Los españoles
necesitamos desarrollar la inteligencia emocional para ser más creativos y para
entendernos mejor unos a otros
El profesor Howard Gardner, uno de los 100
intelectuales más influyentes del mundo y premio Príncipe de Asturias, se hizo
en los años setenta una pregunta sencilla: ¿podemos imaginarnos que cuando Cervantes escribía o
cuando Velázquez pintaba, sus cerebros estaban haciendo las mismas operaciones
que un astrofísico o un matemático cuando trabajan? Nos enseñó que
la inteligencia es un potencial biopsicológico y que además es plural. Cada persona
posee, además de la inteligencia cognitiva, otros tipos de inteligencias
que nos ayudan en aspectos tan necesarios como la generación de nuevas ideas y
la capacidad de crear, la posibilidad de llegar a acuerdos, o lograr la
confianza en uno mismo y en los demás. Son las que conocemos, entre otras, como
inteligencia
emocional, inteligencia social e inteligencia creativa.
Se empezó a
hablar de ellas en 1995, cuando Daniel
Goleman publicó un libro de gran éxito titulado Inteligencia emocional. Cinco años antes, dos
profesores estadounidenses, Peter
Salovey y John Mayer, habían publicado el primer artículo sobre la
cuestión. ¿Pero
qué quiere decir inteligencia emocional (IE)? Desde siempre hemos
sido conscientes de que la razón y las emociones de las personas no son dos
dimensiones separadas e independientes. La investigación en neurociencia que se
ha realizado en los últimos 20 años ha corroborado esa intuición y ha
demostrado que educar
la razón pasa por educar las emociones, y que una relación inteligente entre ambas
es decisiva para afrontar la vida profesional y personal.
Una inteligencia
que es decisiva, sobre todo, para desarrollar algunas de las actitudes,
capacidades y habilidades que los españoles necesitamos en estos momentos tan
cruciales de nuestra historia. La gestión adecuada de nuestras emociones nos
permite ser
más creativos e innovadores, siendo capaces de superar el miedo a la crítica o al fracaso;
o en nuestra capacidad de crear confianza, o de ponernos en el lugar del otro
para entenderle mejor y descubrir qué nos une a él más allá de las diferencias;
o para solucionar
los conflictos sin violencia y de forma constructiva; o para aprovechar la
fuerza que tienen emociones como la frustración.
Lo importante
es que no solo sabemos que este tipo de inteligencia existe, y que es
fundamental para ser feliz y tener éxito; también sabemos que se puede cultivar, desarrollar y medir,
y sabemos cómo hacerlo. Se cultiva cuando se favorece una apropiada
percepción, expresión y comprensión de las emociones propias y de los demás.
Cuando se desarrolla la capacidad de regularlas y utilizarlas para pensar
mejor, para relacionarnos con sabiduría con el entorno.
Sabemos que
existe, sabemos que la necesitamos más que nunca y sabemos cómo desarrollarla,
así que tenemos la oportunidad de enfrentar todos los retos formativos y
educativos que cada uno de nosotros tenga por delante de una forma nueva, más
inteligente. Pensando
en una formación que incluya los aspectos cognitivos, pero también los
emocionales, sociales y creativos. Sabiendo que, para nuestro
futuro, incluso más importante que lo que sabemos es cómo usamos nuestras
emociones para buscar y encontrar soluciones y nuevas formas de afrontar los
retos.
La investigación
más reciente ha constatado que una mayor IE facilita un mejor rendimiento académico, mejora las
relaciones sociales, contribuye a evitar las conductas disruptivas
y mejora el
ajuste psicológico.
Los
científicos sociales de diferentes países han demostrado que estas
inteligencias se pueden desarrollar. En nuestro país también se están
desarrollando y además se están midiendo los resultados. Es el caso del Programa Educación Responsable que la
Fundación Botín ha puesto en marcha en más de 100 centros en España, cuya
evaluación está permitiendo confirmar, entre otras variables que inciden en el
rendimiento académico, que se reducen en más de un 13% los niveles de ansiedad
y mejora en más de un 5% la claridad y la comprensión de los niños y niñas de
los centros que están trabajando en este sentido.
O, el caso
también, en Andalucía, del Laboratorio de
Emociones de la Universidad de Málaga, donde se desarrolla desde el año
2004 el proyecto INTEMO, que ha evaluado los efectos de un programa de
educación emocional en miles de adolescentes. Los chicos y chicas con más IE
consumen menos drogas legales e ilegales, presentan menos conductas agresivas y
violentas y son más empáticos. Tienen además una mejor salud mental.
La educación de las emociones no es un lujo. Es una necesidad
imperiosa que tenemos que afrontar desde las primeras etapas del sistema
educativo.
Si hacemos ahora esa apuesta en nuestro país, habrá más posibilidades de que
los ciudadanos sean personas sanas y equilibradas, menos agresivas y más
solidarias, con iniciativa, creatividad y liderazgo. En definitiva, necesitamos una
escuela más abierta que potencie la inteligencia emocional, social y creativa
con el humilde, y a la vez tan humano, propósito de aprender a convivir y ser
felices.
Este es, sin
duda, el tipo de inteligencia que necesitamos desarrollar los españoles. Para
ser más creativos, para entendernos mejor unos a otros, para generar confianza
y para atrevernos a buscar nuevas formas de hacer las cosas.
Pablo
Fernández-Berrocal es catedrático de Psicología de la Universidad de Málaga.
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