Hace décadas que la mujer goza de igualdad legal,
pero son muchos los ámbitos en que continúa sin recibir el mismo trato. Y uno
de ellos es el lingüístico. El habla cotidiana mantiene muchos tics sexistas.
Hoy ya a nadie sorprende oír hablar de la ministra,
todo el mundo entiende que la médica es una mujer que ejerce la medicina y no
la mujer del médico, y cualquier discurso público que se precie comienza con un
señoras y señores, ciudadanos y ciudadanas, candidatos y candidatas… La
igualdad legal entre hombres y mujeres y la masiva incorporación de la mujer a
todos los ámbitos públicos y privados han modificado la forma de hablar, han
feminizado muchos términos referidos a oficios, cargos y profesiones y han
forzado cambios expresivos en el lenguaje formal y políticamente correcto. Sin
embargo, basta escuchar con intención cualquier conversación cotidiana –da
igual que sea banal o profesional–, para descubrir que el lenguaje habitual está lleno de expresiones y
estructuras que en el mejor de los casos perpetúan estereotipos que perjudican
o invisibilizan a las mujeres y en el peor las denigran.
“Eres una nenaza”, “esto es un coñazo”, “hijo de
puta”, “los niños no lloran” son expresiones muy frecuentes y claramente
machistas. Pero tampoco es muy igualitario decir “tengo que ir al médico; llamaré a la enfermera
para pedir hora” en todas aquellas ocasiones en que no sabemos el sexo de nuestros
interlocutores, o “cuando el hombre vivía en cavernas…” para referirse a los seres
humanos, o “niños, sacad los cuadernos” en un aula mixta. Las palabras tipa, individua o
zorra siguen remitiendo a conceptos que nada tienen que ver con el femenino de
tipo, individuo o zorro. Y es habitual escuchar en boca de una mujer “porque uno piensa que…” en lugar de “porque una piensa que…”, o incluso leer que “un joven fue atracado y
golpeado por unos gamberros… y su novia también resultó herida”.
“A grandes rasgos podemos
decir que hay dos tipos de sexismo en el
lenguaje: las bromas, chistes y expresiones machistas, y el derivado del
hecho de que el lenguaje tenga unas formas de hablar que oscurecen la presencia
de las mujeres y dan prioridad a la realidad de los hombres. El primero es más
fácil de controlar, pero el segundo es difícil de corregir porque las reglas
gramaticales que han enraizado en el lenguaje son resultado de una sociedad
misógina, androcéntrica, que pone al hombre como medida de todas las cosas y utiliza la palabra hombre para referirse a
toda la humanidad, padre para hablar de padres y madres, etcétera”, afirma la socióloga Inés Alberdi.
Razón no debe faltarle cuando incluso los
lingüistas más conservadores admiten que hay que corregir los usos del lenguaje sexista, evitar el léxico que resulte
discriminatorio y feminizar los cargos y profesiones ejercidos por mujeres
pero, en cambio, todas las iniciativas encaminadas a dar más protagonismo a las
mujeres en el habla que afectan a la gramática suscitan controversia y no
terminan de cuajar.
Sin duda el caso más significativo es el uso del masculino genérico. Quienes luchan por erradicar el
sexismo del lenguaje rechazan que se utilicen expresiones masculinas para
referirse a personas de los dos sexos. Proponen múltiples alternativas: desde el desdoblamiento de los sustantivos –niños y niñas, hombres y
mujeres, directores y directoras…–, hasta el uso prioritario de nombres colectivos que hacen referencia tanto a hombres como mujeres
–alumnado, profesorado, clientela, adolescencia, licenciatura, infancia, niñez,
ingeniería, vejez, jefatura, alcaldía, tutorías, ciudadanía…–, pasando por
utilizar quienes –en vez de decir “el que lo vea” usar “quien lo vea” o “quienes juegan al fútbol” en lugar de “los futbolistas, por ejemplo–, evitar el artículo los –y hablar de
“jóvenes y ancianos” y no de “los jóvenes y los ancianos”– o incluso emplear el femenino
plural como genérico cuando hace referencia a las personas, con ejemplos como “¡juntas podemos!” o “hablar para todas”.
