Marguerite Barankitse, la "loca de Burundi".
Tengo 50 años. Nací tutsi en una aldea de Burundi. No estoy casada: alimento, cuido, educo y hago de mamá de 10.000 niños. Tengo 16 nietos. Vivimos en unas casitas que construí en unos terrenos que heredé. Mi proyecto se llama casa Shalom. Mis colegas, médicos, abogados..., son hijos míos que han vuelto de estudiar en Europa.
Maravillosa
Es un ser excepcional que irradia seguridad y reparte alegría. Pertenecía a la familia real de Burundi, brutalmente asesinada en el conflicto entre hutus y tutsis. Pudo estudiar dos carreras en Europa: "Ahora quiero devolver lo que he recibido a los que no tienen esa suerte". Los herrores que ha vivido los ha exorcizado reflexionando frente a cientos de tumbas que dejó esa guerra fraticida. Sé que las torturas que le infringieron son más de las que me cuenta, pero ella por crear futuro. Sus casas de acogida no son fríos orfanatops sinó hogares. 35 de sus hijos están hoy en la universidad. Cuando se licencien, volverán a casa y trabajarán para sus hermanos. Marguerite llena de esperanza a todas las personas con las que se cruza.
—¿Cómo empezó todo?
—Antes de que
estallara el conflicto entre hutus y tutsis yo ya había adoptado siete niños,
cuatro hutus y tres tutsis.
—Uf.
—Cuando estalló la
guerra civil en Burundi nadie quería saber nada de mí, ni siquiera mi familia.
Me refugié en el obispado.
—¿Y a cuánta gente recogió por el camino?
—A 72 personas,
entre ellos 20 intelectuales hutus que no querían participar en las matanzas.
Los hutus asesinaron a 60 personas de mi familia, obviamente tutsis.
—Empezaron los hutus y se vengaron los tutsis.
—A los pocos días,
estaba preparando la comida para toda aquella gente cuando vi acercarse un
grupo de tutsis, entre ellos algún familiar, así que pensé que no nos harían
daño. Pero entraron, me llamaron traidora, me pegaron, me ataron y los mataron
uno a uno delante de mí. Cada vez que mataban a uno me agredían. Estoy llena de
cicatrices.
—¿Y los niños?
—Yo tenía 11.000
dólares y le dije a uno de los asaltantes que se los daba si salvaba a 25
niños. Pero entre ellos no estaban mis hijos, y tampoco entre los cadáveres.
Estaba perdida, mis propios familiares habían matado a mi gente más querida,
les rogué que también me mataran a mí, pero nadie quiso hacerlo. Entonces me
fui a la capilla y me puse a gritarle a Dios y a reclamarle mis hijos.
—Qué horror, lo siento.
—Pero de repente
oí una vocecita: «Mami, mami». Fue como un milagro. Se habían escondido debajo
de la sacristía. Enterré los cadáveres, recogí a los 25 niños y huimos.
—¿Lejos del país?
—No. Yo tenía el
remedio para el futuro: niños hutus y tutsis que se querían y protegían unos a
otros. Nos instalamos en casa de unos cooperantes alemanes que habían huido. Si
en la zona de los Grandes Lagos nos ayudamos todos, no tendremos que ir detrás
del dinero de los belgas. Hay que darse cuenta de que el amor es muy creativo.
—¿Y cómo pasó de 32 niños a 10.000?
—Empezaron a
llegar huérfanos, niños soldado y niños mutilados que nadie quería. En las 40
hectáreas que heredé de mi familia construí casitas para ellos. Yo no tengo
orfanatos, tengo hogares y ellos son mis hijos. Los envío a estudiar
al extranjero y luego vuelven y me ayudan. Son médicos, psicólogos, abogados,
economistas...
—¿Cómo los alimentaba?
—Periodistas
alemanes y belgas comenzaron a hacer reportajes sobre la loca de Burundi, que es como me llaman en mi país, y los
europeos que había conocido de la universidad me enviaron dinero. Luego vino el
dinero de los premios y la cooperación.
—¿No volvió a sentirse amenazada?
—Me amenazan todos los
días porque hago declaraciones que molestan mucho. Hasta la Iglesia
me considera non grata porque les pregunto: «¿Cómo
pueden dejar morir a la gente? Ustedes deberían dar su vida por ellos, su silencio
es cómplice». Es un milagro que aún esté viva. Le contaré una
bonita historia.
—Bien.
—Uno de los
hombres que vino a matarme es hoy mi chófer. Mientras él me apuntaba con la
pistola le dije: «Eres demasiado guapo para ser un criminal.
Ven y yo te enseño otro oficio que no sea el de matar, porque los que te han
enviado tienen a sus hijos estudiando en Nueva York». Fue mi
primer alumno del taller mecánico que creé para que los niños soldado
aprendieran un oficio.
—No entiendo por qué no la mataron.
—Es un milagro. En
otra ocasión detuvieron el autobús en el que viajaba. Nos tumbaron en el suelo
y comenzaron a matarnos uno a uno. Cuando llegaron a mí, les dije: «He olvidado
hacer testamento, acompáñenme y así le daré el dinero a alguien».
—La acompañaron, claro.
—Sí, y aproveché
para preguntar a aquellos cuatro jóvenes por qué se habían convertido en
asesinos. En casa les di de comer y les pedí que me permitieran despedirme de
mis hijos. Cuando
vieron aquel enjambre de niños felices decidieron quedarse con nosotros. Nada
resiste al amor, creo que ese es el secreto.
—Parece un cuento de hadas.
—Cuando me encuentro con
alguien no puedo evitar verlo como mi hermano, no puedo evitar querer a los
demás. Cuando enterré a
aquellas 72 personas no me quedé amarga. Yo amo la vida. Me levanto por la
mañana y canto porque pienso que estos pocos días que tengo para vivir los
tengo que vivir de pie. Estar alegre es un regalo para los otros.
—La alegría es contagiosa.
—Tengo la vocación
de hacer feliz a los otros y eso es lo que me mantiene. ¿Por qué sigo viva? Porque cuando
uno ama la vida, la vida también le ama.
—Dicen que robó las cortinas del obispado.
—Los niños llegan
desnudos, y cuando he pedido que me envíen ropa nadie me ha hecho caso, así que
descolgué las cortinas y les hice bonitos vestidos, sí.
—... Y que con las banderas de Unicef hizo calzoncillos.
—Yo les pedí ropa
y ellos se atrevieron a mandarme banderitas porque la foto de 10.000 niños
agitándolas era publicidad. Pero la mejor publicidad es que los niños no pasen
hambre ni frío. En
el mundo necesitamos locos que se atrevan a decir la verdad.
—Usted lleva a los niños a ver a los asesinos de sus padres.
—Si no se reconcilian con
su propia historia y miran de frente la causa de sus desgracias, la ira crecerá
con ellos. El perdón es el gran legado del cristianismo en un mundo que no sabe
perdonar.
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