“Después de todo, tú eres la única
muralla. Si no te saltas nunca darás un solo paso”, Luis Alberto Spinetta
La vida es una artista caprichosa. Como si
fuéramos esculturas, nos va moldeando a golpe de obstáculos y experiencias. Nos
reta y nos aprieta, poniéndonos a prueba para ver de qué material estamos
hechos. Nos arrastra, nos eleva y nos enseña que somos capaces de sobrellevar,
aceptar y sobrevivir situaciones límite. Pero a menudo ese aprendizaje deja cicatrices en
nuestra psique y en nuestro corazón. Hay quien convierte esos
recordatorios del dolor experimentado en su seña de identidad, como si fueran
galones ganados tras una ardua batalla. Y cada vez hay más personas que los
utilizan para construir una coraza, inspirada en la piel del erizo, que
les proteja de los vaivenes y embistes del mundo exterior. El objetivo: impedir que les
hagan daño, ser más fuertes, más duros y menos vulnerables. Así,
ladrillo a ladrillo, espoleados por la promesa de la protección, van
construyendo un auténtico muro de contención emocional.
Tal vez para comprender mejor cómo funciona este
mecanismo tengamos que ahondar en su funcionamiento. Por lo general, se
desencadena tras la identificación de una amenaza. El instinto de
protección se dispara, y busca todas las maneras posibles de evitar el
potencial dolor. No en vano, está profundamente implantado en nuestra psique. Y
va de la mano de nuestro instinto más poderoso: el de supervivencia. Esta
respuesta biológica es tan natural como necesaria. Nos ayuda a salir airosos de
situaciones como esquivar un coche que va a demasiada velocidad al acercarse a
un paso de peatones. Pero cuando asalta el mundo de las emociones, los
resultados no siempre son tan positivos. Este mecanismo se dispara cada vez que
alguien nos habla mal, nos insulta, nos traiciona, cada vez que entregamos
nuestro corazón y termina hecho trizas, cada vez que nos sentimos rechazados,
poco valorados, juzgados o atacados. Así como aprendemos a mantenernos alejados
del fuego tras quemarnos al tocarlo la primera vez, tratamos de prevenir el dolor
construyendo murallas, barreras y hasta auténticas fortalezas que bajen el
volumen de lo que sentimos. Creemos que así seremos más impermeables
a las emociones. Pero como sucede cuando encerramos algo en un tarro pequeño,
la presión termina por hacer mella.
Cuando nos ocultamos tras una coraza, suceden dos
cosas. En primer lugar, nos desensibilizamos. Aparentemente, las
medidas que hemos tomado para evitar el dolor funcionan. Los estímulos que
recibimos cada día nos llegan con sordina, y muchos de ellos nos resbalan. Pero
pasado un tiempo, paradójicamente nuestra sensibilidad se intensifica. Como
efecto secundario del aislamiento cada vez somos más desconfiados. Llevamos sin
mostrarnos tanto tiempo que tememos profundamente la reacción de los demás si
lo hacemos. Tenemos miedo a que cuando alguien descubra lo que hay tras la
coraza, no les guste o no lo consideren suficientemente bueno. Así que optamos
por no dejar
entrar a nadie para evitar mostrarnos verdaderamente auténticos y vulnerables.
Cuanto mayor nuestro escudo, más grande nuestra inseguridad. Y a medida que
crece nuestra incertidumbre también lo hace nuestra necesidad de protegernos,
que nos puede llevar a vivir a la defensiva.
El ‘síndrome
del cactus’
“Sin duda, tu coraza te protege de
la persona que quiere destruirte. Pero si no la dejas caer, te aislará también
de la que quiere amarte”, Richard
Bach
Cada vez más personas padecen del ‘síndrome del
cactus’. Es decir, optan por aislarse en su propia fortaleza
interior, desarrollando rasgos un tanto huraños y taciturnos. Al igual que los
cactus, tienden a pinchar cuando te acercas demasiado a ellos. Viven en una
especie de desierto
emocional, o mejor dicho, sobreviven en ese desierto. Gestionan con
eficacia los escasos recursos de los que disponen. Pero pese a su aspecto duro
y resistente, tienen un interior cuajado de sorpresas. Sin duda, resultan mucho
más sensibles y tiernos de lo que aparentan. Lamentablemente, hacen que
resulte casi imposible descubrir esa faceta suya. A veces, ni ellos
mismos se la creen. Quienes padecen este síndrome parten de la base que quien
más invierte en una relación más tiene que perder. Consideran que cuanto más
conozca el otro sobre su intimidad más poder de influencia le está dando sobre
sí mismo, lo que resta el control que tienen sobre su propia existencia. De ahí que
opten por la defensa como estilo de vida.
Vivir a la defensiva nos lleva a tomarnos
cualquier comentario inocuo como una ofensa personal. Para mantener nuestra
postura cualquier excusa es buena. ‘Los demás no son merecedores de mi confianza’,
nos decimos. Así, terminamos creyendo que vivimos en un entorno hostil.
