Ilustración Anna Parini |
A veces los conflictos se limitan a una lucha de egos que no
permiten el acuerdo. Medir los costes, actuar rápido y cambiar el vocabulario
son buenas formas de empezar
El hombre no conoce al
hombre; de ahí los conflictos que desgarran al mundo. Amiel-Lapayre
El motivo por el que se
producen las disputas rara vez es tan grave como el malestar que generan.
Conflictos, nadie los quiere, pero
todo el mundo los tiene en algún momento de la vida. No hemos sido educados
para su gestión, a pesar de que formarán parte de nuestra vida y trabajo con
seguridad. Tal vez afrontar crisis no sea lo acertado, sino aprender a
prevenirlas y “gestionar soluciones”. Todos nosotros, a nivel
personal, tenemos desencuentros de alguna clase en nuestras relaciones, pero
aplicar ciertas pautas
de autocontrol puede abrir vías de acuerdo. Un conflicto es un
desacuerdo persistente entre personas o entre colectivos humanos. Es un choque
de egos y de intereses. La forma puede adoptar diferentes apariencias: mala
comunicación, intereses opuestos, opiniones encontradas, incompatibilidades,
discusiones, peleas… pero en el fondo todo eso es reflejo de la necesidad
oculta de “tener
la razón”. La intensidad y cantidad de confrontaciones de una
persona o colectivo es proporcional al nivel de autocontrol. Cualquier persona
debería preferir tener paz a tener razón.
Para simplificarlo, el origen de
nuestras dificultades está en el ego, autoconcepto o autoimagen construida, que asumimos
como identidad real. Y cuando un ego cuestiona a otro, se percibe
como un ataque a la identidad propia, y la explosión está servida. No es
exagerado afirmar que el mundo no tiene problemas; lo que sí tiene es personas
con el ego inflado que confunden su identidad real y esencial con su ego
fabricado.
Todo desacuerdo implica una serie de
emociones: un deseo o voluntad no satisfecha que genera frustración, decepción, enfado, ira,
agresión, violencia. Estas tres primeras emociones –que forman parte
del ámbito interno– cristalizan en aquellos tres siguientes comportamientos en
el ámbito externo.
Pero la frustración no es un problema real,
simplemente es la no aceptación de una realidad. Las personas
inmaduras emocionalmente son incapaces de aceptar lo que no está en su mano
cambiar. Niegan la realidad en sus mentes y cuando ven que el mundo no se
aviene a sus exigencias, se encolerizan. Exigen una reparación y el desasosiego
que crean es proporcional a su necesidad de ser reparados.
Así nacen los conflictos: un abismo que
se abre entre lo que es y lo que debería ser. Y aún peor, se
procrean, crean réplicas y reacciones que empeoran el problema.
Un conflicto es la “representación
mental” de unos acontecimientos o situación, una cosa son los hechos
y otra las interpretaciones. Y es la interpretación de los hechos lo que enemista a las
personas. De hecho, muchas crisis empiezan desde la pura nada: un
silencio, una omisión, una presuposición, un olvido, una creencia, una petición
no expresada, un derecho imaginario… En realidad nada ha ocurrido salvo la fabricación
de un desacuerdo.
Todo problema tiene una o más
soluciones, y ninguno carece de ella. Más bien las partes encontradas son las
que necesitan solucionar sus posiciones mentales antes de poder negociar una
salida justa y digna para todos. La realidad es que siempre hay una opción de acuerdo, lo que
ocurre es que no gusta. Por alguna razón creemos que las soluciones
deben ser agradables y fáciles y, sobre todo, que impliquen un beneficio a
costa del perjuicio del otro. Pero no todas las alternativas son fáciles, la
paz también tiene un precio. El problema, el único, es que las partes no
quieren pagarlo: desean una salida gratis, sin concesiones. No es realista.
No hay conflictos en el mundo, pero sí
mentes conflictivas que creen firmemente en ellos. Como aceptarlo es muy duro,
lo fácil es señalar hacia los demás. La pregunta que debemos formularnos es:
¿cómo es que mis problemas son los demás? Si entendemos el desacuerdo como una
posesión mental, ¿cómo puede estar en el mundo algo que ocurre en la mente?
