Georgina Miret |
A mucha gente le resulta
misión imposible enfrentarse a una tarea tediosa. Otros, en cambio, aunque
sientan pereza, logran motivarse y ponerse manos a la obra. Ahora la
neurociencia ha hallado respuestas en el cerebro que explicarían el porqué de
esa actitud distinta ante el esfuerzo
Seguramente, la siguiente situación
les resulte familiar. Tienen que acabar de preparar un informe. O un
presupuesto. O corregir exámenes. O una traducción. Se sientan frente al
ordenador. Pero no pueden concentrarse. Les da tremenda pereza hacer aquello
que tienen que hacer. Su mente comienza a divagar. Recuerdan la cena de ayer.
Piensan en lo que tienen que hacer esta semana. Se despistan con el paso de una
mosca o de un mensaje que les llega al móvil.
Hacen acopio de fuerzas y consiguen
focalizar su atención durante unos minutos. Pero dura eso, minutos. Entonces
abren el correo electrónico, miran los titulares de La Vanguardia, revisan el
Twitter, hasta que el reloj les advierte que ya llevan una hora perdiendo el
tiempo y que la fecha de entrega es mañana. Eso les hace sentir culpables; una
vocecilla interior les recuerda que tienen que cumplir con sus obligaciones y,
muy a su pesar, vuelven a la tarea que deberían estar haciendo. Y consiguen,
afortunadamente y con mucho esfuerzo, acabarla.
Muchos días nos vemos en esa tesitura que nos emplaza a elegir
entre aquello que queremos hacer y aquello que se supone que debemos hacer. Como
si estuviéramos en una montaña rusa en la que vamos pasando por zonas de
motivación y de tedio, de holgazanería y de perseverancia. “Saber, ¡claro que sabemos lo que tenemos
que hacer!, pero nos resulta mucho más fácil hacer lo que nos apetece”,
afirma el psicólogo cognitivo Gary
Marcus, investigador de la Universidad de Nueva York, en una entrevista por
videoconferencia.
Y sin embargo, aunque es algo que nos
ocurre a todos en algún momento, no todo el mundo reacciona igual frente a una
tarea. Mientras que a algunas personas les resulta sencillo ponerse a trabajar,
a pesar de que aquello que deban hacer sea pesado, a otras, en cambio, aunque
tengan por delante un trabajo atractivo y gratificante, les cuesta horrores
activarse. ¿Y eso por qué? ¿Hay alguna
razón que nos haga más, digámoslo así, perezosos o diligentes? Pues resulta
que sí. Y la respuesta se halla en nuestro cerebro y, en concreto, en un
neurotransmisor, la dopamina. Puede que les suene el nombre. Tradicionalmente
se la ha relacionado con el placer. Se solía decir que era la encargada de
poner en marcha nuestro circuito de recompensas. Sin embargo, era un error. Investigaciones
recientes, algunas con sello español, han descubierto que del placer se
encargan otras sustancias, como la serotonina. Y que la dopamina es la encargada de darnos el
empujoncito que necesitamos para entrar en acción.
El
delicado equilibrio entre coste y beneficio . Una nueva
investigación, publicada recientemente en el Journal of Neurosciences, ha
arrojado algo de luz a qué ocurre en nuestro cerebro cuando nos debatimos entre
obligación e indulgencia. Al frente está Michael
Treadway, un psiquiatra investigador de la Harvard Medical School (EE.UU.),
que hace unos años comenzó a preguntarse cuáles eran los procesos que ocurrían
en el cerebro que nos hacía decantarnos por el esfuerzo o por la distracción.
Este neurocientífico trataba a pacientes que padecían depresión y estos le
contaban que sentían verdaderas dificultades para sentirse motivados por las
cosas, incluso si éstas eran sus aficiones o actividades que les gustaban. Todo
les resultaba un enorme –e insuperable– esfuerzo, le aseguraban.
Buscando documentación sobre el tema
que le permitiera tener alguna pista sobre aquello que le sucedía a sus
pacientes, Treadway dio con el trabajo de una valenciana, Mercè Correa, directora del Laboratorio de Neurobiología de la
Motivación de la Universidad Jaume I (UJI), de Castellón, y de su colega de la
Universidad de Connecticut, el investigador John D. Salomone. Ambos llevaban tiempo investigando en modelos
animales el papel que tenía la dopamina en la motivación. Y ya habían hecho
descubrimientos significativos.
