Ni todo sufrimiento es malo, ni todo sufrimiento
es bueno. Ni búsqueda desenfrenada de placer ni fanatismo masoquista. Hay
aflicciones que son imprescindibles para el ser humano, y otras que sobran. Hay dolores
productivos que nos hacen crecer y avanzar,
y otros que son un especie de via crucis rumbo a nada: el tormento por
el tormento.
Viktor Frankl, un psicólogo
que sobrevivió a los campos de concentración y exterminio nazi, hablaba de un sufrimiento
con sentido y uno sin sentido. Al primero lo catalogaba de “noble”
desdicha y al segundo de infelicidad “innoble”. Cuando el dolor está al servicio de
fines saludables, es como una inyección de penicilina, duele, pero cura.
Un buen ejemplo de este sufrimiento justificado es
el duelo.
En situaciones de pérdida, como la muerte de un ser querido o la separación
conyugal, la biología nos impone el principio de realidad. El duelo nos enseña
que hay que
saber perder y que, en determinados momentos, la esperanza puede
llegar a ser un verdadero estorbo. Ante lo irremediable, la mejor opción es la humilde
aceptación. Si no fuera así, el organismo se desgastaría tratando
inútilmente de recuperar un imposible. Moriríamos en el intento. El
reconocimiento de que “se acabó” y que “ya no hay nada que hacer”, nos
libera de una estéril y dolorosa espera.
El duelo normal posee cuatro etapas. La primera es
el embotamiento
o entumecimiento de la sensibilidad, en la cual el sujeto se siente
aturdido e incapaz de entender lo ocurrido; puede durar horas o semanas.
En una segunda etapa, de anhelo y búsqueda, la persona
no acepta que la pérdida sea permanente. Aquí pueden aparecer manifestaciones
como llanto, congoja, insomnio, pensamientos obsesivos, sensaciones de
presencia del muerto (y obviamente visitas a videntes y brujos), cólera y
rabia, enfín, en esta etapa se intenta restablecer inútilmente el vínculo que
se ha roto. Es una etapa de ansiedad y desesperación; puede durar de dos a tres
meses.
En la tercer fase, pese al dolor, se comienza a aceptar la
pérdida y aparece una fase realista y depresiva; el tiempo promedio
es de dos a tres meses.
Finalmente, se entra a la fase de reorganización,
donde, ya sí, se comienza a renunciar definitivamente a la esperanza y el
individuo recupera la iniciativa y las ganas de vivir.
Se calcula que un duelo bien elaborado puede durar
de seis
meses a un año, dependiendo de la cultura y la historia previa del
sujeto. Algunas personas crean un duelo crónico, es decir, se quedan anclados
en la tercera etapa (depresión). Otras, pueden permanecer en la primera etapa,
y configuran lo que se llama ausencia de aflicción consciente. En ambos casos,
el proceso se estanca y las remembranzas se transforman en calvario.
“Elaborar” adecuadamente
un duelo afectivo implica que la mente y el organismo puedan procesar, aceptar,
absorber, decodificar o asimilar la ausencia definitiva de la persona amada.
Quiere decir que al pasar por las etapas mencionadas, el deudo admite y asume,
así sea a regañadientes, el hecho de la pérdida. No significa
insensibilidad ante la muerte, ni olvido inclemente, sino nostalgia de la buena. Recuerdos
modulados por el amor en vez de angustia de separación. No hay ansiedad
descontrolada, sino mansedumbre afectiva.
Se fue, pero quedan los años vividos, la dicha de
haberlo tenido, la memoria teñida de momentos inolvidables y la añoranza limpia
de toda ira. En un buen duelo no hay egoísmos, apropiaciones indebidas,
posesiones a destiempo, ni celos retrospectivos. Aunque es recomendable llorar
hasta el cansancio, no suele haber mártires, estancamientos suicidas o
autolaceraciones.
Tarde que temprano, el vendaval del desconsuelo cede paso a una
sosegada calma que surge desde adentro. Y es cuando comprendemos que
todo ese sufrimiento, ese desgarrador padecimiento, cumplió su cometido. No fue
en vano. Había
que sufrir para empezar de nuevo. Así es la sana resignación del que
sabe perder.
Walter Riso
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada