Se debe rechazar la idea
de que el otro quiere fastidiarnos y no perseguir efectos inmediatos
“Pues claro que he hablado con Juan, ¡miles de veces!, pero
seguimos fatal y ya no voy a hablar más, ¿para qué? Ya sé lo que me dirá,
siempre es lo mismo”. Y es que las conversaciones de
muchas parejas son como diálogos encapsulados, discos rayados, palabras
enjauladas, frases siempre en la misma órbita, aguas estancadas. No se llega a
ningún lado hablando mucho si siempre se circula por los mismos sitios.
Si diseccionamos las discusiones de
pareja, podemos hallar errores comunes. Vamos a analizar cinco de los más
frecuentes.
El hombre que ha
cometido un error y no lo corrige, comete otro error mayor” (Confucio)
1. Querer
convencer al otro.
Nos sentimos atrapados en ese lugar que hemos edificado con
nuestra pareja. Notamos asfixia. Así que le damos vueltas y
vueltas para encontrar alguna salida. Sin dejar llevarnos demasiado por las
emociones, hemos intentado analizar la situación con una mínima distancia y
vemos más o menos claro lo que falla. Así que creemos que ha llegado el momento
de hablar y le anunciamos: “¡Tenemos que
hablar!”. Lo habitual es que estas palabras provoquen
desasosiego. Él
o ella no se alegran de oírlas porque suelen preludiar un enfrentamiento.
Nosotros lo único que queremos es
explicarle cómo lo vemos y a las conclusiones que hemos llegado. ¡He aquí el
primer error! ¿Qué
ocurre cuando alguien nos expone todos sus argumentos y concluye en la mayoría
de las ocasiones que nosotros debemos cambiar algo? Por muy suave
que sea el tono que utilice, la primera reacción es defensiva. Los humanos
somos así. Uno de los conceptos medulares de Freud fueron los mecanismos de
defensa. Y el empleo de esta palabra no es en vano.
Vamos a darle la vuelta a la tortilla.
En lugar de explicar al otro nuestras elaboradas cavilaciones para que comparta
nuestro punto de vista y haga lo que le sugerimos, podemos intentar lo opuesto.
¿Cómo lo ve
él o ella? ¿Qué piensa? Y, mejor aún, ¿cómo se siente? Si nota que
real y sinceramente queremos entenderlo, su reacción no será defensiva, sino
que se relajará. Pocas cosas producen más alivio que desahogarnos con alguien
que nos entiende. Aquí radica el núcleo de la cuestión: tenemos que ser
capaces, durante al menos un rato, de ponernos en la piel del otro. Nadie ha
dicho que sea fácil, pero vale la pena.
2. Razonar lógicamente.
“Dijiste que aprovecharías para tirar la basura cuando sacases a
pasear al perro, pero no lo haces”. Lo bueno es que tiene razón,
pero ¿cómo nos sentimos cuando otra persona nos dice una verdad como un templo?
¡Mal! Aunque en el fondo de nuestras circunvalaciones cerebrales veamos que
lleva razón, no
nos gusta que nos lo digan. Al no sentirnos cómodos, sino más bien
irritados, salta el resorte que llevamos dentro y solemos esgrimir algún
incumplimiento de nuestro interlocutor para defendernos.
Conclusión: la lógica no nos lleva
siempre a buen puerto. Un ejemplo de frase que puede ser cierta, pero
desastrosa, es: “Te lo dije”.
Al intentar arreglar la caótica de la
convivencia, recurrimos a análisis lógicos y nos olvidamos de que somos
humanos. Esto es, emocionales. Es más frecuente preguntar qué piensas que cómo te
sientes. Nuestros acercamientos necesitan una envoltura sentimental,
no lógica. Nuestros algoritmos lógicos, nuestros análisis objetivos, son
claritos y más fáciles de manejar que la brumosa nube emocional, pero en esta
nube está la cuestión.
3. Traer el pasado al presente.
Pongamos que los asuntos a tratar con
la pareja se pudieran medir en centímetros. Pues bien, un tema problemático de
cuatro centímetros, después de una discusión de dos horas puede acabar midiendo
dos kilómetros (200.000 centímetros). Parece magia, pero no lo es. Somos
especialistas en provocar estiramientos. De hecho es fácil, solo basta ir
sacando, como quien estira de un hilo, temas del pasado.
Debería existir una norma que limitara la discusión al asunto en
concreto a tratar. Tendría que comportar tarjeta roja mencionar algo
histórico. Si nos cuesta mucho seguir esta hipotética regla, si la encontramos
demasiado estrecha, ya nos está indicando algo, y es que el supuesto asunto que
ponemos sobre la mesa no es el importante, sino que existe otro mayor. En el trasfondo.
