No por
esconder la cabeza debajo de la tierra, cual avestruz, los problemas con la
pareja se desvanecerán con el tiempo; es más, puede que se enquisten. Evitar las
peleas no es sabio; ceder siempre o, al contrario, imponer siempre nuestro
criterio, tampoco. ¿Qué hacer entonces?
Es importante
el sentido del humor, reírse es bueno; pero la ironía y el sarcasmo pueden ser malinterpretadas y resultar
hirientes
Hay quienes
creen que los conflictos en la pareja son perjudiciales y que hay que evitarlos
a toda costa; y algunos, que si se ignoran desaparecerán con el tiempo. Es así
cómo unos y otros los aplazan o los rehúyen. Algunos evitan las conversaciones
difíciles y otros ceden ante las demandas del otro para evitar las discusiones.
A corto
plazo parecería una solución pero, actuando así, lo único que se consigue es el
distanciamiento emocional y engrosar la lista negra de agravios y desencuentros.
Suelen ser discrepancias por una cuestión de percepciones, necesidades,
intereses y expectativas: ya sea en las funciones o en el papel que desempeña
cada uno, o bien por el manejo del dinero, de los asuntos domésticos. La lista
de razones para chocar con la pareja es inacabable: las relaciones con
familiares y amigos, la crianza de los hijos, las diferencias de valores y
filosofía de vida, el empleo del tiempo de ocio, las metas personales y las
conjuntas, en lo que se espera de la relación, y en un largo etcétera.
¿Por qué se evitan? ¿Por no enfadar o herir a la pareja? ¿Por
miedo a que se deteriore o termine la relación?¿Porque sus padres se peleaban
mucho? ¿Porque en casa no se discutían los problemas? ¿Porque la pareja los
saca de proporción y prefiere tener la fiesta en paz?
Algunos no saben o no aceptan que el conflicto es normal e incluso
necesario;
creen que es negativo per se y llegan a grandes extremos con tal de evitarlo.
Si bien es cierto, que no es grato experimentar sentimientos de malestar o
dolor, poner en evidencia la propia fragilidad o ser recriminado por la pareja,
también es verdad que los problemas van creciendo, se van acumulando y dan pie
a que aparezcan otros nuevos. La ausencia de discusiones o peleas no es señal de falta
de conflictos y, por el contrario, en muchos casos es prueba de que
los problemas no están siendo atendidos y de que hay falta de comunicación,
conformismo, negación, en ocasiones simple comodidad… Con frecuencia se usan
los hijos para centrar la atención en ellos, desviándola de los propios;
algunos utilizan excusas para no tener sexo, otros usan el sexo como prueba de
que se aman sin darse cuenta de que es lo único que les queda.
¿Por
qué se niegan?
Al inicio de
la sesión, Montse, de 53 años, dice: “Mi pareja es fantástica, es buena nos llevamos tan bien…”, al
preguntarle si se sentía valorada, respetada, realizada, respondió que no se
sentía feliz; y al preguntarle por qué, hubo un largo silencio y expresó
llorando su frustración por los problemas que había, sin resolver, en su
relación. La realidad salió a flote, la procesión iba por dentro. La negación
es una mentira autoimpuesta que impide superar los problemas. La
persona sufre tensiones y no las reconoce ni las enfrenta para solucionarlas.
Puede quejarse pero no hace nada y en ocasiones espera a que su pareja sea la
que cambie. Es una renuncia tácita a la solución y supone la perpetuación de la
crisis. Se pueden negar de manera consciente, cuando lo que se busca es guardar
las apariencias o se tiene miedo a la ruptura, a la soledad. En otros casos es un mecanismo
de defensa que impide ver las cosas como son, se edulcora la realidad, con la
esperanza de que los problemas desaparezcan por sí solos. Evidencia
inseguridad, falta de asertividad y conlleva pérdida de la autoestima y del
respeto por parte de los demás.
¿Cómo
se encaran?
El marido
llega últimamente a altas horas de la madrugada y un día su excesivamente
condescendiente mujer estalla, acusándolo de tener una historia. Él trata de
explicarse, pero cuanto más lo intenta, más grita ella. El marido sube el tono
de voz y la competición de gritos va en aumento. Es la respuesta de agresión o
lucha, que, como una olla de presión, permite liberar tensiones pero que por el
carácter agrio de las discusiones, del lenguaje verbal y no verbal que las
acompaña, suele
infringir heridas difíciles de curar y conducir a cuadros de ansiedad e
hipertensión.
“Hace dos años visité a mi hermano en Burgos. Un día, volviendo
de un paseo por la ciudad, estábamos charlando en el salón y mi cuñada llegó y
empezó a interrogarlo en plan Inquisición: ¿dónde has estado?, ¿con quién
ibas?... Mi hermano escuchaba pacientemente. Cuando estuvimos a solas le pregunté
por qué callaba y permitía lo que me pareció un abuso verbal, y me explicó que
si contestaba y explicaba su versión, provocaría una larga y acalorada
discusión”,
relata Aurora, de 48 años. La reacción opuesta es la huida o conducta
pasivo-agresiva, que evita enfrentamientos pero acumula pensamientos y
sentimientos negativos causando migrañas, úlceras, depresión y, sobre todo, supone la
ausencia de interacción cuando se necesita hablar de problemas perennes.
