Nasrudin apareció en la corte con un magnífico turbante, pidiendo dinero para caridad.
- Has venido a pedirme dinero y, sin embargo, estás usando un adorno muy caro en tu cabeza. ¿Cuánto te costó esta pieza extraordinaria? – preguntó el soberano.
- Quinientas monedas de oro – respondió el sabio sufí.
El ministro susurró:
- Es mentira. Ningún turbante cuesta esta fortuna.
Nasrudin insistió:
No vine aquí solo para pedir, vine también para hacer negocio. Pagué tanto dinero por el turbante porque sabía que en el mundo entero, solo un soberano sería capaz de comprarlo por seiscientas monedas, para que yo pudiese dar esa ganancia a los pobres.
El sultán, lisonjeado, pagó lo que Nasrudín le pedía. Al salir, el sabio comentó al ministro:
Tú puedes conocer muy bien el valor de un turbante, pero soy yo quien conoce hasta donde la vanidad puede llevar a un hombre.
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