Pero todas estas propuestas
tienen multitud de detractores.
Tal vez no cuajan porque al menos algunas de ellas
no resultan muy operativas. Hay quien encuentra ridículo, artificial y poco
eficaz pasarse el día desdoblando sustantivos. “Para mí no es operativo tener que precisar que ayer fui con mis hijos y
mis hijas, mis hermanos y mis hermanas al cine, y que hoy he quedado con mis
amigos y mis amigas para cenar; la reiteración puede servir para arrancar
discursos o escritos oficiales, pero no
podemos duplicar la extensión de todas nuestras conversaciones”, expone una de las personas
consultadas. “Es cierto que en lugar de
decir los españoles consumen podríamos decir la población española, pero la realidad
es que nuestras normas lingüísticas reconocen el uso del masculino con sentido
inclusivo, para designar a los dos sexos, y no veo razón para no hacerlo”, afirma otra. Tampoco es
demasiado bien acogida la propuesta de usar el femenino como genérico. “No podemos escribir y hablar como nos apetezca, ha
costado mucho tiempo institucionalizar una lengua para ahora saltarnos las
normas”, arguye uno de los detractores.
El uso del femenino para referirse a hombres y
mujeres no deja de ser la misma forma de discriminación pero con el otro sexo,
pero hay formaciones políticas y grupos de opinión que lo utilizan a modo de
protesta y provocación para evidenciar que el lenguaje no es aséptico y que el
género de las palabras importa. “Cuando en un congreso
mixto de ginecología se habla en femenino y algún ginecólogo se queja porque se
siente excluido debe ser que el género sí es importante, así que también
debería ser considerado como tal para las mujeres”, ejemplifica la socióloga Marina Subirats.
Su colega Inés
Alberdi no alberga ninguna duda de que el género que se usa al hablar
trasciende a la gramática. “Hace años una amiga
recibió una carta del ayuntamiento de Madrid firmada por el entonces alcalde,
Juan Barranco, encabezada por un genérico ‘Querido
Luisa’, y decidió contestarla con un ‘Querida
Juan Barranco’; la carta molestó mucho, porque aunque se considera que la
mujer no debe molestarse cuando se la trata en masculino, el hombre sí se
ofende si se le habla en femenino porque existe el convencimiento de que lo
masculino es superior”, relata.
De hecho Alberdi cree que es la asociación de lo
masculino con mayor valor lo que dificulta muchos de los esfuerzos en favor de
un lenguaje menos sexista. “Hay mucha gente, mujeres en muchísimos casos, que
se resisten a feminizar nombres, cargos u oficios porque parece que cualquier
título en femenino vale menos, y que si una mujer se presenta como arquitecto
resulta más serio que si dice que es arquitecta”, comenta.
Eulália Lledó, catedrática de literatura
catalana y experta en coeducación que lleva años desarrollando las
denominaciones de cargos y oficios en femenino para dar visibilidad a las
mujeres, se ha topado con esas resistencias. En su catálogo de profesiones de la A a la Z en masculino y
femenino, Lledó explica cómo hay quien pone trabas a emplear el femenino en
oficios como músico aduciendo que se puede confundir con la música como arte
pero no ve ese problema de confusión con objetos o adjetivos cuando se trata de
masculinos como frutero, sereno o estadístico, por ejemplo.
Lledó asegura que una de las constantes de
cualquier lengua es la facilidad con que admite
palabras nuevas para describir realidades o valoraciones nuevas, y también la facilidad con que
se desprende en el uso cotidiano de palabras cuando ya no son necesarias. Por
eso opina que aunque parezca que es difícil hablar sin resultar sexistas y que
algunas alternativas propuestas parezcan farragosas, si la sociedad toma
conciencia de que es importante corregir los tic sexistas del lenguaje acabarán
abriéndose paso nuevas fórmulas. “Hace un tiempo parecía
extraño utilizar palabras como profesorado o alumnado en el ámbito educativo y
ahora están muy generalizadas; igual que podemos decir persona, ser humano o
ser vivo en lugar de hombre cuando es sinónimo de humanidad y funciona; y decir
fiscala en vez de fiscal te sonará mejor o peor pero, como se ha comprobado con
el término ministra, al final es una cuestión de hábito”, reflexiona.
