La red está afectando a nuestra manera de recordar y de
almacenar vivencias, pero también está influyendo en nuestra forma de olvidar.
¿Estamos perdiendo la memoria natural por los recuerdos enlatados que nos
proporciona la nueva tecnología?
El
pasado ya no es lo que era. Recordamos las fiestas que hemos
disfrutado, los momentos de transición en la vida de nuestros hijos, los
lugares que nos han enamorado y los rostros de personas que hemos conocido
gracias a los millones de vídeos y fotografías que forman la documentación
gráfica de nuestra vida. El futuro se augura más proclive aún para el pasado artificial
(la información almacenada en las redes sociales, por ejemplo) que para la
memoria natural. Si seguimos así, los circuitos neuronales de la
memoria que con tanto trabajo descubrió Santiago
Ramón y Cajal, acabarán por dedicarse a otras labores para no correr el
riesgo de desaparecer por cuestiones evolutivas.
Un ejemplo son
nuestras visitas a monumentos y museos: cada vez nos acordamos menos de lo que sentimos al ver
arte. ¿Cuántas personas experimentan hoy en día el extático Síndrome
de Stendhal, ese conjunto de síntomas (sensación de mareo, visión borrosa,
vértigos,…) que algunas personas experimentaban ante ciertas obras maestras? A
finales de los setenta del siglo pasado una psiquiatra italiana definió este
cuadro observando a turistas en Florencia. Pero tres décadas después, en los
tiempos de internet, es difícil encontrar a alguien que experimente esas
sensaciones trascendentes. Hoy en día, el visitante de una exposición no mira,
reconoce. Antes de ver arte en directo, hemos conocido esas obras a través de
internet o de vídeos explicativos. No existe lo que se llama conmoción de la primera vez
porque el encuentro con la obra es anterior.
Además de la
información previa, nuestra conducta en estos lugares ha cambiado radicalmente.
Si uno visita, por ejemplo, un museo, verá que lo más habitual es que la
mayoría de los que allí acuden vean las obras mientras hacen decenas de
fotografías con la cámara digital, la tableta o el teléfono inteligente. Y eso
afecta decisivamente a nuestros recuerdos, como demostró Linda Henkel, investigadora de la Universidad de Fairfield. Su
investigación era sencilla: a un grupo de personas les pidió que apreciaran
obras de arte mientras las fotografiaban, a otro les pidió que, simplemente,
contemplaran lo que estaban viendo sin hacer uso de ningún tipo de aparato. Al
día siguiente, cuando evaluó la calidad de los recuerdos de estas personas,
descubrió que los visitantes que habían retratado los cuadros tenían recuerdos
mucho más vagos, menos vívidos y precisos. No fueron capaces de responder a
preguntas sobre los detalles y tampoco comunicaron haber sentido la variedad de
emociones que habían experimentado los que hacían la visita al desnudo.
La autora del
estudio lo explicaba de esta manera: “A menudo la gente saca su cámara, casi sin pensar, para
capturar un momento, hasta el punto de que se están perdiendo lo que ocurre
justo frente a ellos. Se trata de un efecto de deterioro por la toma de
fotografías: cuando las personas confían en la tecnología para que recuerde por
ellos, contando con que la cámara grabará el evento y así no deben reparar en
él plenamente, esto puede ejercer un
impacto negativo en el recuerdo de la experiencia”.
En esta misma
investigación aparecía un factor que está cambiando la forma en que funciona
nuestra memoria… según algunos, en el sentido positivo: sobreestimulación. En el mundo
actual existen más documentos gráficos que nunca de todo lo que hacemos y eso
debería mejorar nuestra capacidad de tener presente lo que ocurrió en el
pasado. Sin embargo, no parece que nuestro recuerdo sea mejor. De hecho, ésa
era la conclusión que se extraía de este estudio: el excesivo volumen y la desorganización de
los documentos gráficos produce falta de atención y dificulta el recuerdo
posterior.
Es un efecto
que muchos hemos experimentado: cuando hay una gran cantidad de imágenes de un
determinado momento, confiamos en estas instantáneas artificiales para
almacenar recuerdos a la vez que desatendemos los procesos de la memoria.
Es lo que ya ocurría con ritos sociales (bautizos, bodas, etcétera) que
evocábamos a partir de las fotografías que habíamos visto en vez de usar
nuestras vivencias. Hoy en día, este fenómeno se ha generalizado, porque de
casi todo lo que hacemos hay testimonios gráficos y escritos (chats, redes
sociales...). Los científicos que se ocupan del tema de la memoria saben que no recordamos
lo que ocurrió, sino lo que rememoramos la última vez que evocamos aquellas
imágenes (los recuerdos recuerdan los recuerdos, no el episodio
original). La cuestión es que en la actualidad no hay una recapitulación y
ordenamiento posterior, porque confiamos en que internet se encargará de
almacenar lo sucedido.
De hecho, uno
de los fenómenos que se está acentuando es que nuestro recuerdo se parece cada
vez más al de un ordenador, porque estamos delegando en ellos esa faceta de nuestra mente.
Un ejemplo: un reciente artículo de los investigadores Matthew S. Isaac de la Universidad de Seattle y Robert M. Schindler de la Universidad
de Rutgers (EE.UU.) analizaba el efecto top ten. Según los autores del estudio,
la sociedad moderna ha maximizado un fenómeno que estaba ya sutilmente presente
en nuestro cerebro (la tendencia a hacer listas) y lo ha convertido en la forma
de recuerdo más utilizada.
Los
investigadores nos recordaban que internet ha potenciado esta propensión (no hay
más que hacer la búsqueda top ten y contemplar los millones de entradas para
darse cuenta) porque en la red la información tiene que venir comprimida en
píldoras que se visualicen fácilmente. Y a partir de ahí se hacían la pregunta:
¿es posible que esta multiplicación de listas de diez esté influyendo en
nuestra mente? Sus experimentos arrojaban datos que nos pueden llevar a pensar
que, efectivamente, estamos interiorizando la importancia del top ten. Cuando
los investigadores pedían que se valoraran a personas que habían sacado unas
determinadas puntuaciones en matemáticas, se observaba que la diferencia entre
quedar el décimo y el undécimo era muy exagerada por los voluntarios. De alguna
manera, estar entre los diez primeros era estar dentro del grupo de los
elegidos para la gloria. Y a partir de ahí, se consideraba al resto perdedores.
Un efecto que ocurría incluso cuando la diferencia entre el noveno y el décimo
era muy grande y la que había entre éste último y el undécimo, mínima.
Hay muchas personas que creen que esta delegación de funciones
en la red va a traer consecuencias negativas. Confiar en
las máquinas no es una buena estrategia, porque es darles un poder excesivo. Philip K. Dick, uno de los precursores
de ese tipo de miedo, escribió un relato titulado Lo recordaremos por usted perfectamente
que dio origen a la película Desafío total. En él explora las repercusiones de una
sociedad en la que nuestras rememoraciones del pasado dependan de la tecnología
hasta el punto de poder fabricar recuerdos a la carta… Pero los optimistas
afirman que, por el contrario, dejar la memoria (la capacidad más estática del
ser humano) en manos de una especie de almacén de datos nos puede hacer más libres para pensar
creativamente.
El ciudadano
soviético Shereshevsky tenía un
nombre muy difícil de pronunciar y una memoria inmensa. Tal vez por eso, A. Luria, el psicólogo que escribió un
libro sobre él (Pequeño libro de una gran
memoria) se limitó a llamarle todo el tiempo S. Este hombre podía, por
ejemplo, memorizar setenta palabras en tres segundos. Lo único que pedía S.,
eso sí, es que la habitación estuviera en silencio mientras se le recitaba la
lista que tenía que aprender. Y lo más sorprendente: no tenía problemas en
memorizar esa cantidad de información durante quince años. Es más, al cabo de
ese tiempo, no sólo se acordaba de la lista, sino que también era capaz de
recordar el apartamento en que se la leyeron, el lugar en el que estaba sentado
y el color de ojos de la mujer que se la leyó. Pero S., en una de las
entrevistas que le hizo el psicólogo, le confesaba que consideraba una
maldición tener una memoria tan extraordinaria porque “eso le impedía pensar”. Los
casos de grandes mnemonistas nos recuerdan que la capacidad para almacenar
grandes cantidades de datos no es la que define el pensamiento humano.
Y, sin embargo, nuestro aprendizaje ha estado basado, durante
cientos de años, en fomentar esta capacidad. Desde la
época en la que a los funcionarios de la China clásica se les exigía aprender
interminables listas para demostrar su valía hasta la moderna escuela en la que
los niños siguen utilizando su memoria más que su creatividad poco ha cambiado.
Internet quizás obligue a que esa rutina varíe: pocas personas siguen
defendiendo un sistema académico basado en la memoria en una época en la que la
mayoría de las personas llevan aparatos con los que consultar cualquier dato en
segundos.
