“El hombre cauto jamás deplora el mal
presente; emplea el presente en prevenir las aflicciones futuras”, William Shakespeare
La
prudencia es una dama observadora, educada y discreta. Maestra en el
arte de escuchar, habla con recato y escoge cuidadosamente cada palabra que
escapa de sus labios. Jamás levanta la voz. Camina siempre de la mano de la
precaución, y no se lanza a la acción sin tener un plan bien atado y meditado.
Su religión es la moderación, y la practica con tanta devoción como reflexión.
A menudo pasa desapercibida, y hay quien confunde su delicadeza con fragilidad.
Pero nada más lejos de la realidad. Su fortaleza es una constante capaz de
transformar los conflictos más destructivos en sana armonía. En una sociedad
que vive al son de los impulsos y las reacciones, a veces olvidamos lo
necesaria que resulta para facilitar nuestras relaciones y acercarnos a
nuestros objetivos. Lamentablemente, estos días la prudencia no es precisamente
la invitada más popular de la fiesta. Más bien todo lo contrario.
En nuestras interacciones sociales,
por lo general buscamos la emoción y la distracción. De ahí que celebremos e
incluso fomentemos el hábito –a veces, la adicción- de hablar sobre la vida de
los demás. “¿Sabes
qué?”, “No te vas a creer de lo que me he enterado”, “¡Tengo una noticia que te
va a dejar de piedra!” ¿Cuántas veces hemos empezado una
conversación con estas palabras o algunas similares? Y ¿en cuántas ocasiones
nos hemos encontrado escuchando esta introducción y hemos redoblado nuestra
atención, expectantes? Especialmente cuando antes de soltar la ‘bomba’, aparece
la coletilla “¡Pero no se lo digas a nadie!”
Lo cierto es que a menudo nos engañamos y traicionamos la confianza ajena,
lavándonos las manos y justificando nuestra verborrea incontinente con
semejante advertencia.
Así, ¿cómo esperamos que otras
personas guarden un secreto –o una información sensible que hemos compartido en
confidencia- cuando nosotros somos incapaces de hacerlo? Lo paradójico del
asunto es que si nos enterásemos de que alguien está desvelando nuestras
intimidades, pondríamos el grito en el cielo y cargaríamos contra esa persona
sin importar el contexto o sus razones. Existe un evidente doble rasero en lo
que a revelar datos de la vida privada de cualquier persona se refiere. Y a menudo, en
el proceso, vendemos nuestra propia integridad. Somos animales
sociales, y en la era de la información, parece que no hay nada que pueda
generar más interés que las escandalosas infidelidades de menganito o el
matrimonio roto de fulanita. Pero tal vez sea el momento de pararnos y reflexionar las
consecuencias que nuestras indiscretas palabras pueden causar a
personas que, según afirmamos, son importantes para nosotros. Tan sólo tenemos
que mirar a nuestro alrededor para verificar que se trata de una tendencia
generalizada. Pero ¿de dónde proviene? Y ¿por qué nos causa tanta fascinación?
El
juego del teléfono
“Es cordura provechosa ahorrarse disgustos. La prudencia evita
muchos”, Baltasar Gracián
Los chismorreos y habladurías existen
desde tiempos ancestrales, y han contribuido a crear y multiplicar lo que hoy
conocemos como mitos y leyendas urbanas. No en vano, la información cuenta con
una curiosa cualidad: tiende a mutar cada vez que se explica y se repite,
particularmente si se hace por vía oral. Tal vez recuerden haber jugado de
niños al llamado ‘juego del teléfono’.
Consiste en sentarse en un círculo con un grupo de compañeros y decir una frase
al oído de la persona que tenemos a nuestra derecha. El resultado nunca falla.
Les explicaré un ejemplo que sucedió
hace pocos meses en un grupo de amigos. Carlos le confesó a su mejor amigo que
estaba planteándose dejarlo definitivamente con su mujer, y que estaba
empezando a sentir algo por María, una compañera de trabajo. Cosas que pasan:
el susodicho mejor amigo cometió la imprudencia de compartir con su pareja tan
sensible información. En menos de una semana, y tras circular la historia por
todo el grupo, terminó por llegarle la cantinela a la pobre mujer de Carlos. “¡Ya me han
contado que tienes un lío con la loba esa del trabajo, y no te has atrevido a
decirme que me vas a dejar porque te ha dicho que se ha quedado embarazada!”.
Como en el juego del teléfono, cuando la información ha dado la vuelta completa
al círculo, rara vez se parece a la frase original. Cada uno añade algo de su
propia cosecha, hasta que la información nada tiene que ver con la realidad.
Este es un buen ejemplo de cómo se genera lo que conocemos como ‘rumores’. Es el resultado
de nuestra pasión por el ‘drama’. Particularmente, el ajeno.
