Si pensamos en
encuentros de película, casi nadie dará la talla y aumentarán las frustaciones
Él la empuja con decisión instintiva
al interior del apartamento. Ella se abalanza sobre él. Mientras lo devora a
besos, se desprende salvajemente de su vestido. La pasión interior escala al
mismo ritmo dentro de los dos y al mismo que la música de fondo (siempre hay
música en estos casos). Se desploman exhaustos después de alcanzar el cielo en
el mismo instante. Después de todos estos fuegos orgánico-artificiales, el
rímel de ella sigue intacto en sus pestañas. Este es un caso inspirado en las
miles de películas que han programado las expectativas sexuales de la
humanidad.
En estas escenas, que ya habitan en
nuestro inconsciente colectivo, dentro del frenesí animal, no se comete ninguna
torpeza. Los protagonistas parecen estar muy seguros de sí mismos y sin ningún
tipo de vergüenza sobre su cuerpo. Y, por descontado, siempre alcanzan el
clímax ¡y al mismo tiempo! Vamos a ver, el sexo de película solo está en las
películas.
“Ahí radica el verdadero poder de los
medios masivos: son capaces de redefinir la normalidad” Michael Medved
Vivimos en una sociedad teóricamente
avanzada y abierta, pero, en la práctica, todavía muchas personas no se sienten cómodas hablando de
su sexualidad. Muchos tópicos se nutren de las imágenes que abundan
en el cine o en la literatura, y que se alejan de la realidad. El desencuentro
entre expectativas y vivencias es, sin duda, el principal motivo de nuestras
frustraciones sexuales.
Woody Allen plasmó a la perfección las
diferentes ópticas sobre la frecuencia de las relaciones sexuales en una escena
de Annie Hall. El terapeuta de Allen
le pregunta con qué frecuencia tiene relaciones: “Casi
nunca, tal vez tres veces a la semana”, y Diane Keaton contesta a su propio terapeuta: “Constantemente,
yo diría que tres veces a la semana”.
Si colocamos el deseo de los miembros
de una pareja en una balanza, normalmente se inclina hacia uno de los lados. De
este desencuentro, que no es cierto que siempre bascule hacia el lado
masculino, emerge una pregunta constante: ¿cuántos encuentros sexuales son lo normal? Y
para contestar llega el embustero, esto es, las estadísticas. Si mi vecino come
dos pasteles de chocolate a la semana y yo ninguno, según las estadísticas, los
dos nos hemos zampado uno. Y si luego mi vecino y yo miramos esa media
aritmética, él se sentirá un glotón, y yo, una chocolatera reprimida. Con el sexo, lo
mismo: los números solo confunden.
Vivimos en una época en la que el
envoltorio social nos hace creer que para alcanzar la felicidad tiene que haber
montones de sexo en nuestra vida. Una persona a la que le apetece poco el sexo
no tiene que ser forzosamente una reprimida, igual que alguien a quien le
apetezca diariamente no es un obseso. No son pocas las parejas que se arrojan
estos calificativos. Y ante estas bombas, nos atrincheramos detrás de nuestras
posiciones abriendo un campo lleno de minas cada vez más difícil de cruzar.
Afortunadamente, en todas las situaciones existen muchos
matices y caminos intermedios por los que podemos transitar. Igual a
uno de los miembros de la pareja no le apetece una batalla campal sexual, pero
sí algo relajadito; igual cambiando las rutinas, añadiendo otros juegos o
romanticismo, el deseo se despierta; igual se vive el “no” como un rechazo y el
afectado se siente poco querido; igual la raíz del problema es más profunda y
un terapeuta podría ayudar…
Vamos
a ver otro caso. Esta vez es a él a quien no le apetece. Quizá
porque se siente mal con su cuerpo, quizá porque en los últimos encuentros no
ha conseguido una erección, quizá… El embrollo se suele agrandar cuando él no
se atreve a confesar el motivo. Él vive cualquier acercamiento como una
auténtica amenaza sexual. No quiere una simple caricia, no sea que la cosa se
complique. Y ella, ¿qué piensa? “Ya no me quiere, debe de tener a otra…”. Y
así la maraña emocional va in crescendo. Tenemos que tirar de algún hilo para
deshacer este lío, y la única forma es hablando.
