“Sea como fuere lo que pienses, es mejor decirlo con buenas palabras”, William Shakespeare
La comunicación es traicionera. Es una necesidad básica del ser humano, pero también una inagotable fuente de malentendidos y conflictos. Tal vez sea la herramienta más valiosa con la que contamos, y quizás la más peligrosa, pues nos otorga el poder de crear… pero también de destruir. Nos da la oportunidad de construir vínculos, compartir inquietudes, transformar emociones y realidades. Nos permite aprender, reflexionar y comprender. Pero también tiene la capacidad de desatar guerras, reducir a escombros las relaciones más sólidas, provocar las reacciones más viles y sumirnos en la más profunda desesperación.
La comunicación es el vehículo a través del que construimos nuestra vida. Sin embargo, no solemos prestarle demasiada atención. La tenemos tan integrada en nuestro funcionamiento diario que la damos por sentada. Desde pequeños aprendemos a manejarla a través del lenguaje, creyendo que basta con dominar la lengua para alcanzar la maestría en el arte de la palabra. Nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que nos limitamos a cabalgar sobre su lomo desnudo sin tomar las riendas, dejando que galope salvaje y nos lleve a lugares de los que no siempre sabemos cómo salir. No en vano, solemos olvidar que toda comunicación está sujeta a la interpretación subjetiva de cada ser humano. Y el espacio que se genera entre aquello que queremos compartir y lo que nuestro interlocutor entiende es el detonante de infinitas reacciones impulsivas. A menudo, estas se transforman en agrias discusiones, tormentas de palabras tan destructivas como un auténtico huracán.
¿Cuántas veces decimos cosas sin pensarlas, presas de la emoción? Y ¿qué consecuencias nos genera esta manera de actuar? En ocasiones, nos entendemos tan poco los unos a los otros que bien podríamos estar hablando en idiomas diferentes. Cabe apuntar que en general no causa tantos estragos lo que decimos, sino ‘cómo’ lo decimos. El tono, el orden y la forma en la que exponemos una inquietud, una necesidad o una demanda pueden marcar el resultado de la misma de forma indeleble. Si aspiramos a dejar de ser esclavos de nuestra manera impulsiva de comunicar, tenemos que tomarnos el tiempo necesario para aprender a domar las palabras que utilizamos.
HABLANDO NO SE ENTIENDE LA GENTE
Vivimos compartiendo palabras. Estas pequeñas sumas de letras tienen el poder de unir y sanar, pero también de dañar y separar. Generan emociones poderosas en quien las pronuncia y también en quien las escucha. E inevitablemente, en un momento u otro nos conducen a lo que conocemos como ‘malentendidos’. Unidades de malestar recurrentes en toda conversación que nos dejan cargados de enfado, inseguridad y resentimiento. Los padecemos a menudo, e invertimos más tiempo y esfuerzo en resolverlos que en prevenirlos. Tal vez valga la pena preguntarnos ¿cómo se generan? Y ¿de qué manera podemos minimizarlos?
Lo cierto es que hay tantas maneras de percibir, sentir y etiquetar la realidad como personas existen en este planeta. No experimentamos el mundo directamente, sino que lo filtramos en base a nuestro condicionamiento, nuestra educación y nuestras experiencias previas de forma totalmente subjetiva. Es como si cada persona llevase un par de gafas cuyo cristal está coloreado en base a su particular ‘mapa mental’, construido en base a su sistema de creencias, sus necesidades, sus expectativas y sus deseos. Este filtro tan personal da lugar a nuestras actitudes y a nuestra conducta. Y también a nuestra manera de expresarnos.
Llegados a este punto, vale la pena apuntar que en cada interacción humana en la que existe comunicación se generan tres niveles distintos. El primer nivel lo ocupa la motivación del emisor, es decir, la intención que le lleva a comunicar una determinada información. El segundo nivel supone la forma de comunicar dicho mensaje: el tono, el lenguaje no verbal, las palabras escogidas… Y el tercer nivel es la manera en la que el receptor interpreta dicho mensaje, en base a su personal y particular filtro. La realidad es que a menudo aparece una distancia insalvable entre las intenciones del emisor y la interpretación del receptor. Y cuanto mayor es esta distancia, más probable resulta que se transforme en un malentendido o potencial conflicto.
Por lo general, cuando nos encontramos en el papel de ‘emisor’, nos centramos únicamente en nuestras motivaciones e intenciones, sin asumir ningún tipo de responsabilidad sobre la forma en la que estamos comunicando el mensaje. Nuestra motivación es hacernos entender, y, al no conseguir nuestro propósito, nos invade la frustración. Y nuestra respuesta impulsiva es utilizar la comunicación como arma. De ahí que cuando no recibimos la respuesta que esperamos de nuestro interlocutor –atención, apoyo, comprensión, empatía– a menudo nos veamos arrastrados a una escalada de violencia verbal tan dañina como agotadora. Posiblemente hemos vivido una situación de este tipo más de una vez con nuestra pareja, nuestros padres, nuestros hijos, nuestros amigos o nuestros compañeros de trabajo. Y tras la debacle, ¿cómo nos sentimos?