“Todos sabemos que hay gente que es más perezosa que otra. El
origen de esas diferencias en el cerebro era un misterio y era lo que
pretendíamos averiguar". Salomone y Correa estaban observando
el mismo fenómeno en modelos animales, cuando la función de la dopamina se
interrumpía. “Eso
me llevó a preguntarme si tal vez ese neurotransmisor tendría un papel
importante en los síntomas de falta de motivación en enfermedades como la
depresión”, explica Treadway en conversación vía Skype.
Este psicólogo americano realizó un
experimento con 25 voluntarios sanos, de edades comprendidas entre los 18 y los
29 años, a los que les propuso realizar unas acciones a cambio de una
recompensa económica. Cuando era algo muy fácil, les reportaba un dólar (unos
70 céntimos) y cuando era algo más difícil, 4 (casi 3 euros). En cada ocasión,
los psicólogos que conducían el experimento les decían si tenían una
probabilidad alta, media o baja de obtener una recompensa.
Cada tarea, que consistía en apretar
unos botones, duraba unos 30 segundos y debían repetirlas una y otra vez
durante 20 minutos. Mientras, se iban tomando imágenes de la actividad de sus
cerebros mediante una tecnología llamada PET (tomografía de emisión de
positrones), que les permitía medir la actividad de la dopamina por todo el
córtex cerebral. De esta manera, el equipo de investigadores –cuando se realizó
el experimento, Treadway estaba en la universidad estadounidense de Vanderbilt–
pudieron hallar correlaciones entre la actividad dopaminérgica y la voluntad de
los participantes para completar las acciones menos placenteras. Así, vieron
que los estudiantes que tenían más cantidad de dopamina en el estriado
izquierdo (relacionado con el movimiento corporal) y en el córtex prefrontal
ventromedial (implicado en la toma de decisiones) tenían más tendencia a
trabajar más a cambio de grandes recompensas e incluso cuando la posibilidad de
ganar dinero era muy baja, conseguían mantenerse motivados y seguir
participando.
En cambio, vieron que en aquellas
personas que se daban antes por vencidas, con menos tendencia al esfuerzo,
había más dopamina en la ínsula interior, una zona cuya función exacta no está
muy clara pero que al menos en este caso parece que responde a los costes o al
dolor de tener que sufrir en una tarea desagradable. Una ínsula más excitada,
al parecer, nos hace más vagos.
“Puede que esta zona [la ínsula] detecte la posibilidad de
aburrimiento o las palpitaciones en el dedo dolorido después de tanto pulsar. O
quién sabe, el dolor existencial de tener que hacer algo que realmente no
queremos hacer. De nuestro experimento lo que se desprende es que cuanta más
actividad dopaminérgica se produce en la ínsula, antes dejamos de esforzarnos”,
explica Treadway.
Evaluando
los pros y contras Los resultados de este estudio se suman a otros
anteriores relacionados con cómo el cerebro analiza y evalúa el coste-beneficio
de una acción. De manera inconsciente, nuestro órgano rey está continuamente
mesurando aquello que debemos hacer y si vale la pena en función de la
recompensa final. Y son esos cálculos los que al final acaban determinando si
acaban, por ejemplo, de leer este reportaje o si, por el contrario, deciden
consultar sus notificaciones de Facebook.
A menudo, aquellas cosas que debemos
hacer requieren un esfuerzo considerable. ¿Han comenzado a estudiar un idioma
nuevo o un instrumento, como la guitarra, de adultos? Ambas acciones requieren
una infinidad de horas de inversión y no hay atajos que valgan. “Las tareas para
las que debemos esforzarnos mucho necesitan de altas dosis de dopamina en el
cerebro”, asegura Mercè Correa, investigadora de la UJI. Este
neurotransmisor es el encargado de potenciar la fuerza de voluntad y resulta
esencial para la motivación psicológica pero también para empujarnos a movernos
físicamente. Es el elemento que, al final, inclina la balanza hacia “dejo las
clases” o “voy a estudiar más, a ver si para en la próxima clase ya
puedo tocar esta canción”.
