
un factor de personalidad que es muy adaptativo en las épocas de trabajo, pero
dificulta el disfrute estival. Es lo que, desde los estudios pioneros de los
años sesenta de J.B. Rotter, se
denomina locus
de control interno. El termino alude al lugar en el que situamos la
causa de lo que nos está ocurriendo. Las personas de locus de control interno tienden a pensar
que los hechos ocurren por sus propias acciones y, por lo tanto, son
responsabilidad suya. Los individuos de locus de control externo, por el contrario, suelen echar
la culpa a algo externo.
Los individuos de control interno
tienen una forma de ver la vida muy adaptativa a la hora de aprender y
mejorarse a sí mismos. Son personas que, desde pequeñas, asumen los fracasos (cuando
algo se rompe, son del tipo de niños que nos dicen "lo he tirado",
aunque haya sido sin querer, en vez de excusarse gritando "se ha
caído") y hacen
suyos los éxitos ("he aprobado el examen", en vez de
"por fin me ha aprobado este profesor que me tiene manía"). Pero es
fácil que esta forma de ser les dificulte disfrutar de los periodos de
vacaciones. El
sentido del deber, la responsabilidad, son más adaptativos cuando estamos
trabajando y menos en nuestro tiempo de ocio. En nuestra vida
laboral, aceptamos asumir las consecuencias de nuestras decisiones. Sin
embargo, nuestra vida de ocio se disfruta más si nos dejamos ir y no asumimos
tantas responsabilidades. "Desconectar y saber jugar" es
esencial en estos momentos de vacaciones. Pero para muchas personas no es tan
sencillo poner el cerebro en modo vacaciones.
De hecho, ni siquiera para las
personas hedonistas –aquellas que disfrutan de placeres sin objetivos ni
sensación de reto y que abandonan con más facilidad el locus de control
interno– es fácil mantener ese estado de ánimo de forma continuada. Nos
engañamos creyendo que el disfrute sencillo puede ser plano, que un determinado
placer (pasear por el campo, leer literatura de evasión, bañarse en el mar,
comer un determinado plato…) puede repetirse una y otra vez generando el mismo
estado de satisfacción. La teoría de la asimetría hedonista, propuesta por Nico Frijda, profesor de Psicología de
la Universidad de Amsterdam, explica por qué. Según este investigador, las
emociones no son simétricas. Nuestros sentimientos no han sido seleccionados
por la naturaleza porque nos han permitido estar contentos, sino más bien
porque han sido los que mejor nos han permitido adaptarnos al medio. Y por eso
las emociones positivas tienen menos intensidad y duran menos que las
negativas. El sistema se activa sólo cuando las cosas van mal: la alegría, la
felicidad y la fascinación tienden invariablemente a desteñirse volviéndose
neutras o de una alegría pálida. Por paradójico que pueda parecer, durante las vacaciones,
por ejemplo, acabamos por acostumbrarnos y no sentir alegría por el bienestar.
Por eso las endorfinas
generadas por el placer, como cualquier droga, tienen un efecto de tolerancia:
la misma dosis acaba por ofrecer menos resultado y, al final, necesitamos
aumentar la cantidad de estímulo o buscar otro nuevo. Los seres humanos nos
acostumbramos a la alegría y, al final, esta pierde fuerza. El placer tiene
que ver siempre con el cambio y desaparece cuando la satisfacción tiende a ser
continua. Sin embargo, da la impresión de que hay penas a las que
uno no llega a acostumbrarse y privaciones a las que uno no se adapta. La ley
de asimetría de los sentimientos nos dice que, cuando se repiten, los sucesos
que antes nos encantaban se convierten en neutrales. Sin embargo, eso no sucede cuando los
sucesos son negativos.
La última cuestión que
demuestra que nuestra mente está peor programada para las vacaciones de lo que
creemos es la dificultad que muchas personas tienen para dejar de
autoanalizarse en estas épocas. Al tener menos problemas que resolver, la mente
aprovecha para "analizar
el sistema en busca de virus". Es una época típica de
replanteamiento del modo de vida, de la situación de la pareja, de las
relaciones con los hijos, de los proyectos laborales… En esta época del año
dedicamos demasiado tiempo a autoevaluarnos. Hay que tener en cuenta que
nuestro cerebro, como cualquier ordenador, está diseñado para solucionar
asuntos externos, no para analizarse a sí mismo. Cuando lo hacemos, es muy
fácil que encontremos muchos fallos en el sistema: nuestra mente detecta mejor
lo que va mal que lo que va bien. Y esto puede contribuir también a la
depresión veraniega.
