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dilluns, 15 d’octubre del 2012

«Estar alegre es un regalo para los otros». Marguerite Barankitse. la Contra de la Vanguardia.


Marguerite Barankitse, la "loca de Burundi".
Tengo 50 años. Nací tutsi en una aldea de Burundi. No estoy casada: alimento, cuido, educo y hago de mamá de 10.000 niños. Tengo 16 nietos. Vivimos en unas casitas que construí en unos terrenos que heredé. Mi proyecto se llama casa Shalom. Mis colegas, médicos, abogados..., son hijos míos que han vuelto de estudiar en Europa.

Maravillosa
Es un ser excepcional que irradia seguridad y reparte alegría. Pertenecía a la familia real de Burundi, brutalmente asesinada en el conflicto entre hutus y tutsis. Pudo estudiar dos carreras en Europa: "Ahora quiero devolver lo que he recibido a los que no tienen esa suerte". Los herrores que ha vivido los ha exorcizado reflexionando frente a cientos de tumbas que dejó esa guerra fraticida. Sé que las torturas que le infringieron son más de las que me cuenta, pero ella por crear futuro. Sus casas de acogida no son fríos orfanatops sinó hogares. 35 de sus hijos están hoy en la universidad. Cuando se licencien, volverán a casa y trabajarán para sus hermanos. Marguerite llena de esperanza a todas las personas con las que se cruza.

¿Cómo empezó todo?
Antes de que estallara el conflicto entre hutus y tutsis yo ya había adoptado siete niños, cuatro hutus y tres tutsis.

Uf.
Cuando estalló la guerra civil en Burundi nadie quería saber nada de mí, ni siquiera mi familia. Me refugié en el obispado.

¿Y a cuánta gente recogió por el camino?
A 72 personas, entre ellos 20 intelectuales hutus que no querían participar en las matanzas. Los hutus asesinaron a 60 personas de mi familia, obviamente tutsis.

Empezaron los hutus y se vengaron los tutsis.
A los pocos días, estaba preparando la comida para toda aquella gente cuando vi acercarse un grupo de tutsis, entre ellos algún familiar, así que pensé que no nos harían daño. Pero entraron, me llamaron traidora, me pegaron, me ataron y los mataron uno a uno delante de mí. Cada vez que mataban a uno me agredían. Estoy llena de cicatrices.

¿Y los niños?
Yo tenía 11.000 dólares y le dije a uno de los asaltantes que se los daba si salvaba a 25 niños. Pero entre ellos no estaban mis hijos, y tampoco entre los cadáveres. Estaba perdida, mis propios familiares habían matado a mi gente más querida, les rogué que también me mataran a mí, pero nadie quiso hacerlo. Entonces me fui a la capilla y me puse a gritarle a Dios y a reclamarle mis hijos.

Qué horror, lo siento.
Pero de repente oí una vocecita: «Mami, mami». Fue como un milagro. Se habían escondido debajo de la sacristía. Enterré los cadáveres, recogí a los 25 niños y huimos.

¿Lejos del país?
No. Yo tenía el remedio para el futuro: niños hutus y tutsis que se querían y protegían unos a otros. Nos instalamos en casa de unos cooperantes alemanes que habían huido. Si en la zona de los Grandes Lagos nos ayudamos todos, no tendremos que ir detrás del dinero de los belgas. Hay que darse cuenta de que el amor es muy creativo.

¿Y cómo pasó de 32 niños a 10.000?
Empezaron a llegar huérfanos, niños soldado y niños mutilados que nadie quería. En las 40 hectáreas que heredé de mi familia construí casitas para ellos. Yo no tengo orfanatos, tengo hogares y ellos son mis hijos. Los envío a estudiar al extranjero y luego vuelven y me ayudan. Son médicos, psicólogos, abogados, economistas...

¿Cómo los alimentaba?
Periodistas alemanes y belgas comenzaron a hacer reportajes sobre la loca de Burundi, que es como me llaman en mi país, y los europeos que había conocido de la universidad me enviaron dinero. Luego vino el dinero de los premios y la cooperación.

¿No volvió a sentirse amenazada?
Me amenazan todos los días porque hago declaraciones que molestan mucho. Hasta la Iglesia me considera non grata porque les pregunto: «¿Cómo pueden dejar morir a la gente? Ustedes deberían dar su vida por ellos, su silencio es cómplice». Es un milagro que aún esté viva. Le contaré una bonita historia.

Bien.
Uno de los hombres que vino a matarme es hoy mi chófer. Mientras él me apuntaba con la pistola le dije: «Eres demasiado guapo para ser un criminal. Ven y yo te enseño otro oficio que no sea el de matar, porque los que te han enviado tienen a sus hijos estudiando en Nueva York». Fue mi primer alumno del taller mecánico que creé para que los niños soldado aprendieran un oficio.

No entiendo por qué no la mataron.
Es un milagro. En otra ocasión detuvieron el autobús en el que viajaba. Nos tumbaron en el suelo y comenzaron a matarnos uno a uno. Cuando llegaron a mí, les dije: «He olvidado hacer testamento, acompáñenme y así le daré el dinero a alguien».

La acompañaron, claro.
Sí, y aproveché para preguntar a aquellos cuatro jóvenes por qué se habían convertido en asesinos. En casa les di de comer y les pedí que me permitieran despedirme de mis hijos. Cuando vieron aquel enjambre de niños felices decidieron quedarse con nosotros. Nada resiste al amor, creo que ese es el secreto.

Parece un cuento de hadas.
Cuando me encuentro con alguien no puedo evitar verlo como mi hermano, no puedo evitar querer a los demás. Cuando enterré a aquellas 72 personas no me quedé amarga. Yo amo la vida. Me levanto por la mañana y canto porque pienso que estos pocos días que tengo para vivir los tengo que vivir de pie. Estar alegre es un regalo para los otros.

La alegría es contagiosa.
Tengo la vocación de hacer feliz a los otros y eso es lo que me mantiene. ¿Por qué sigo viva? Porque cuando uno ama la vida, la vida también le ama.

Dicen que robó las cortinas del obispado.
Los niños llegan desnudos, y cuando he pedido que me envíen ropa nadie me ha hecho caso, así que descolgué las cortinas y les hice bonitos vestidos, sí.

... Y que con las banderas de Unicef hizo calzoncillos.
Yo les pedí ropa y ellos se atrevieron a mandarme banderitas porque la foto de 10.000 niños agitándolas era publicidad. Pero la mejor publicidad es que los niños no pasen hambre ni frío. En el mundo necesitamos locos que se atrevan a decir la verdad.

Usted lleva a los niños a ver a los asesinos de sus padres.
Si no se reconcilian con su propia historia y miran de frente la causa de sus desgracias, la ira crecerá con ellos. El perdón es el gran legado del cristianismo en un mundo que no sabe perdonar.


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