Alberdi está convencida de que todos estos cambios
para evitar los usos sexistas del lenguaje serían más rápidos si no existieran
organismos reguladores de la lengua como la Real Academia Española (RAE) o el
Institut d’Estudis Catalans (IEC). “En el mundo anglosajón ha
bastado con que hubiese grupos activos que lo planteaban para promover el
cambio de que en las reuniones de universidad o de empresa deje de utilizarse
el término chairman para referirse a quien las dirige y se utilice chairperson,
del mismo modo que se suprimieron los tratamientos de Miss y Mrs para no
discriminar a las mujeres frente a los hombres haciendo alusión a su estado
civil y ahora se utiliza el neutro Ms; y en Estados Unidos han cambiado mucho
los hábitos lingüísticos y muchos libros dedicados a cómo hacer carrera
profesional están escritos en femenino precisamente para que no parezca que es
cosa de hombres”, ilustra.
Sin embargo, en España son muchas las voces
reticentes a promover cambios forzados en el lenguaje, entre ellas, y en el
caso concreto del castellano, las de la mayoría de miembros de la RAE que
suscribieron el informe sobre Sexismo
lingüístico y visibilidad de la mujer que elaboró el académico Ignacio Bosque. Leonardo
Gómez Torrego, especialista en gramática normativa y asesor de Fundéu
(Fundación del Español Urgente), opina que hay que distinguir entre léxico y
gramática. “El léxico ha de ser políticamente correcto y los
cambios se pueden impulsar desde la sociedad, sobre todo por parte de los
políticos, de tertulianos y de personas relevantes que pueden favorecer y
promocionar modificaciones en el uso de las palabras; pero la gramática es aséptica, tiene unas reglas de género masculino y
femenino, de singulares y plurales, de tiempos verbales, etcétera que no
podemos cambiar por la fuerza, sino que evolucionan con el tiempo, lentamente”, asegura. Por eso tanto Gómez
como Bosque rechazan las propuestas de las guías de lenguaje no sexista que
conculcan aspectos gramaticales o léxicos del sistema lingüístico.
Magí Camps, responsable de Edición de La
Vanguardia, también considera que “ir contra el masculino genérico es ir contra la
esencia gramatical de nuestra lengua” y justifica que hablar en masculino para referirse
a hombres y mujeres no es sexista, sino la aplicación del género gramatical de
las lenguas románicas, donde el masculino actúa además como genérico. “En inglés es más fácil porque hay más nombres
colectivos que engloban a los dos sexos, como parents (padres y madres),
children (niños y niñas)…”, señala. Para Camps, la forma de dar visibilidad a
la mujer al hablar o en los medios de comunicación no es utilizar el femenino,
ni desdoblar constantemente los sustantivos o inventar una terminación en @
difícilmente pronunciable, “sino cuidar el enfoque y la inclusión de voces femeninas para hablar de los
temas, y feminizar todas las palabras que tienen desinencia, como ministra,
ingeniera, música…”.
Teresa Cabré, catedrática de Lingüística y
Terminología de la Universitat Pompeu Fabra (UPF) y miembro del Institut d’Estudis
Catalans (IEC), coincide en que el sexismo no es un problema gramatical sino
social. “El lenguaje refleja la conceptualización de la
realidad en nuestra mente, y mientras no
cambiemos la percepción no se solucionará el problema por más que tratemos de
visibilizar a la mujer al hablar”, enfatiza.
En cambio Marina
Subirats cree que, precisamente porque el lenguaje es la
representación mental que tenemos del mundo, es relevante nombrar explícitamente a las mujeres
al hablar “ya que si no las nombramos normalmente olvidamos
su existencia y la diferencia que supone ser mujer o ser hombre en muchos
aspectos”. Y precisa que no se trata de nombrar el masculino y el femenino de forma
mecánica, como latiguillo dialéctico constante, sino de utilizar el desdoblamiento
de género para evidenciar visiones y realidades distintas. “Un ejemplo muy claro es distinguir entre
conductores y conductoras cuando se habla de tasa de accidentes, porque es
distinta y hay que dar esa otra visión del mundo”, enfatiza.
