En un remoto lugar existió una vez un hombre tan pobre que no tenía otro bien más que el tiempo que se le había concedido para vivir.
Entonces decidió construir una casa que pudiera darle un cobijo y que cuando él muriera pudiera servir para que otra persona tan pobre como él también encontrará cobijo.
Pero como no tenia nada, comenzó a recoger todo lo que se iba encontrando abandonado para, con esos materiales pobres, construir su obra: piedras, maderas, latas, cristales ... cosas a las que nadie le encontraba ninguna utilidad. Y así, sin prisa pero sin pausa, se puso a construir la obra, su obra, la que daría sentido a su existencia.
Después de muchos años de duro trabajo, un buen día, por fin, consiguió rematar su obra. Pero cuando coloco la última pieza, cayó desvanecido ... y murió.
Muchos años más tarde, otra persona acertó a por pasar por una zona del bosque donde se alzaba todavía la casa que aquel hombre construyó con sus manos y con piezas de muy diversos materiales que había recopilado a lo largo de toda su vida. Y al contemplar su extraño aspecto, se quedó mirándola fijamente, cautivado por las extrañas sensaciones que aquella construcción parecía emitir.
Aquel lugar era la imagen de una vida construida pieza a pieza, paso a paso, golpe a golpe, un lugar que acumulaba la experiencia de toda una existencia, pero no de una vida malgastada y perdida, sino de un tiempo aprovechado para hacer algo útil .
Sentado ante aquella extraña construcción, el viajero pensó que la vida de cada uno de nosotros es como aquella casa, algo que cada uno construye con pedazos de todo lo vivido. Porque no hay otra razón para existir que construir algo útil con todo lo que nos vamos encontrando y lo que nos va sucediendo a la largo de nuestro caminar por la vida, algo que nos sirva para saber en qué hemos gastado el tiempo que se nos regaló para vivir.
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