Años atrás, uno de mis pacientes que
sufría lumbociatalgia (lumbalgia que se irradia hacia la pierna) me explicaba
que casi no practicaba el sexo, no porque no tuviera deseo, sino porque el
ajetreo que comporta le provocaba que al día siguiente no pudiera moverse de
dolor. Estaba realmente preocupado por su pareja. En sus pensamientos, ella lo
dejaba. No me quedaba más remedio que buscar los matices, así que le pregunté
sobre sus relaciones: ¿cómo eran? Todas se caracterizaban por lo que parecía
ser el componente indispensable: la penetración. La penetración requiere
movimiento, así que le sugerí que podría ampliar su repertorio sexual con otras
prácticas más pausadas que les podrían hacer gozar a él y a su pareja ¡incluso
más! No fue fácil que contemplara esa idea porque para él una relación sin
penetración era como un gin tonic sin ginebra.
Si la pene-tración se encuentra en un pedestal, obviamente el
pene va con ella. Sylvia de
Béjar, una de las expertas en sexualidad de nuestro país, señala la
cantidad de hombres que están acomplejados por cuestiones métricas. Los
centímetros adquieren una importancia descomunal. Lo gracioso (o no) es que,
incluso estadísticamente hablando, en la mayoría de los casos sus medidas se
encuentran dentro de “lo normal”.
Pero lo mejor es que, aunque no lo
estén, el placer no depende de los centímetros. Sencillamente porque la estimulación
importante no es la vaginal, sino la del clítoris. Las profecías
autocumplidas suelen germinar muy bien el terreno sexual. “Como estoy por debajo de la media, no
podré hacer disfrutar a las mujeres”; al pensarlo, se puede cumplir,
y con toda probabilidad es la preocupación que genera esa idea la promotora de
la calidad de los encuentros. Como muy acertadamente afirma De Béjar, “está demostrado que cuando un hombre no espera demasiado
de su pene, este suele responder mejor”.
Meg
Ryan
(en la famosa escena del bar en Cuando Harry encontró a Sally) demostró a media
humanidad que las mujeres saben fingir el orgasmo. Lo bueno es que los hombres
¡también! Alguien podría pensar que el de ellos es más difícil de simular. El
sexo es desordenado y en medio de ese trajín no es tan difícil colar un gol.
Basta con caer exhausto y verbalmente corroborar lo bien que te lo has pasado.
La pregunta es: ¿por qué tantos hombres y mujeres fingen?
Pues parece que el sexo sin esa intensa excitación final es como jugar al
baloncesto y no encestar, o como escalar una montaña y no llegar a la cima.
Esto es, vivimos
el orgasmo como el objetivo, y por eso, si no lo experimentados,
creemos fracasar. De ahí tanta simulación. No queremos que piensen que “no funcionamos” o hacer sentir al otro que no es
suficientemente hábil como para darnos placer.
“El mundo quiere vivir encima de la
montaña, sin saber que la felicidad está en la forma de subir la escarpada”. Gabriel García Márquez
Imaginemos que el sexo se limitara a
sentir orgasmos, sin ningún tipo de coqueteo previo,
caricias, complicidades,
juegos… sin sentir esa intimidad tan intensa. ¿Realmente nos gustaría? En el
laboratorio de mi universidad viven unas ratas que tienen implantado en el
cerebro un electrodo en la zona responsable del placer, de tal forma que cada
vez que aprietan la palanca de la jaula se estimula ese electrodo. ¿Qué hacen
esas ratas? Pues no paran de apretar la palanca. Algunas pueden morir de hambre
o sed porque prefieren autoestimularse que comer o beber. Me imagino que no nos
gustaría ser como esas ratas. Es decir, tener el orgasmo (a palo seco) tan al
alcance.
De hecho, cuando recordamos con emoción alguna
vivencia sexual, nos solemos acordar de detalles como lo que nos susurró al
oído, sus ojos encima de nuestro cuerpo, cómo nos abrazó… más que de ese
momento tan puntual. Los sabios dicen que hemos de disfrutar del
camino. En el sexo, igual: cuanto más saboreemos el camino sin obsesionarnos con
llegar a una meta, más gozaremos y, paradójicamente, más probabilidades
tendremos de llegar a esa cima.
SEXO
PARA VER Y LEER
Películas.
Sexo
de cine:
‘El cartero siempre
llama dos veces’, Bob Rafelson
‘Nueve semanas y media’, Adrian
Lyne
Libros
‘Tu sexo es tuyo', Sylvia
de Béjar (Planeta, 2011)
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