Cabré, por su parte, considera que la clave es
encontrar un equilibrio entre la
eficiencia del discurso y el criterio de quien habla, de modo que la ideología de
cada cual inclinará más la balanza en un sentido u otro. En su caso, explica,
rechaza el uso del femenino genérico por su convencimiento de que “la gramática cambia por
evolución, no forzada”, pero también desaconseja el uso generalizado del
masculino genérico que lleva a escuchar “porque uno piensa…” de boca de mujeres, cuando pueden decir “una piensa…”.
En realidad, las fórmulas para no resultar sexista
al hablar son bastante personales y cada persona tiene la
posibilidad de elegir la combinación idónea de igualdad y normativa lingüística con que se
siente más cómoda. Magí Camps, por ejemplo, rechaza el uso del femenino
genérico “porque sería romper con nuestra gramática” pero afirma que si imparte
clases en un aula integrada por 40 chicas y tres chicos se dirige a su
auditorio en femenino.
Ignacio Bosque considera que más que hablar de “uso sexista del lenguaje” habría que hablar de “sexismo con el lenguaje”, del comportamiento sexista de
las personas usando el lenguaje como instrumento. “Si los organizadores de un congreso convocan a una cena a ‘los
participantes acompañados de sus esposas’, estarán siendo marcadamente
sexistas, pero si convocan a una cena a ‘todos los participantes en el
congreso’ no lo serán porque en la expresión ‘todos los participantes’ están
incluidos los hombres y las mujeres”, opina.
Renovar los diccionarios
Todavía hoy, el diccionario de la RAE define
huérfano o huérfana como “la persona a quien
se le han muerto el padre y la madre o uno de los dos, especialmente el padre”; cocinilla como “hombre que se entromete en cosas, especialmente
domésticas, que no son de su incumbencia”; y gozar como “conocer carnalmente a una mujer”.
Y el del IEC recoge la palabra faldilletes (faldillitas) para referirse a hombre afeminado,
define coqueta como mujer que busca agradar a los hombres, amo como cap (jefe) de casa y ama como criada principal.
Con estas credenciales no es de extrañar que cada
vez que se habla de los sesgos sexistas del lenguaje surjan voces que exijan
revisar y actualizar los diccionarios. Pero no son unánimes. “El diccionario no es la
vía para reivindicar la igualdad; su función es definir las palabras y
expresiones que empleamos, aunque no sean políticamente correctas”, opina Magí Camps. “En los diccionarios deben
estar presentes las palabras con contenido sexista si se utilizan
efectivamente, porque deben recoger el léxico que se utiliza; si en la calle se
usa la expresión trabajar como un negro, en el diccionario debe figurar; otra
cosa es que tú la utilices o no”, considera Teresa
Cabré, miembro de l’IEC. Cree, no obstante, que los diccionarios sí deben
corregir la presencia de términos femeninos no adecuados con marcas como “en recesión” o “abusivamente” y visibilizar a la mujer en situaciones de
prestigio social con ejemplos. Pero defiende un equilibrio con la eficiencia
discursiva del diccionario, de forma que cuando se elaboró el Diccionari
general de la llengua catalana del IEC no creyó adecuado repetir el masculino y
el femenino en cada definición. “No digo si es correcto o incorrecto, pero sí que
decidimos utilizar el masculino genérico cuando no era posible utilizar una
palabra abstracta”, justifica.
El académico Ignacio
del Bosque, por su parte, justifica que “si el diccionario de la RAE recoge términos que pueden considerarse
ofensivos es porque están abundantemente documentados en textos recientes; si
dejan de usarse, el diccionario los eliminará o los marcará como anticuados,
como hace con muchas palabras”. En la misma línea, Leonardo Gómez enfatiza que las expresiones denigratorias son el
reflejo de las actitudes machistas de la sociedad en el léxico y no hay que
cambiarlas en el diccionario sino en las personas. “Cuando la sociedad deje de ser machista se dejarán
de utilizar y entonces el diccionario lo reflejará”, remarca.
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