Expectativas demasiado idealistas, búsqueda de una felicidad sin
aristas, tendencia al control interno, excesiva autoevaluación… No es tan
fácil ser feliz todo el tiempo en verano. Si nos hemos deprimido, conviene
recordarlo y saber que no somos, ni mucho menos, las únicas personas a las que
nos sucede.
La buena noticia es que este estado de ánimo es tan pasajero como cualquier
otro.
Los
sabios del disfrute
Nuestra cultura bascula, cada
vez más, hacia aquello que el filósofo Friedrich
Nietzsche denominaba sociedades apolíneas. En este tipo de culturas se
suele fomentar nuestro sentido de la responsabilidad y nuestro autocontrol. El
otro extremo, las sociedades dionisíacas, son aquellas que hacen a sus miembros
más irresponsables y espontáneos. El hecho de dirigirnos en conjunto hacia ese
lado apolíneo ha hecho que tengamos pocos referentes intelectuales que fomenten
valores que no estén ligados al esfuerzo continuo y la lucha por conseguir
retos y objetivos. La mayoría de los libros de autoayuda y los artículos que se
dedican a la psicología parten de la motivación de logro, de la necesidad de
esfuerzo y mejora continua. Sin embargo, existe toda una tradición filosófica y
psicológica a la que quizás podamos recurrir en estas vacaciones en busca de
sabiduría estival.
Quizás el antecedente más
antiguo sean los epicúreos. Las enseñanzas de Epicuro de Samos (que vivió en Grecia entre el 341 y el 270 a.C.)
asumen que el objetivo de la filosofía es alcanzar la felicidad. Para ello
propugnan la búsqueda de la tranquilidad del ánimo (ataraxia) y la autonomía
(autarkeia) a través de un estilo de vida sencillo y autosuficiente. “La ausencia de
turbación y de dolor son placeres estables; en cambio, el goce y la alegría
resultan placeres en movimiento por su vivacidad. Cuando decimos entonces que
el placer es un fin, no nos referimos a los placeres de los inmoderados, sino
en hallarnos libres de sufrimientos del cuerpo y de turbación del alma”.
Epicuro identificaba la felicidad con un placer estable o negativo, basado en
la ausencia de sufrimiento y de cualquier turbación o pasión. Propugnaba el
hedonismo como filosofía de vida caracterizada por el optimismo, la admiración
ante la existencia del mundo y del hombre y la despreocupación ante la muerte. Según él, una
vida sencilla y anónima, rodeada de amistades, alejada de la política, con el
mínimo posible de dolor, temores o preocupaciones es lo que nos llevará a la
felicidad.
Su sistema se basa en la
realización de los deseos a partir de su previa clasificación. Los naturales y
necesarios (anhelos básicos físicos como el alimento, sed, abrigo,
seguridad...) deben satisfacerse de la forma más económica posible. Los naturales
innecesarios (conversación placentera, gratificación sexual,
estimulación intelectual, deportes, viajes...) debemos perseguirlos hasta la
satisfacción de nuestro corazón, no más allá, para no interferir con nuestras
necesidades básicas. Nunca deberíamos arriesgar nuestra salud, nuestras
amistades o nuestra economía por perseguir un deseo innecesario, porque hacerlo
sólo nos llevaría a un sufrimiento futuro. Por último, los innaturales e innecesarios,
como la fama, el poder político, la riqueza, el prestigio, etcétera, deben ser
completamente evitados: "Nada es
suficiente para quien lo suficiente es poco".
Aunque la sociedad occidental
está cada vez más alejada de esta línea de pensamiento, algunos intelectuales
han tratado de profundizar en estos conceptos de felicidad que no busca el reto
perpetuo. El filósofo Michel Onfray,
autor del Manifiesto hedonista, es uno de ellos. En este libro intenta
definir la búsqueda del placer como motor vital. Sus recomendaciones son
intentar buscar "la
intersubjetividad serena, alegre, feliz; la paz del alma y el espíritu; la
tranquilidad de ser; las buenas relaciones con el prójimo; la comodidad en la
interacción entre hombres y mujeres; la artificialización de las relaciones y
su sometimiento a los puntos más elevados de la cultura: el refinamiento, la
cortesía, la civilidad, la buena fe, el respeto por la palabra dada; la
coherencia entre las palabras y los hechos".
Seguro que entre todos estos
consejos, ofrecidos por dos filósofos a los que separan más de veinte siglos,
podemos encontrar ideas válidas para mejorar nuestro estado de ánimo en
vacaciones. No es fácil estar contentos en verano: conseguirlo es una tarea más
difícil de lo que solemos creer, pero posible si nos ponemos desde ahora mismo
a trabajar en ello. Aprender a ser felices en vacaciones nos servirá para lo
que queda de verano… y para el resto de nuestras vidas.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada