La soledad es
una de las experiencias más difíciles de sobrellevar. A diferencia de otras
sociedades más inclinadas hacia el aislamiento interpersonal, los latinos nos
hemos levantado en una cultura donde el grupo social inmediato es determinante. La
familia, los amigos, los hermanos, los hijos, los primos, las tías y hasta los
vecinos, conforman el hábitat de convivencia, los vínculos que definen quienes somos y
para donde vamos. Reafirmamos nuestra valía personal en la medida
que poseemos un punto de referencia humano, un sentido de pertenencia: “Mi gente”.
De alguna manera, los otros nos ayudan a definir cuan valiosos y queribles
somos.
Sin embargo,
una cosa es sentirse partícipe y disfrutar de la camarilla, y otra muy distinta
crear
dependencia. La dificultad de estar solo o el miedo a la soledad, se
origina, al menos, en dos esquemas negativos.
El primero, se
refiere a la incapacidad de ciertas personas para hacerse cargo de sí mismas. Los
pensamientos bloqueadores son, “No soy capaz”
o “Necesito que alguien me proteja”. La
soledad es percibida como desolación peligrosa e inseguridad, es decir, desamparo.
La meta es cuestión de vida o muerte: conseguir un guardaespaldas, una mamá o
un papá que responda por ellos. Si no se consigue, la ansiedad puede llegar a
límites inusitados (vg. pánico).
El contenido
del segundo esquema es típico de las personas que se consideran no queribles.
En estos casos, la autoestima hace que la soledad se convierta en desolación
afectiva. Un desierto de abandono difícil de aceptar, casi un
destierro. La crisis suele estallar los viernes o sábados por la noche, y el
domingo a eso de las tres de la tarde. No tener programa es la confirmación de que no se está cotizando. El
objetivo es evidente: que alguien los haga sentir apetecibles y deseados; en
otras palabras, ser
afectivamente normal. Si no se alcanza la meta, la depresión puede
hacer mella.
La
epidemiología del aislamiento afectivo es abrumadora. Más del 40% de las personas que solicitan ayuda
psicológica o psiquiátrica sufren de soledad real o anticipada. Ya sea que se
trate de inhabilidad para hacer amigos, despecho, incomunicación urbana,
ausencia de pareja o de familia, la soledad es uno de los males del siglo XX y
con seguridad lo será del siglo XXI (el internet no parece ser la solución, por
lo menos hasta que se invente la ternura virtual)
Dejando a un
lado el retraimiento extremo de aquellos sujetos que entran en reclusión
esquizoide y niegan cualquier contacto humano significativo, a la soledad hay que saberla
sobrellevar. Es conveniente estar con ella de vez en cuando. Nunca
he visto que la soledad se promueva en la educación por valores. Se habla de
amistad, altruismo y compañerismo hasta el cansancio, pero de la capacidad de
retraerse a los propios espacios interiores, nada. Si el hombre sigue soltero
después de los cuarenta, es estadísticamente sospechoso, y si la mujer no ha
conseguido novio o esposo después de los veintiocho, se quedó para vestir
santos. De una manera u otra, la soledad nunca se plantea como una elección
viable, sino
como algo desafortunado.
Toda nuestra
formación está orientada hacia afuera: la búsqueda de distractores a expensas
de la persona. Es tan malo ser ermitaño, como necesitar compañía
compulsivamente. Aceptar la soledad de vez en cuando significa adentrarse a un mundo
donde la orfandad no duele, donde no prosperan las pérdidas, ni arrecian las
amenazas.
La mejor
manera de superar el temor a la soledad, es comenzar a estar solo. Ya sea
por aproximaciones sucesivas o de una vez por todas, no hay otra forma: el miedo se
vence enfrentándolo. Hay que arriesgarse, soltar las muletillas y
empezar a caminar sin ayudas. La soledad bien administrada, aunque duela, es
una oportunidad para encontrarse a sí mismo, conocerse y fortalecer el
potencial que tenemos rezagado. Si intentas meterte en ella,
descubrirás, tal como decía Maeterlinck, que el silencio es el sol que madura los frutos
del alma. Atrévete y sorpréndete.
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