Todo el mundo (incluidos los grandes genios) sufre periodos de
zozobra sin salida a la vista pero con una tabla de salvación que puede
alcanzarse aferrándose al entusiasmo y a la fortaleza interior
Al
finalizar la adolescencia, Bertrand Russell atravesó un periodo especialmente
triste de su biografía. Se encontraba sin alicientes y no tenía demasiados
motivos para seguir viviendo. En esa época, paseaba mucho. Como reconoció
después en sus memorias, “había un sendero que conducía a New Southgate
atravesando el campo, y yo acostumbraba a ir allí para contemplar la puesta de
sol y pensar en el suicidio”. “Pero no
me suicidé –añadía más tarde– porque quería saber más matemáticas”.
Bertrand
Russell murió con casi cien años, después de una vida plena en la que además de
obtener el premio Nobel de Literatura por sus ensayos, experimentar y disertar
sobre el amor y diversas formas de pareja revolucionarias en su época y hacer
activismo social (fue detenido y encarcelado con 90 años en una manifestación
pacifista), consiguió coescribir uno de los tratados más importantes de las
matemáticas de todos los tiempos –Principia Mathematica–. La ciencia que había
hecho resurgir a Bertrand de su infierno vital le acompañó toda su vida. Aunque
fue alejándose de ella para emprender otros proyectos, nunca olvidó que la
pasión por la lógica matemática había sido su salvavidas.
Todos
atravesamos baches, periodos en los que no encontramos motivos para levantarnos
por la mañana y aguantar el esfuerzo del día a día. En esos momentos, cuando
falla la vida global, lo único que nos ayuda a seguir son nuestros asideros,
las fortalezas íntimas que a nosotros nos proporcionan combustible en ese
momento preciso. No se desafían las penalidades tomándose la vida con cinismo
universal: es necesario el entusiasmo particular.
Uno
de los primeros autores que habló de estos agarraderos vitales para los malos
momentos fue Viktor Frankl, el psiquiatra fundador de la logoterapia. Él había
estado recluido en un campo de concentración junto con personas que habían
perdido todo, seres humanos que habían visto destruidas la mayoría de cosas que
valían la pena en sus vidas y que padecían hambre, frío y la violencia extrema
de los que les mantenían encerrados. Sin embargo, algunas conservaban una
impresionante fuerza interior. Eran prisioneros para los que, por diversos
motivos, seguir con vida merecía la pena. A unos les ataba a la vida su
familia, a otros un talento recién descubierto –tocaban el piano o hacían
muebles- o una capacidad que no querían
perder (el sentido del humor, por ejemplo).
A algunos les llevaban a seguir adelante sus creencias religiosas, a
otros sus ideales revolucionarios…
En
todo caso, trasmitían la impresión de ser capaces de aceptar que en la vida
solo hay dos tipos de momentos: los buenos, en los que hay que intentar que el
mundo entre por todos los poros, y los malos, en los que lo único que se puede
hacer aguantar. Los
que resistían habían encontrado una tabla de salvación que les permitía tomar
aire y no ahogarse y se aferraron a ellas con todas sus fuerzas.
A
partir de experiencias como las de Frankl, todos los que nos dedicamos a la
salud mental nos hemos preguntado qué características comunes tienen esos
salvavidas. Una de las conclusiones, por
ejemplo, es que esos
flotadores nos proporcionen una narrativa que nos ayude a reescribir nuestra
historia, a generar un relato que nos convierta otra vez en protagonistas de
nuestras propias vidas.
Ya los antiguos
filósofos griegos afirmaban que lo que nos perturba no son los acontecimientos,
sino la interpretación que hacemos de ellos. Si, por ejemplo, creemos que no podemos cambiar
lo que nos ocurre, entonces nos sentimos mal. Por eso cuando nos contamos a nosotros
mismos historias de control interno, es decir, formas de ver nuestra vida que
nos llevan a pensar que tenemos poder para cambiar el futuro, somos más
felices. Y por eso nos ayuda atinar con motivaciones que nos den
fuerzas y nos sirvan para retomar el control de nuestras vidas. No importa que,
para los demás, esos salvavidas sean insignificantes: como decía Bertolt
Brecht, “lo importante no es parecer el más fuerte,
sino ser el superviviente”.
Otra
de las máximas es que nadie puede encontrar esos asideros por nosotros.
Todos hemos tenido la experiencia de encontrarnos en momentos bajos y estar
rodeados de personas que nos ofrecen soluciones que a ellos les sirvieron. Y
todos hemos sufrido la frustración que supone darse cuenta de que aquello que a
otros les ha motivado, a nosotros nos deja indiferentes.