“La futura previsión de las consecuencias es lo que desencadena
la liberación de dopamina –explica Carles Escera, al frente del grupo de investigación en neurociencia
cognitiva del Instituto de investigación del cerebro, cognición y conducta
(IR3C) de la Universitat de Barcelona–. Y para ello, evalúas en función de la experiencia pasada.
A lo largo de la vida vas aprendiendo qué te gusta y qué no, qué cosas son
aquellas por las que vale la pena esforzarse. Y eso se va almacenando en nuestro aprendizaje y va orientando nuestra
conducta”.
De hecho, tenemos un cerebro que ya
viene de serie preparado para el esfuerzo. Estamos programados para dedicar
recursos y llevar a cabo tareas que no nos apetecen pero que, seguramente, sean
de vital importancia. Y evolutivamente, al parecer, tiene lógica que sea sí. “Esas cosas que
no tenemos ganas de hacer suelen ser necesarias para la supervivencia. Por
ejemplo, nuestros ancestros necesitaban conseguir comidas ricas en calorías,
como la carne, que les aseguraba sobrevivir durante un tiempo. Pero conseguir
esa carne requería un enorme esfuerzo: recorrer largas distancias, cazar. La dopamina está ahí para ayudarnos y
empujarnos a hacer aquello que resulta valioso para la supervivencia –explica Correa, de la UJI–. En nuestra
sociedad hoy en día, quien persevera más es más probable que encuentre,
pongamos por caso, un puesto de trabajo. No es que le resulte más fácil, sino
que cuanto más perseverancia, más aumentas las probabilidades de conseguir un
reforzador, en este caso, el trabajo”.
Aprendiendo
disciplina.
Parece, pues, que el hecho de que seamos más proactivos o, en cambio, más
remolones tiene que ver con un cerebro que libera más o menos dopamina.
Entonces, ¿podemos
culpar a las neuronas de nuestra indulgencia? Ni mucho menos. “Los niveles de
dopamina en determinadas regiones del cerebro son una explicación, no una
excusa”, opina el neurocientífico Carles Escera, de la UB. Es cierto que existe cierta predisposición
genética: personas que nacen con menos dopamina y puede que eso explique por
qué tienen una actitud más relajada en la vida. Pero el cerebro está en interacción con el medio
y eso afecta a nuestra biología. Y podemos buscar diferentes
estrategias para modular la manera de hacer de nuestro cerebro. “No es válido el determinismo de que nacemos así y así
nos quedamos”, sentencia Escera. “La motivación está determinada por el
cerebro pero es importante recordar que el cerebro está siempre cambiando. La
dopamina juega un papel en el proceso: puede estimular cambios en el circuito
responsable de codificar costes y beneficios y siempre se necesita cuando se
quiere iniciar una acción. Pero no podemos decir que una cantidad concreta de
dopamina produce una cantidad determinada de motivación en una persona. Porque
eso cambia en función de la situación”, insiste Treadway. Existen
formas de combatir la pereza. Para empezar, buscando nuestros propios estímulos
que hagan decantar la balanza de costes-beneficios hacia los beneficios: desde
la satisfacción de un trabajo bien hecho hasta los elogios del jefe o, también,
evitar una bronca. “La dopamina nos aproxima a recompensas que nos gustan,
pero también nos aleja de aquello que nos desagrada, nos ayuda a evitar el
castigo o a enfrentarnos con nuestro superior si no hacemos nuestro trabajo.
Actúa pues en los dos sentidos, poniéndonos
en marcha para evitar consecuencias negativas o para acercarnos a aquello que
nos gusta”, explica Mercè Correa.
Hay personas que tienen multitud de
estímulos, desde la familia y los amigos, hasta el orgullo propio de hacer algo
bien; y otras, en cambio, muy pocos. El caso extremo es el de los adictos a las
drogas que reducen todos los estímulos que les proporcionan motivación a uno
solo, la droga. Para conseguirla son capaces de todos los esfuerzos que hagan
falta. Y como
tenemos un cerebro plástico, capaz de cambiar para ir adaptándose a la realidad
cambiante, podemos enseñarlo a modular ese sistema de coste-beneficio, y de
esta manera vencer la pereza y esforzarnos más.
Mercè Correa acaba de comenzar una
nueva línea de investigación en este sentido: con modelos animales, estudia si
entrenando a los roedores desde que nacen en una actividad voluntaria, eso hace
que de adultos estén motivados a realizar esfuerzos para conseguir otras
tareas. “Queremos
ver si podemos potenciar el sistema dopaminérgico, entrenarlo”,
dice.
