Zelig, una de las películas más
conocidas de Woody Allen, está protagonizada por un hombre que se adapta
fluidamente a cada persona con la que habla. A lo largo de la historia, este
sujeto adopta pasivamente la forma de ser y de ver el mundo de todos, sin conflictos
y sin tensiones.
En principio esto es una táctica normal: todos nos acompasamos a las
circunstancias y las personas que nos rodean. Pero Zelig lo lleva al
extremo, diluyéndose en lo que tiene alrededor. Si está en una sesión de
terapia con una psicoanalista intelectual judía, se convierte en un tipo serio
y profundo; si un instante después habla con un músico de jazz negro, se
transforma en un juerguista con mucha chispa. Y así sucesivamente…
La estrategia, que en principio
parece funcionarle muy bien para no entrar en pugnas, acaba convirtiéndose en
un desastre. Al protagonista se le acumulan los problemas que quiere evitar y,
en vez de ser invisible, termina por ser el foco de atención de todos. Una metáfora de
un fenómeno que aqueja a muchas personas en el mundo moderno: la tendencia a
evitar los conflictos.
Los que experimentan esta
dificultad para dar la cara se sienten incapaces de enfrentarse a los problemas
y tomar decisiones para resolverlos. Y eso les lleva a caer en la paradoja del
que mira hacia otro lado: el excesivo miedo a las dificultades de la vida hace
que dejen de verlas… y eso les lleva a caer en problemas mucho más graves. Es
como si en una habitación hubiera un cadáver que no queremos contemplar: como
bien nos muestra el cine de terror, lo más seguro es que acabáramos tropezando
y cayendo encima de él.
¿A qué se debe esta dificultad para afrontar los momentos de
dificultad?
Como cualquier fenómeno psicológico, existen varios motivos posibles. En este
artículo se tratan algunos de ellos, haciendo un recorrido de dentro a fuera,
es decir, desde los factores más internos a los estímulos exteriores que nos
pueden influir. Para muchas personas, la gran limitación a la hora de encarar
obstáculos vitales son las sensaciones internas. Es el caso de aquellos que
tienen dificultades para cambiar situaciones en las que se sienten injustamente
tratados porque el enfrentamiento les produce una sensación que sienten como
insoportable. Sus frases habituales son del tipo de
“por no discutir…” o “a mí me da
igual, me adapto…”.
Las relaciones entre seres
humanos conllevan, inevitablemente, cierto grado de tensión. Hay situaciones,
por ejemplo, en las que la comunicación no es fácil porque sabemos que estamos
decepcionando las expectativas de los demás. Es lo que ocurre cuando nos
dirigimos a personas a las que no les gusta lo que estamos diciendo
–por lo menos en un principio– porque afecta a sus intereses: una crítica, un
desacuerdo, una negativa…
Hay individuos para los que es
más fácil sobrellevar esa tensión interpersonal. Pero a otros se les hace
excesivamente cuesta arriba. Para todos es desagradable, pero los primeros,
cuando creen que es mejor para todos transmitir ciertas opiniones, lo hacen. Y
los segundos, sin embargo, tienden a evitarlo. La falta de tolerancia a la tensión
interpersonal se puede traducir en sensaciones físicas. Hay personas
a las que les duele siempre la cabeza después de una discusión, hay otras que
sufren del estómago y hay quien se inunda en lágrimas en cuanto la tirantez
sube de tono. También puede acabar asociada a correlatos psicológicos, como el
bloqueo, la dificultad para expresarse o un aturdimiento general que les hace
desconectar de lo que están viviendo. Pero, en cualquiera de los casos, cuando nos
vamos acostumbrando a hacer frente a los obstáculos y no evadirlos, dejamos de
sentir ese malestar.
Un problema un poco más difícil
de solucionar lo tienen las personas cuya dificultad para confrontar contrariedades
tiene que
ver con el miedo a la soledad. No estamos aquí hablando de
sensaciones, sino de emociones ¿Por qué,
a veces, los adolescentes no se atreven a contraponer sus opiniones a las de
sus amigos y se dejan llevar por ellos aunque sepan que se están metiendo en
problemas? ¿Por qué ciertas parejas postergan indefinidamente las
conversaciones sobre sus problemas sexuales? ¿Por qué ciertos padres toleran el
comportamiento tiránico de sus hijos? En estos casos, más allá de la falta
de tolerancia a la tensión interpersonal, casi todas estas personas nos aducirían su miedo a
quedarse sin el cariño de la otra persona.
El amor degenera en adicción
cuando sustituimos “me gustaría que esta persona apruebe lo
que hago” por “necesito que a
esta persona le parezca bien lo que hago”. Cuando esto empieza a ocurrir, cuando
mendigamos cariño en vez de conquistarlo, es que nos atenaza el miedo a la
soledad. Empezamos a evitar los disgustos porque sentimos que la alternativa al
amor es el total desamparo. Aunque sabemos racionalmente que una vez superados
esos primeros tiempos de sentimiento de abandono todos volveremos a dejar de
sentirnos aislados, tememos tanto esos primeros instantes que creemos ser
incapaces de afrontarlos.
Es, por ejemplo, lo que sucede
con las personas afectadas por lo que hoy se llama Síndrome de Wendy, individuos para los cuales lo más importante es
conjurar el miedo al rechazo que sienten. Son personas que creen que no podrían soportar el
abandono por parte de su pareja y, para evitarlo, intentan complacerla en todo.
Como la protagonista de Peter Pan, parecen poseídas por una necesidad imperiosa
de cuidar al prójimo, se convierten en madres o padres de sus parejas, piden
perdón continuamente, se justifican por aquello que no han podido hacer –aunque
ya hayan dado mucho más a la relación que la otra persona– e intentan
continuamente hacer feliz a sus parejas. Sienten que el amor es resignación,
sacrificio y esfuerzo y hacen todo lo posible por convertirse en
imprescindibles. Y, por supuesto, eso incluye aguantar cualquier problema que
la otra persona plantee, sin atreverse a afrontarlo.
Los sentimientos no son los
únicos culpables de la tendencia a usar la táctica del avestruz y evitar los
problemas. Nuestros pensamientos, el tipo de algoritmos que hemos
interiorizado, a veces son también parte del problema.
Hay, por ejemplo, tres ideas
que se repiten constantemente en los seres humanos y que nos impiden hacer
frente a muchos contratiempos. A una la podríamos llamar pensamiento bebé y se
podría enunciar así: “Se puede
depender constantemente de los demás, porque siempre se necesita alguien más
fuerte en quien confiar”. La otra, a la que denominaremos
pensamiento mártir viene a decir que “uno debe
preocuparse más por los problemas y preocupaciones de los que le rodean porque,
de lo contrario, está siendo egoísta”. El último, el pensamiento
best-seller, se traduciría en esta frase: “Tengo una
extrema necesidad de conseguir la aprobación de todas las personas
significativas que hay a mi alrededor para que no me rechacen”.
El problema de estos tres tipos de ideas es que nos llevan, inevitablemente, a
evitar los problemas y vivir en una visión idílica de la realidad. El pensamiento bebé, por ejemplo, hace que
olvidemos qué nos piden los demás a cambio de nuestra dependencia, cuánto
coartan nuestra libertad abusando de nuestra confianza.
El pensamiento mártir nos lleva a preocuparnos más de las
expectativas, necesidades y sentimientos de los demás que de los nuestros,
olvidando que la táctica no tiene por qué ser recíproca: los que reciben toda
nuestra abnegación de mártires habitualmente se instalan en el papel de
receptores y no suelen correspondernos. Y si no somos capaces de abordar los
problemas que eso nos trae, acabamos decepcionados porque los demás no son tan
generosos como nosotros.
El
pensamiento best-seller, por último, nos impide aprender a superar la
tensión que supone decepcionar las expectativas de los demás. Aunque
racionalmente todos sabemos que los demás esperan cosas de nosotros por motivaciones
tan egoístas como las nuestras, afrontar problemas diciéndoles que no nos
resulta tenso. Si cargamos con el equipaje de ese tipo de pensamiento, la
confrontación nos puede parecer inabordable.
Otra cuestión que se encuentra
a menudo en las personas que no afrontan sus problemas es una personalidad
todavía no formada. El psicólogo Erik
Erikson dividió en tres las causas de este tipo de identidad no resuelta.
En primer lugar están las personas que copian o aceptan la imposición de ciertos modelos.
Son los que, por ejemplo, siguieron a ciegas la profesión de sus padres o
copiaron todo un patrón de personalidad con sus formas de entender el mundo.
Casi siempre cumplen con lo que Erikson denomina identidad prematuramente
fijada: creían saber lo que querían antes de saberlo y cuando surgen problemas
con ese tipo de identidad prefieren desentenderse porque sienten que “esa no es su forma de ser”.
En segundo lugar estaría la identidad difusa, la que no se
establece nunca y conduce a la vida adulta sin aclararse del todo. Eso les
impide aceptar los aspectos positivos y negativos de las situaciones adversas,
que es la clave para saber gestionarla. Los individuos de personalidad difusa
no aprenden de los conflictos porque no tienen una teoría global de la vida en
la que enmarcarlos. Por eso prefieren huir de ellos.
Por último, un tercer problema
que puede darse atañe a la identidad
negativa, la que resulta de negar y no construir. Es el caso de los
adolescentes que no encuentran alternativa para sí mismos y se limitan a negar
o destruir los valores ajenos sin elaborar otros. Al definirse a partir de una
identidad negativa, estas personas tienden a rehuir los problemas que tienen
que ver con ellos mismos: son capaces de definir cómo cambiar la humanidad, pero
no quieren emprender la tarea de cambiarse a sí mismos en lo más mínimo.
El último factor que interviene
a menudo en la dificultad para afrontar los problemas es la educación que hemos recibido y lo que se nos ha dicho que
hiciéramos cuando estos surgieran. En las sociedades colectivistas, por
ejemplo, se educa a las personas para evitar el conflicto. La felicidad del grupo
era mucho más importante que la del individuo y, además, la posibilidad de
oponerse al grupo es prácticamente nula. Los problemas en sí no importan
demasiado porque uno delega en el grupo la responsabilidad de afrontarlos.
Para muchas personas
procedentes de culturas colectivistas o de grupos familiares en los que
predomina ese clima, hacer frente a las contrariedades de forma individual (que
es lo que habitualmente exige nuestra sociedad) es muy difícil. Ese es,
probablemente, el mayor inconveniente para muchas de las personas que tienden a
“no ver” las dificultades: esperan a
que se resuelvan por sí solas o desaparezcan gracias a los demás.
Hay dos formas de encarar los
problemas, la que podríamos denominar táctica psicótica y la que podríamos
etiquetar como neurótica. La primera consiste en no ver las dificultades y esperar a que
desaparezcan. La segunda afronta los desafíos, aunque eso suponga malestar
psicológico. En definición de Woody Allen: “Un
psicótico es una persona que piensa que dos y dos son cinco; un neurótico
alguien que sabe que son cuatro pero no le gusta”. En nuestra
sociedad la táctica psicótica, la del avestruz, es cada vez menos adaptativa.
Así que probablemente no nos queda más remedio que averiguar de dónde viene nuestro temor a afrontar conflictos… y viajar
en dirección a ese miedo.
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