Internet está afectando a nuestra manera de recordar, pero
también está influyendo en nuestra forma de olvidar. Esto último
parece menos evidente, porque no somos conscientes de la importancia que tiene
en nuestras vidas extraviar los acontecimientos. Parecería que nuestra mente
está diseñada para luchar continuamente contra la pérdida de recuerdos, pero en
realidad hay muchos procesos psíquicos que están diseñados para conseguir
relegar los acontecimientos que nos han ocurrido. Los científicos nos recuerdan
continuamente esta necesidad (un ejemplo: los artículos recientes sobre
envejecimiento afirman que las personas mayores no tienen dificultades para
aprender cosas nuevas sino que les cuesta olvidar los hábitos antiguos) pero el
imaginario común suele minimizarlo.
Pero hay un
acontecimiento en el que internet está influyendo que hace patente la
importancia de abandonar los recuerdos: el proceso de duelo amoroso. Cuando una pareja
rompe su relación, es necesario pasar por una serie de fases para que las dos
personas se recompongan emocionalmente. La tarea es complicada, porque se trata
de conseguir que el otro esté muerto para nosotros. Hay que tener en cuenta que
los procesos bioquímicos implicados han sido seleccionados evolutivamente en
épocas en las que, en la inmensa mayoría de los casos, la otra persona se
moría… literalmente.
Con una
esperanza de vida en torno a los 30 años (la más habitual durante cientos de
miles de años) lo más común es que ese fuera el final de la pareja. Es decir, el proceso
natural es fácil de conseguir cuando la otra persona desaparece de nuestras
vidas, dejamos de verla, oírla, olerla y saber de ella.
Superar las
etapas del duelo cuando la posibilidad de tener contacto con nuestro ex sigue
ahí siempre ha sido muy complicado. Rompíamos fotografías, borrábamos sus
teléfonos, quemábamos sus cartas… Pero hoy en día la cuestión se ha convertido
en una lucha imposible. Las redes sociales, por ejemplo, han hecho del duelo
digital un tema tan importante que incluso hay empresas que se dedican a ello,
compañías a las que uno puede pagar para eliminan toda posibilidad de dar con
una imagen o un texto de esa persona que nos haga volver a evocar su recuerdo.
Además, en muchos casos, hemos difundido nuestra relación a través de internet.
Y eso hace todo más difícil: en otras épocas, solo algún amigo que no sabía
nada cometía un desliz y nos preguntaba por la pareja que con la que habíamos
roto dificultando el olvido. Hoy en día, cientos de personas a las que sólo conocemos
en línea pueden preguntarnos por nuestra ruptura.
Evidentemente,
esta arma contra el olvido que supone la red también tiene efectos positivos.
Un ejemplo sencillo son las investigaciones sobre falsos recuerdos: se sabe que
muchos recuerdos que generan vergüenza o incluso fobias traumáticas son
fabricados: los individuos que los sufren no han vivido esa situación pero son
víctimas de imágenes o historias que han sido implantadas por aquellos que les
rodeaban. Hoy en día, es mucho más difícil que ocurra eso: hay muchas más posibilidades de averiguar
lo que realmente ocurrió en nuestro pasado. Por supuesto, esto
también es cierto a nivel social: hoy en día es mucho más difícil manipular la
historia reciente. Ya no son sólo las hemerotecas las que no recuerdan la
verdad: incluso las redes sociales son un documento imborrable.
Las tecnologías cambian el mundo y también nuestra psique. Las
variaciones que produce internet repercuten en muchos factores mentales y
siempre habrá personas que renieguen de ellas y otras que vean esos cambios
como positivos ¿Es
bueno el recuerdo, es positivo el olvido? Un texto de Philip K. Dick es uno de los mejores
vaticinios de cómo la mente puede servir para ver la complejidad del tema: “En el Antiguo
Testamento, Dios dice que modelará un nuevo paraíso y una nueva tierra, donde
el recuerdo de las cosas desaparecidas no entrará en el espíritu y no turbará
los corazones. Cuando releo este pasaje, me digo: creo conocer un gran secreto.
Cuando el trabajo de restauración termine, no nos acordaremos de las tiranías,
de la cruel barbarie de la Tierra donde habitábamos; puesto que el texto dice
que nos será dado el olvido. Creo
que este proceso se halla activo en este momento, que siempre ha estado activo
en este momento. Y, gracias a Dios, hemos sido ya autorizados a olvidar lo que
fue. Entonces quizá esté equivocado, en mis novelas y en mis relatos,
empujándoles a ustedes al recuerdo”.
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