Nosotros, por nuestra parte, podemos empezar
a entrenar nuestra fuerza de voluntad ya. Para adquirir disciplina,
sobre todo en aquellas cosas que no nos gustan hacer. Eso no quiere decir que
nos sintamos motivados, pero al menos seremos capaces de acabar haciendo el
trabajo. Carles Escera, investigador de la UB, aconseja que cuando tengamos
algo que nos resulte tremendamente pesado de hacer le asignemos a esa tarea una
hora al día. O si eso nos parece mucho, podemos comenzar con 20 minutos. Durante ese
tiempo, no hay excusas que valgan. Por ejemplo, si se trata de
estudiar, durante esos 20 minutos hay que apagar el móvil, el ordenador, la
música. Y sólo estudiar. Metas cortas.
Hay que ir repitiendo esa operación de
forma sistemática cada día. El cerebro es moldeable y todos esos cambios
comportamentales que nos imponemos, acabarán teniendo una consecuencia en la
forma en que trabaja: acabará aprendiendo que tiene que esforzarse y vencerá
esa gandulería inicial. “Si te autoimpones disciplina, el cerebro acabará
asimilando que esa autodisciplina es reforzante en sí misma y funcionará como
estímulo”, señala el doctor Escera. Así es que ya saben, tal vez, si
han conseguido acabar de leer este reportaje puede que sea porque durante unas
horas quien escribe ha conseguido ganarle la partida a la indulgencia. Y en su
cerebro, a su vez, durante unos minutos al menos se ha impuesto su fuerza de
voluntad. Quizás, quien sabe, este artículo les haya resultado un buen estímulo
para hacerse con la batalla.
LA
PROCRASTINACIÓN
¡La de veces que llegamos a postergar
hasta el último minuto aquello que debemos hacer! Somos procastinadores natos,
palabreja que señala a los que se pasan la vida aplazando, a veces hasta que ya
es demasiado tarde, el trabajo. Beethoven
tardó nada menos que cuatro años en acabar la quinta sinfonía. Y se conocen
muchos casos en la historia de procastinadores famosos como Abraham Lincoln, Bill Clinton (según
cuenta Al Gore) e incluso Albert
Einstein. “La
tendencia a postergar es el fallo de autorregulación por excelencia. Su esencia
es la manera en que aplazamos el avance en nuestros objetivos más importantes”,
cuenta el psicólogo de la Universidad de Nueva York Gary Marcus. Se calcula que entre un 15% y un 20% de la población
se ve crónicamente afectada. Y paradójicamente, aunque a todo el mundo le
preocupa eso de postergar –quizás porque a menudo va asociado a consecuencias
nada positivas–, al final un día u otro todos acabamos incurriendo en ello.
Con frecuencia, cuando procastinamos,
nos dedicamos a cosas innecesarias. En lugar de acabar el artículo, ponemos una
lavadora, enviamos un mail a un colega o, simplemente, leemos el diario. En
general, cuando dejamos para más tarde algo es o bien porque lo que tenemos que
hacer no nos divierte o no tenemos que tenerlo listo en ese preciso instante.
Pero, ¿por qué pasa eso?
“Pues porque la
evolución nos ha dotado de inteligencia suficiente para fijarnos metas, pero no
de la voluntad para llevarlas a cabo”, explica
Marcus. Y aunque no lo crean, lo de distraernos y perder el tiempo existe
incluso antes de la llegada de Internet y los dispositivos móviles. Ya el poeta
griego Hesiodo, en el 800 a.C.
advertía que era mejor no dejar para mañana aquello que pudieras hacer hoy.
Como el refranero popular. La neurociencia también ha estudiado este proceso,
que sólo se parece a la pereza. Así pues, en diversos estudios se ha visto que
los procastinadores suelen padecer niveles más altos de estrés y más bajos de
bienestar. Y que estas personas sufren un fallo complicado de autorregulación.
“Puede que sientan que no vale la pena completar una tarea.
Aunque esta explicación sólo arroja luz sobre algunos tipos de procastinación.
Otras teorías dicen que se debe a una respuesta de ansiedad porque tienen miedo
de no hacerlo bien”, opina Michael
Treadway.
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