Como cuando alguien acude al psicólogo por “problemas de estrés en el trabajo”, pero al
final nos topamos con “una crisis existencial”.
4. Interpretar en negativo.
Lo que marca una conversación no es lo
que dice uno u otro, sino sobre todo cómo se interpreta. Frases totalmente neutras
como “Hoy
está lloviendo” pueden provocar un efecto debastador si, por
ejemplo, se decodifican como “Me dice que llueve porque no quiere coger el coche para
ir a casa de mi madre”.
No son pocas las veces que, ante una
discusión de pareja, nos exigen que tomemos partido, y eso es una trampa
mortal. Sobonfu Some,
maestra espiritual de la tribu africana de los dágara, cuenta que en su tribu
se solucionan este tipo de conflictos colectivamente. A la pareja se la sitúa
dentro de un círculo de cenizas. Lo primero es escuchar, y si alguien percibe
que está juzgando o tomando partido, entra en el círculo. Nosotros también
deberíamos entrar en un círculo de imparcialidad, bien cerrado. Si nos
inclinamos hacia uno, ya no podemos ayudar.
Cuando somos espectadores de disputas
ajenas es fácil darse cuenta de cómo uno o ambos están interpretando en
negativo. En algunas ocasiones, esta distorsión alcanza tal magnitud que
algunas personas llegan a pensar que el otro lo único que quiere es fastidiar. Si partimos de
esta premisa, es absurdo el diálogo, nunca se logrará construir algo positivo.
Con el puño cerrado no
se puede intercambiar un apretón de manos” (Indira Gandhi)
5. Esperar efectos instantáneos.
El escritor, economista y
conferenciante Alex Rovira, cuando
ensalza la virtud de la paciencia, utiliza un ejemplo de lo más aleccionador:
el bambú japonés, no apto para impacientes. Tienes que plantar la semilla,
regarlo y abonarlo, pero durante meses no sucede nada apreciable. En realidad
no pasa nada en siete años. Al séptimo, la planta crece 30 metros. Ha necesitado
tiempo para desarrollar un complejo sistema de raíces que le permitan sostener
las altísimas cañas.
No se trata de esperar siete años a
que se resuelvan nuestros problemas conyugales, pero tampoco de pretender
solucionarlos en una conversación. La convivencia no es un artefacto mecánico
del que hemos de detectar qué pieza falla y cambiarla utilizando nuestra querida
lógica. Es
más bien como ese bambú que hemos de ir cuidando con cariño y paciencia.
Existe una buena forma de adivinar
cómo va a acabar un diálogo entre dos personas: la actitud previa. Respecto al
proceder del otro podemos hacer poca cosa, así que centrémonos en la nuestra.
Imaginemos que antes de empezar a hablar, alguien nos instara a que abrazáramos
de forma auténtica a nuestra pareja. Nos resistiríamos. Queremos hablar con el
otro porque sentimos rabia, tristeza, descoloque, asfixia, miedo… no estamos
para demostraciones afectivas. Si encima pensamos que la otra parte solo quiere
fastidiarnos, ¿cómo vamos a mostrarle cariño? Y además, en el fondo sentimos
que la conversación no va a servir para nada.
Vale, dejemos el abrazo a un lado,
pero podemos buscar
un talante más idóneo para empezar a conversar. Una actitud que nos
recuerde el lazo afectivo, las situaciones ya superadas, que nos anime a ser optimistas.
Como no existen establecimientos especializados para adquirirla, deberemos
buscarla dentro de nosotros mismos; quizá nos ayude dar un paseo, ir a un
museo, contemplar un fósil, o realizar cualquier otra actividad que nos guste.
Para que una pareja funcione, una buena comunicación es
necesaria, pero no suficiente. Por muy buena que esta sea, puede que
no haya un enriquecimiento mutuo. Un terapeuta de pareja conocido repite un
mantra: “No arreglo parejas, arreglo personas”.
No nos tiene que cegar querer seguir con alguien. Nuestro anhelo debe ser estar lo mejor
posible juntos… o por separado.
HABLAR
MÁS Y MEJOR
Películas
‘Historia de lo nuestro’. Rob Reiner
‘El velo pintado’. John Curran
‘Le week-end’. Roger Michell
‘Corrígeme si me equivoco’ Giorgio
Nardone (Herder. Barcelona, 2006). En tan solo 101 páginas se concentran todos
los errores que cometemos al hablar con nuestra pareja. El autor nos da pistas
para poder corregirlos.
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