Lo cierto es que el cotilleo y la
superficialidad son como las chucherías, cuando se come una es difícil dejar la
bolsa. El subidón de azúcar es demasiado tentador. Eso sí, tienen una función
específica en las relaciones sociales. Una dosis de vez en cuando resulta útil, incluso a veces,
necesaria. Relaja las tensiones, nos brinda tema de conversación, anima
y calienta el ambiente -dado que cada uno tiene su propia opinión al respecto-
y sobretodo, nos ayuda por un rato a olvidarnos de nuestros propios problemas y
crudas realidades. Es como una suerte de ‘pausa’ que ayuda a desconectar de
todo aquello a lo que no nos queremos enfrentar. Pero la sobredosis a menudo termina en
empacho, y nos deja con un dolor de barriga que resulta tan desagradable como
imposible de evitar.
Llegados a este punto, cabe apuntar
que el cotilleo también se rige por el principio de proximidad –una noticia
adquiere más interés y relevancia cuanto más cerca de nosotros sucede-,
lo que significa que cuanto más de cerca nos toca, más nos involucramos. A
veces vivimos problemas ajenos con más intensidad que los propios, pues les
damos más espacio y más horas de reflexión. Pero si nos paramos un momento, nos
daremos cuenta de que esta actitud es, de algún modo, una forma de huida. En muchas
ocasiones, no son más que historias de papel cartón que llenan nuestras
conversaciones, evitándonos hablar sobre las cosas auténticamente importantes.
De ahí que resulte fundamental aprender a racionar la superficialidad, para que
se mantenga en una parcela de nuestra vida en vez de apropiarse de ella por
completo.
Aprender
a guardar un secreto
“El que es prudente es
moderado; el que es moderado es constante; el que es constante es
imperturbable; el que es imperturbable vive con satisfacción”, Lucio Anneo Séneca
Así, tal vez valga la pena diferenciar
entre dos tipos de tendencias bastante marcadas en el mapa de la personalidad: la extroversión
y la introversión. Por lo general, las personas extrovertidas son
más proclives a convertirse en los protagonistas o mensajeros de este tipo de
folletines caseros. Son personas con una mayor tendencia a compartir, tanto
detalles sobre su propia vida como la de aquellos con quienes conviven. Su
manera de relacionarse con el mundo es construirse a través de la comunicación
con los demás, y se definen por ser personas bastante transparentes. Por otra
parte, los introvertidos son aquellos que suelen guardar celosamente los
entresijos de su vida privada, y a menudo les cuesta compartir sus intimidades
–lo que no significa que eviten participar en cotilleos ajenos-. Los demás
suelen verles como personas más misteriosas, y sin duda resultan más difíciles
de conocer.
Por lo general, las razones que llevan
a los extrovertidos
a actuar de este modo son su necesidad de reafirmarse, de validar su
punto de vista o sus decisiones y la búsqueda de aprobación de las
personas que les importan. Y los introvertidos se deciden por un método de
comunicación más opaco por su miedo al rechazo, al juicio ajeno y a no ser
comprendidos y valorados. Ambos parten de lugares distintos, pero
buscan lo mismo. Amor y aceptación incondicional. Más allá de sus
características específicas, lo cierto es que los unos pueden aprender mucho de
los otros. Los extrovertidos ganarían sumando en precaución y reflexión, mientras
los introvertidos crecerían aprendiendo a compartir más desde el corazón, dejando en un
segundo plano la cabeza.
En última instancia, tal como afirmó Sigmund Freud, “somos
esclavos de lo que decimos y dueños de lo que callamos”. Si bien
relacionarnos forma parte de nuestra condición humana, saber qué y cómo
compartir es un arte que se aprende con grandes dosis de paciencia y mucha
dedicación. No importa que formemos parte del equipo de introvertidos o de
extrovertidos,
la prudencia suma siempre en toda interacción. A los extrovertidos
les permite cultivar más espacios de intimidad y regular su impulsividad, y a
los introvertidos a sentirse más cómodos compartiendo, en vez de optar por no
hacerlo. Cultivar la prudencia pasa por aprender a gestionar la información de
manera más constructiva y menos dañina. Nos permite crear relaciones más auténticas,
basadas en nuestras propias inquietudes e intereses, dejando en un sano segundo
plano los cotilleos. Está en nuestras manos seguir enganchados al juego del teléfono… o apostar por colgarlo
definitivamente.
En
clave de coaching
¿Qué
ganamos cuando nos perdemos en los cotilleos ajenos?
¿De
qué manera la prudencia podría mejorar nuestras relaciones personales?
¿Qué
decisiones y acciones podemos tomar para sumar prudencia en nuestro día a día?
Libro
recomendado
© Extracto del artículo publicado en
el suplemento de La Vanguardia ‘Estilos de Vida’ (ES)
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