LA COMUNICACIÓN MÁS EFECTIVA
“La palabra es mitad de quien la pronuncia y mitad de quien la escucha”, Michel de Montaigne
Quizás sea el momento de asumir nuestra responsabilidad en la forma en la que comunicamos. Y la mejor manera de saber si estamos siendo eficaces en el uso de la palabra es analizar los resultados que obtenemos. Lo cierto es que cada vez que hablamos podemos verificar cómo nos estamos comunicando en base a la respuesta que recibimos de nuestro interlocutor. Si nuestro oyente reacciona, se pone a la defensiva, se siente atacado… tal vez tengamos que replantear la forma en la que hemos transmitido ese mensaje, en vez pasar inmediatamente a juzgar y criticar su reacción. Podemos empezar por preguntarnos por qué hemos dicho lo que hemos dicho, qué queríamos aportar, cómo lo hemos formulado, con qué tono lo hemos planteado, para qué lo hemos compartido… En definitiva, asumir la responsabilidad del ‘estímulo comunicativo’ que ha provocado la interpretación negativa en nuestro interlocutor.
A grandes rasgos, la psicología ha definido tres grandes estilos de comunicación: el agresivo, el pasivo-agresivo y el pasivo. Pongamos por ejemplo un viernes cualquiera, en el que nuestra pareja se ha ofrecido a hacer la cena. Al llegar a casa y ver que no hay nada preparado, el agresivo diría: “¡Tengo hambre! ¡Habías dicho que tú te encargabas de la cena!”. El pasivo-agresivo optaría por un sutil, aunque cargado de segundas intenciones: “¿Todavía no está hecha la cena?” Y el pasivo no diría nada, pero interiormente se sentiría decepcionado, lo que podría provocar una discusión en el futuro.
Por supuesto, estos tres estilos de comunicación tan sólo dibujan tendencias, pero posiblemente todos podamos reconocer en ellas a más de una persona con la que tratamos a menudo. En contraposición a estas tres formas de comunicar aparece la asertividad, que en el ejemplo planteado anteriormente, optaría por decirle a su pareja: “¿Te ayudo a cocinar?” De este modo, asume la realidad de que tiene hambre y hace algo al respecto sin atacar al otro ni tomarse como una ofensa personal el hecho de que éste no haya preparado la cena. Un ejercicio de empatía, respeto y comprensión que, lamentablemente, solemos mantener encerrado bajo llave en el fondo de un cajón.
Sin embargo, es este cuarto estilo comunicativo el que nos permite establecer vínculos más sanos y satisfactorios. Es el arte de mantener intacto el contenido sin renunciar a la forma. No en vano, la asertividad se basa en el respeto por uno mismo y por los demás. Implica poder expresar de manera clara, directa y honesta aquello que necesitamos compartir, eso sí, sin agredir a nuestro interlocutor en el proceso. Supone crear un espacio en el que se aúnan la aceptación y la responsabilidad. Además, nos permite lograr de manera mucho más rápida y eficaz nuestro objetivo, es decir, conseguir que nuestro mensaje sea comprendido sin generar resistencias, malentendidos y conflictos.
LA IMPORTANCIA DE LA FORMA
“La diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta es la misma que entre el rayo y la luciérnaga”, Mark Twain
Entonces, ¿cómo podemos incorporar la asertividad en nuestro estilo comunicativo? El primer paso es prestar más atención a las palabras que pronunciamos y al significado que tienen, no sólo para nosotros, sino para la persona que nos está escuchando. Lo que decimos está siempre dentro de un contexto determinado, en el marco de una relación. Es ahí donde adquiere significado. De ahí la importancia de adaptar nuestro discurso a las necesidades de nuestro interlocutor, pues no es lo mismo hablar con nuestro jefe que con nuestro hijo. También resulta fundamental pensar bien lo que queremos decir antes de dejar que se escape de nuestros labios al más puro estilo kamikaze.
Para lograr la maestría en el arte de domar las palabras tenemos que empezar por interpretar lo que nos dicen sin tomárnoslo como algo personal, tratando de empatizar con las motivaciones de nuestro interlocutor. Al fin y al cabo, lo que dice y cómo lo dice tiene todo que ver con su manera de ser, de ver y de interpretar el mundo. Así, podemos aprender a comunicarnos más asertivamente mejorando nuestro nivel de atención y de presencia. Para comunicar conscientemente tenemos que ser capaces de escuchar empáticamente, sin que en el proceso interfieran nuestras ideas previas o nuestros razonamientos sobre aquello que nos dicen. Del mismo modo, es fundamental ser conscientes de lo que nosotros decimos y de cómo lo decimos.
En última instancia, es imposible no comunicar. Incluso el silencio suele estar cargado de la más elocuente información. En este escenario, la asertividad es una invitación a desarrollar al máximo el potencial de esta herramienta, tan útil como necesaria. Una apuesta por escoger las palabras precisas en el momento adecuado. Para verificar si vamos en buen camino, basta con observar el rostro de nuestro interlocutor. Sin duda alguna, el mejor espejo para medir nuestra habilidad en el arte de domar las palabras.
EN CLAVE DE COACHING
- ¿Dónde me conduce la reactividad?
- ¿Qué resultados obtengo cuando hablo antes de pensar?
- ¿Qué resultados obtendría si fuera más asertivo?
Libro recomendado
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