En
momentos de duelo amoroso, por ejemplo, podemos tener amigos que han encontrado
consuelo en la promiscuidad sexual (“un clavo quita otro clavo”, nos dirán),
otros que se han refugiado en el trabajo para olvidar la soledad, gente que ha
buscado consuelo en la religión e incluso conocidos que hayan iniciado un
proyecto vital diferente marchándose del país. Todos nos ofrecerán sus recetas
mágicas para olvidar a la persona amada. Y, sin embargo, es posible que ninguna
de esas técnicas nos resulte útil a nosotros. En medio de la tormenta, los salvavidas son
individuales y lo más probable es que no nos sirvan los de los demás.
Otro
ejemplo de solución particular lo encontramos en Henry. Con veinte años era
considerado un chico enfermizo. Trabajaba y se aburría en un bufete de abogados
y todo el mundo le consideraba una persona triste. Un día su madre, para
consolarlo, decidió regalarle una caja de pinturas. A partir de ese momento su
oscuridad se difuminó y apareció una especie de explosión de color en su vida.
En poco tiempo, Henry Matisse se
convirtió en uno de los pioneros del fauvismo y mantuvo su vitalidad hasta que
murio con 85 años para convertirse en uno de los pintores más famosos del siglo
XX.
Niels Bohr, uno de los grandes
científicos de la física cuántica que también sufrió una crisis personal que
superó por su fascinación por la ciencia, decía con ironía que el único sentido
de la vida consiste en que no tiene ningún sentido decir que la vida no lo
tiene. Descubrimos
un motivo para seguir adelante (no lo podemos inventar: tenemos que
desenterrarlo pero debe estar presente en ese momento) cuando lo necesitamos para conseguir
fuerzas. Pero lo importante no es el asidero vital en sí, sino las
energías que nos proporciona. Al igual que un vehículo puede funcionar con
diferentes combustibles, nosotros podemos conseguir fuerzas de diferentes
clases de motivación en cada momento de nuestras vidas. De hecho, muchas de
esos agarraderos son circunstanciales:
los vamos dejando atrás para sustituirlos por otros. Lo esencial es
encontrar uno en cada momento malo. No son los objetivos que tenemos, sino las
fuerzas que nos dan para seguir.
Tom
es un ejemplo de salvavidas insólito. Su gran problema, en determinado momento
de su vida, era que ninguno de los retos existenciales que sus padres o amigos
le planteaban llegaba a interesarle. Ni dinero, ni poder, ni independencia… Se
sentía inmune a la motivación de logro que impulsa a muchos jóvenes a luchar
por conseguir lo que quieren. Se le llegó a diagnosticar depresión, pero
consiguió sacar fuerzas de lo que menos se podía esperar: convirtió su vaguería
en un modo de vida. Tom Hodgkinson
ha escrito libros con títulos tan explícitos como Elogio de la pereza y Cómo ser
libre y dirige en la actualidad la revista The Idler (El vago) que
se publica de forma bianual para que no suponga un excesivo esfuerzo. Y aunque
sus sacrificios a la hora de difundir su obra son mínimos, le dan suficiente
ingresos para dedicarse a lo que le da felicidad: tocar el ukelele y criar
gallinas.
En
medio de las penalidades, hay personas que resisten gracias a su sentido del
humor, otras distanciándose emocionalmente, hay quien utiliza sus redes de
apoyo social y hay quien se aísla y consigue así sosiego. Como recordaba Viktor Frankl, la diversidad de
factores que nos han permitido a los humanos salir adelante hacen que la
pregunta “¿cuál es la mejor motivación?”
carezca de sentido. Sería como preguntarle a un ajedrecista “¿cuál es la jugada más brillante que se
puede hacer en ajedrez?” o a un escritor “¿cuál es la mejor forma de describir lo que sucede?” El contexto,
nuestra historia personal y nuestras tendencias de motivación dictaminan que
una determinada variable nos enganche lo suficiente como para ayudarnos a
remontar.
Un
último ejemplo de tabla de salvación es el de Dorothy, una pianista que con 18 años experimentaba la frustración
de vivir en un mundo machista que le negaba lo que ella quería: tocar jazz y
formar una familia con otra mujer. Cuando ya se hundía en el negro túnel de la
depresión, descubrió accidentalmente que había un método que la podía llevar a
cumplir sus objetivos: disfrazarse de hombre.
Dorothy
encontró tanto placer en la suplantación que saltarse las fronteras sexistas
mediante la impostura se convirtió en su sentido vital. Hasta su muerte en
1989, nadie descubrió que el pianista Billy Lee Tipton –su pseudónimo–
acompañante de algunos de los grandes músicos de jazz de su época, casado tres
veces y padre de un hijo adoptivo, era en realidad una mujer.