Reaccionamos y saltamos ante cualquier cosa que se salga de nuestros esquemas,
arruinamos amistades y relaciones de pareja por no atrevernos a salir de nuestra zona
de confort. Percibimos al otro como un enemigo al que tenemos que
vencer, y procesamos aquello que nos dice como si fuera en nuestra contra, para
molestarnos o hacernos sentir mal. Pongamos por ejemplo a una pareja. Ella
llega de un viaje de trabajo y se encuentra con la sorpresa de que él le ha
cocinado la cena. Tras terminar, le dice: “¡Qué bien te ha quedado!” y él contesta: “¿Qué estás
queriendo decir? ¿Que normalmente no cocino bien?”. Posiblemente
ella no reaccionará positivamente ante el ataque, y la escena puede terminar
mal. Lo cierto es que si ante una frase corriente atacamos como si fuera una
amenaza o provocamos un conflicto, es porque algo no anda bien en nuestro
interior.
Al igual que aprendemos a levantarnos cuando nos
caemos, a abrir un paraguas para resguardarnos de la lluvia o a ponernos el casco
cuando subimos a una moto, desde pequeños aprendemos que mostrarnos como somos entraña ciertos
riesgos. No todo el mundo valora nuestras ideas, admira nuestra
manera de hacer las cosas y respeta cada una de nuestras decisiones. Si así
fuera, posiblemente nos convertiríamos en unos narcisistas de aúpa. A menudo
nos encontramos con escollos en nuestras relaciones con los demás. Esos choques
nos
reposicionan y nos cuestionan, ayudándonos a construir nuestra
propia identidad y a redefinir nuestros valores y prioridades. De ahí la
importancia de aprender
a mostrarnos. Eso implica dar entrada a los demás, dejar espacio
para la intensidad, la crudeza y el enfrentamiento. Y también al tan temido
dolor. No en
vano, ese dolor, pregonero del cambio, es el que tiene la capacidad de
transformarnos.
Entonces, ¿Qué sucedería si nos relacionáramos con los demás sin
ningún filtro, en carne viva? Posiblemente se multiplicarían los
malentendidos. Habría más roces, más conflicto. Nos veríamos abrumados por lo
que sentimos. Pero aprenderíamos más. Viviríamos en las trincheras de la vida,
en vez de contentarnos con jugar al ‘Risk’. El objetivo no sería construir una
muralla y contener toda nuestra sensibilidad en esa especie de olla a presión,
sino permitirnos
vivir la intensidad en el día a día, dejando que nuestras emociones hagan mella
pero sin destruirnos.
Vulnerabilidad
al desnudo
“La vulnerabilidad no es debilidad,
es nuestra medida más precisa de valor”, Brené Brown
Para lograrlo, tenemos que comenzar por redefinir
el concepto ‘vulnerabilidad’.
A veces, decirle a alguien ‘eres vulnerable’ puede interpretarse como
algo peyorativo. Hay quien lo considera el antónimo de la fortaleza, pero nada
más lejos de la realidad. Ser vulnerable no significa pasarse el día llorando
por todo, sino que nos afecten más profundamente las experiencias que
vivimos, las cosas que vemos, las personas que conocemos. Nacemos
sin más protección que nuestra propia piel, una fina capa que apenas nos separa
de todo lo que nos rodea. Crece con nosotros y el tiempo y los elementos la van
curtiendo. Pero siempre nos ofrece un mundo de sensaciones. Si viviéramos
encerrados, ocultos, temiendo que un rayo de sol nos dejase una peca de
recuerdo, nos perderíamos muchas experiencias. De algún modo, es lo que hacemos
cuando nos ocultamos tras nuestra coraza emocional. No permitimos que nuestras relaciones nos
transformen, y en el camino nos perdemos a nosotros mismos. Todos
los seres humanos anhelan el contacto con sus semejantes. Somos seres sociales,
que nos construimos en el compartir. Y renunciar a nuestra naturaleza siempre
acarrea consecuencias negativas.
Desarrollamos el ‘síndrome del cactus’ para
protegernos del dolor. Estamos menos expuestos, pero no por ello padecemos en
menor medida. Nos termina convirtiendo en prisioneros. Nos ocultamos y
reprimimos, y aunque ganemos alguna batalla, siempre perderemos la guerra. Vivir a la
defensiva nos impide relajarnos, conectar con nosotros mismos y con los demás
de forma espontánea y auténtica. Nos impide conocer la paz, y limita nuestro
disfrute. Paradójicamente, protegernos nos hace más susceptibles. Es uno
de los efectos secundarios de vivir a la defensiva. Tratamos de protegernos,
como una muñeca de sal flotando en una barca en medio del océano. Si nos
dejáramos ir, nos daríamos cuenta de que no nos disolveremos y desapareceremos
entre las aguas, sino que regresamos a nuestro estado original, conectados con todo.
Tal vez entonces comprenderíamos que la mejor defensa no es un buen ataque… es
no sentirse atacado.
En clave de
coaching
¿Qué ganamos
cuando nos escondemos tras nuestra coraza?
¿Qué nos
aporta vivir a la defensiva?
Libro
recomendado
‘El caballero de la armadura oxidada’, de Robert
Fisher (Obelisco)
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