Adaptarse es
positivo, exagerarlo conduce al aislamiento.
Dejar de
recorrer la senda que quieren los demás y guiarse más por la ilusión, es el
camino
Debería empezar
por confesar que buena parte de mi vida la he pasado siendo un niño adaptativo.
Muchos de mi
generación respondemos a ese patrón actitudinal: caer bien, quedar bien,
hacerlo todo bien. Ser, ante todo, obedientes. La manera de
ser amados se correspondía con la capacidad de generar en los demás un estado
de simpatía hacia nuestra persona. Y nada funciona mejor en este sentido que
adaptarse a las demandas del medio y de las voluntades ajenas. Imposible
desobedecer. Imposible fallar. Imposible actuar según los propios designios, según las ganas y según los
latidos del corazón.
Adaptarse al
medio no es ningún demérito, más bien al contrario. Sin embargo, cuando la
adaptación se pone al servicio de las transacciones afectivas, de la búsqueda
de aprobación y estima de los demás, entonces tenemos un problema. La vida se convierte en la obligación de ser buenos, de
corresponder a las expectativas ajenas. Se construye así una identidad
disociada: quien soy por fuera y quien soy por dentro. La zona abierta y la zona oculta. Lo malo es que uno
llega a creer que lo que existe ahí dentro es vergonzoso. Por eso hay que
ocultarlo.
“La sencillez y naturalidad
son el supremo y último fin de la cultura” (Friedrich Nietzsche)
Con el paso de
los años, las personas que se han pasado la vida obligándose a ser buenas
acaban tan hartas que prefieren encerrarse en sí mismas. Deciden vivir por fin
su vida oculta, solo que no lo saben hacer ante los demás, por lo que prefieren
que las dejen en paz. Hartas de todo, se aíslan, van a lo suyo y la familia con
un ratito basta. Se abandonan porque no quieren más obligaciones.
El doctor Eric Berne se hizo popular por su
teoría sobre el análisis transaccional o los tres estados del yo: el niño, el
adulto y el padre. Esas figuras simbólicas que todos
llevamos encima son fáciles de reconocer si escuchamos nuestros diálogos
internos. Pero más allá de su teoría y de la atinada descripción de los juegos
en los que vivimos según Berne, el niño es la parte más valiosa de la personalidad, ya que contribuye al
impulso creador, el encanto, la intuición o el placer.
No obstante,
distingue entre el niño adaptado y el niño natural. El primero es
el que modifica su comportamiento bajo la influencia parental. Se porta como el
padre o la madre querían que se portara. O se adapta y lo hace con dos posibles
expresiones: encerrándose en sí mismo o quejándose. El niño natural es una
expresión espontánea. Es rebelde o creativo, por ejemplo.
De ahí
obtenemos una primera pista valiosa: el precio de la adaptación consiste en
partirse en dos. Uno es complaciente. El otro, ocultamente
insatisfecho. De este modo crece sufriendo esa doble existencia. La de fuera,
elogiada por todo el mundo. La de dentro, odiada por uno mismo. La que se
muestra y la que se oculta. Una cara es el éxito; la otra, el aburrimiento. O
se cae en la vanidad y el narcisismo o se muere de envidia o de vacío. Mal
asunto.
Cuenta Antonio Blay que lo que surge del fondo
de nuestro ser es inteligencia, energía y afecto. Pero, en cambio, el modo de
ser se adquiere a través de lo que se nos enseña, lo que se debe hacer, cómo
hay que hacerlo y lo que no hay que hacer. El niño (voy a utilizar el genérico
de Berne, aunque se entiende que hablo de la niña también) aprende que no vale
tanto por lo que es, sino por su adaptación a un modo de ser ajeno a él. Es así como
construimos un exterior que, con tal de garantizarnos seguridad, afecto y
felicidad, nos pide a cambio que renunciemos a nuestra naturalidad.
Dice Blay: “El niño
desconecta de su fondo de energía, de su fondo de vitalidad, de donde surge la
capacidad combativa de vivir, de jugar, de expresar sus necesidades vitales”. Es así como uno pierde la seguridad en sí mismo. El niño deja de vivir en
su fuente natural y acaba por depender de las fuentes externas, la madre
primero y el mundo después. Pero ¿qué ocurre cuando, a pesar de ser bueno y
adaptado, ahí fuera les niegan sus necesidades? Entonces el niño se encuentra
sin soporte central y sin soporte exterior y por unos momentos se encuentra
totalmente aislado, desconectado, en una soledad total. Es el estadio de
angustia fundamental.
Esa ansiedad la
seguimos viviendo de adultos cada vez que sentimos la duda de quién somos o de
no funcionar según los modelos establecidos. Se llega a un callejón sin salida:
si soy yo, no me querrán. Nos abandonamos a nosotros mismos para que no nos abandonen los demás, los que creemos fuente de todo lo que necesitamos. La mayor parte de las
personas que juegan a ser buenas, que tienen la necesidad imperiosa de sentirse
bondadosas y lograr ser queridas, lo hacen para evitar esas angustias. Así han
aprendido a vivir con obligaciones, remordimientos y culpabilidades.
“Quien es auténtico asume
la responsabilidad por ser lo que es y se reconoce libre de ser lo que es"
(Sartre)
No fue hasta
los cuarenta y tantos cuando aprendí de mi maestro
Oriol Pujol Borotau una de sus mejores lecciones orientales: ¡Todo con
ilusión, nada por obligación! Lo que encierra
esta frase tan breve es toda una declaración existencial. Los griegos nos
impulsaron hacia la virtud a través de la lucha y la victoria, para obtener así
la condición de personas honorables. Hoy preferimos hablar de ilusión y de
felicidad, de fluir, de amar y de sentir pasión por aquello que nos gusta.
No obstante,
para llegar a tales plenitudes es necesario un ejercicio de autoconocimiento
que permita observar y corregir la pesadez de seguir siendo un modelo a los
ojos del mundo. Atreverse a ser uno mismo pasa por tener a raya al niño
adaptativo, abandonar la obligación interior de ser siempre bueno y preferir
mostrarse con autenticidad. Para ello hay que vencer esas angustias que ahora
perviven como memorias emocionales. Hay que abrazar la vulnerabilidad de sentirse desnudo hasta descubrir lo
bien que sienta recuperar la naturalidad. Aquella que no
se basa en modelo alguno, sino en inteligencia, amor y energía. El resto es
mera reactividad, miedo y control.
“La diferencia entre el
pasado, el presente y el futuro es solo una ilusión persistente”. (Albert
Einstein)
A veces, el
planteamiento es sencillo: ¿qué es lo
que hago por obligación?, ¿qué es lo que hago con ilusión? El caminante que hace camino al andar debe avanzar ligero. Cuando su
mochila está demasiado cargada de obligaciones, debe soltar lastre. Y una de las
más pesadas es la que obliga a recorrer la senda que quieren los demás. Hay que
encontrar el propio camino y revisar de vez en cuando si se sigue siendo feliz
al andar.
Ideas y caminos
Lecturas
– ‘Ser.
Curso de psicología de la autorrealización’. Antonio Blay. Ediciones
Índigo.
– ‘Juegos
en que participamos’. Eric Berne. Editorial Diana (México).
– ‘Nada
por obligación, todo con ilusión’. Oriol Pujol Borotau. Amat Editorial.
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