Habrá
personas que reaccionen con incentivos que les hagan sentirse unidos a un
grupo. Es el caso, por ejemplo, de aquellos que han encontrado
fuerzas integrándose en una tribu urbana. Para otras, sin embargo, el acicate
es el contrario: sentirse más independientes. Son, por ejemplo, los
individuos que encuentran el impulso en un acto que les da autonomía, como
marcharse de un trabajo en el cuál se sienten esclavizados. Hay quien sale de
un momento de crisis descubriendo algo que le proporciona placer y sentido hedónico.
Puede ser el mundo swinger o la papiroflexia. Otros, por el contrario, necesitan un
aliciente que se constituya en un reto. Centrándose en él consiguen
seguir adelante a pesar de haber empezado su periplo vital en circunstancias
muy duras, como ocurre con muchos futbolistas.
Para
ciertos individuos, cuidar a otros es su mayor motivación: la
responsabilidad que supone criar hijos, por ejemplo, sostiene a muchas personas
mientras el resto de su mundo se derrumba. Para otros, sin embargo, conservar lo
suyo es lo más importante. Su asidero vital es, por ejemplo, la
lucha por no perder posesiones materiales que han ido ganando poco a poco y con
mucho esfuerzo. En los malos momentos, recordar lo que tienen les sirve para
seguir luchando.
Hay,
por supuesto, personas que se esfuerzan en medio de las crisis para que todo
continúe como está, aferrándose a la sensación de permanencia. Y
hay otras para las que lo más importante es el cambio, que aparezcan
cosas nuevas: su mayor incentivo es explorar el mundo, encontrar algo que hasta
ahora no hubiera aparecido.
Esta
variedad de soluciones a la hora de encontrar motivación nos demuestra que no hay ninguna
solución común para encontrar acicates en los momentos de crisis. Por
eso, siempre se recuerda que es muy importante nuestra apertura a la
experiencia.
En
los momentos bajos, perdemos muchas veces nuestra capacidad de esperar cosas
buenas del mundo. En esos trances, es fácil sentir que las únicas vidas con
sentido son las de los otros. Y eso puede jugar en nuestra contra, porque los incentivos
aparecen en momentos de crisis cuando nos sumergimos en una total apertura ante
el mundo.
Las
conversiones religiosas, la constatación de que tenemos alrededor personas muy
válidas por las que merece la pena luchar o las vocaciones artísticas llegan como
una epifanía, un insight repentino e inesperado. Para esperarla tenemos que
estar abiertos, porque no podemos anticipar de dónde vendrá nuestro sostén
vital.
Al
igual que Bertrand Russell, el granjero Alvin, Henry Mathisse, Tom Hodgkinson o
la pianista Dorothy, nosotros
tenemos capacidad para encontrar motivos para seguir adelante. A
posteriori, es fácil ver cuáles fueron sus tablas de salvación y escribir sobre
ellas. Pero en su momento todos ellos estuvieron a punto de desesperar porque
creyeron que no había salvavidas al que pudieran aferrarse. Es bueno tener
estos ejemplos, porque nos demuestran que lo único que importa es mantener la esperanza.
Manuales de diagnóstico
Los
psicólogos Christopher Peterson y Martin Seligman se plantearon hace una década
por qué la salud mental había clasificado las disfunciones perjudiciales por
las que pasamos los humanos y no se habían definido las fortalezas que nos
ayudan a superarlas. A fin de cuentas, como recordaba García Márquez, “la vida no es
sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir”: para
los que trabajamos en estos temas, son más impresionantes las capacidades que tenemos los
seres humanos de superar los malos momentos que los síntomas que sufrimos
mientras estamos en el bache. Por eso pusieron manos a la obra y
empezaron a diseñar el VIA (The Values in Action Classification of Strengths)
con la intención de que los profesionales del tema pudieran hallar una especie
de reverso positivo del DSM-IV o el CIE-10 (manuales de diagnóstico de problemas
psicológicos más usados).
La
cuestión no es sencilla. La variedad de factores de supervivencia psicológica
de los seres humanos es muy grande: en momentos malos nos agarramos a lo que nos entusiasma y
da la impresión de que esas pasiones son tan incomunicables como el dolor o el
placer. Pero aún así, la enumeración puede servir para hacernos
reflexionar sobre nuestras fortalezas personales. Repasar esta lista y señalar aquellas
capacidades que sabemos que tenemos puede resultar útil para refrescar nuestra
memoria ayudándonos a tener presente cuáles son nuestros salvavidas cuando
llegue la siguiente tormenta.
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