Unos, en lugar
de decir “no me apetece hacerlo”,
sonríen y hacen ver que están de acuerdo. Otros recurren a la postergación: “Sí, ya lo haré, enseguida”, intentando
calmar momentáneamente al compañero pero sin realizar acción alguna, lo
que lo irrita aún más. Algunos olvidan, “lo siento,
olvidé que habíamos quedado con tus padres este fin de semana”, que
puede significar, “¡organicé esta historia a propósito para evitar la reunión familiar! Otros
limpian, trabajan en el jardín, reparan cosas, procuran estar siempre
acompañados por familia y amigos o utilizan el silencio. Son todos comportamientos que pretenden
castigar a la pareja sin explicar el motivo del castigo a la espera de que el
cónyuge lo entienda. Se envían señales contradictorias. En lugar de
decir “no
quiero ir a pescar para nuestro aniversario este año” dicen “creo que hará
mucho frío y podríamos ir a la ópera y a cenar”. Es un tipo de
comunicación que confunde y causa enfado y descontento. Algunos hacen de las
crisis sin resolver un estado o condición de vida; tienen periodos de bonanza
pero vuelven periódicamente a la frustración. Cada persona elige la estrategia de defensa
emocional dependiendo de su personalidad y de sus experiencias anteriores.
No
es justo evitarlos.
Otro
testimonio, Saúl, de 45 años: “Mi padres parecían estar de acuerdo en todo, no
discutían. Sólo recuerdo un serio desacuerdo entre ellos un par de veces a lo
largo de los años que viví a su lado. Aparentemente éramos una familia modelo.
Pero, como todas, esta moneda tiene dos caras. Llegué a la adolescencia y a la edad adulta temiendo al conflicto, no
tenía las claves para afrontarlo ni la fuerza para resolverlo. Huía de él.
Me casé con
Mireia, que no estaba en absoluto afectada por esa especie de fobia a los
conflictos que yo sufría. Durante los primeros años de nuestra relación yo
trataba de evitar las peleas; odiaba las emociones propias del conflicto y no
sabia qué hacer cuando ella planteaba asuntos o situaciones que me costaba
manejar. Perdí mucho tiempo evadiendo los problemas, dejándolos debajo de la
alfombra, pensando que era lo mejor para ella y para nuestra relación.
Empezamos a tener problemas, cada vez más frecuentes, intensos y difíciles de
resolver. No dejaba a mi mujer tener emociones negativas. Le decía tácitamente:
‘Si tienes problemas con nuestra relación, no me lo digas, es asunto tuyo.
Resuélvelo y dímelo con una sonrisa. No
me expliques tu preocupación o tu dolor. No quiero saber que te estás alejando
de mi vida por mi incapacidad de afrontar la realidad” (es lo
que escribí y enseñé a mi terapeuta). Tenía que hacer algo. Estaba destrozando nuestro
matrimonio. Finalmente, me di cuenta de
que no era justo evitar el enfrentamiento. Había sido egoísta y arrogante al
pensar que teníamos que actuar a mi manera. Durante años le había negado su
derecho a ser escuchada. Con ayuda de la terapia, empecé a entender que un
conflicto bien gestionado fortalece la relación. Descubrí que también me había
engañado a mí mismo; no me había
permitido expresar las emociones a las que tanto temía. No fue un camino
corto ni exento de baches pero conseguí recorrerlo aprendiendo”,
explica Saúl. No es justo para sí mismo ni para la pareja, callar y esperar a
que él o ella se dé cuenta de que las cosas no funcionan o esperar a que pase
el tiempo a la espera de que se solucionen por sí mismas o a que pase lo que
tenga que pasar.
¿Se
sale del círculo del conformismo y la negación?
Ciertamente es
posible; será preciso revisar nuestro comportamiento e identificar el momento
en que dejamos de ser empáticos y de ver realmente los sentimientos y
necesidades de la pareja y lo que se oculta tras su comportamiento
en apariencia pasivo o injusto. La pregunta no es si las parejas tienen
conflictos o no, porque el conflicto es intrínseco a las relaciones.
Son inevitables, dadas las diferencias individuales, por lo que pretender tener
una relación libre de conflictos es cuanto menos ilusorio. El quid de la
cuestión es averiguar cuáles son las estrategias de afrontamiento que
utilizamos y la forma en que los
gestionamos. Aprender que resulta más problemático evitarlos que
enfrentarlos. Que es legítimo enfadarse el uno con el otro. Que mientras puede
ser sensato evitar un conflicto con un vecino al que escasamente conocemos, es importante
creer en la pareja y en sí mismo para disentir con asertividad. Que
no existe la receta mágica para una vida sin sobresaltos emocionales, pero sí
la necesidad de establecer un contrato tácito mediante el cual nos
comprometemos a escuchar lo que el otro necesita y a transmitirle lo que nos
inquieta en los diferentes aspectos de la vida en pareja.
Es fácil de
decir y no tan sencillo de llevar a cabo, pero la buena noticia es que las
habilidades para resolver conflictos se aprenden. Se necesita práctica y valor
para afrontar aquello que se ha estado evitando durante tanto tiempo. Es el trabajo
diario de fortalecer la pareja, a través del diálogo, la sinceridad, la
generosidad, la humildad. Y, sobre todo, de dejar ser al otro y ser nosotros
mismos.
Para
ser justo
Es importante
el sentido
del humor, reírse es bueno; pero la ironía y el sarcasmo pueden ser malinterpretadas y resultar
hirientes.
Usar frases “yo” en lugar de frases “tú”.
Escuchar con atención, atender al lenguaje no verbal
y establecer contacto visual.
El desacuerdo es de dos. No implicar
a terceros (padres, hijos, amigos)
Centrarse en el problema actual.
Estar abierto
para disculparse y disculpar.
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