Ilustración Anna Parini |
Cada elección que tomamos es en el
fondo una elección entre la paz o el conflicto. (La pregunta que hay que
formularse es: ¿esta
elección que voy a tomar aporta más paz o menos a mi vida?). Porque,
más allá de lo que ocurra y de lo que hagan los demás, siempre podemos
encontrar la paz en lugar de lo que vemos.
¿Qué hacer y cómo reaccionar en un
desacuerdo? Cuanto antes se actúe, mucho mejor, porque cuando los ánimos se
caldean, hace falta mucha agua para enfriarlos de nuevo. Cuando el problema
empieza a hacerse visible, es el mejor momento para atajarlo; después ya puede
ser tarde. Para entenderlo valen los símiles de una enfermedad o un incendio:
actuar rápido es la mejor opción.
El proceso es predecible y todos lo
hemos experimentado en alguna ocasión: aparece un desacuerdo que puede ser
menor o mayor y que actúa como desencadenante, en una escalada de
confrontaciones que acaban o bien en la resolución, o en un punto de no retorno
que conduce a la explosión. Como el problema no ha sido resuelto, sino
solamente sofocado por la fuerza, uno nuevo surgirá tarde o temprano como
consecuencia del anterior.
La crisis retroalimenta una espiral
difícil de atajar. En su propia dinámica ascendente, cuanto más lejos se llega,
más rápidos son los acontecimientos que genera hasta que se alcanza un punto en
el que la explosión es casi inevitable. Y cuanto más se avanza, menos controlable es evitar el
punto en el que no se puede volver atrás.
Finalmente, ganar una confrontación es
una victoria provisional. Puede tener beneficios, pero seguro que tiene también
costes. Estos no siempre son evidentes. Para prevenirlos, todas las partes
deberían evaluarlos, tal vez descubrieran que son superiores a las ventajas que
se pretenden conseguir.
Por ejemplo, la ganancia de mantener
un conflicto personal con un compañero de trabajo podría ser: sensación de
control, manipulación, reforzar la autoimagen, ganar las luchas de poder, un
desahogo, reconocimiento ajeno, tener razón y decir la última palabra… Todo lo
que podríamos llamar jugar a los juegos superficiales del ego.
Y algunos ejemplos de los costes: poca
colaboración y empeoramiento de la calidad del trabajo, dificultades en el
sueño y problemas de salud, pérdidas de tiempo y energía, pérdida de la
amistad, empeoramiento de la comunicación, pérdida de la alegría, de la felicidad
y paz interior… En fin, desatender las necesidades profundas del espíritu.
Finalmente, para resolver un conflicto
podemos probar con estrategias como:
Dejar de hacerlo más grande. Empeorar las
cosas no es parte de la solución, sino del problema. Centrarse en reducir las
diferencias es más útil que aumentarlas.
Cuando lo de siempre no funciona, toca hacer otra cosa. Las
crisis auténticas lo son de falta de imaginación y creatividad.
Dejar de alimentarse de viejas creencias.
Cuando no se es capaz de pensar en nada diferente no se encuentran salidas
diferentes.
Actuar más y no perderse en las explicaciones.
Teorizar en las explicaciones para entender no significa que sirva para llegar
a un acuerdo; mejor actuar.
Buscar puntos de acuerdo y no de desacuerdo.
Dedicar casi toda la sesión de negociación a lo que se está de acuerdo facilita
después resolver los puntos de desencuentro.
Pasar del detalle a lo global. La
perspectiva amplía el punto de mira y permite ver detalles que antes no se
consideraban.
Cambiar el vocabulario. Hay
expresiones y palabras negativas que no ayudan a resolver y otras positivas que
sí.
Dejar de juntarse con los que tiran balones fuera. Es
obvio que no conocen cómo resolver conflictos, mejor frecuentar gente
responsable.
Hacerse buenas preguntas. ¿Cuándo
aparece y cuándo desaparece?, ¿dónde, con qué frecuencia y con quién aparece?,
¿qué hace que vaya a mejor y a peor?, ¿de qué sirve?, ¿qué hace que no vaya
peor?…
Una vez se conoce el patrón, es fácil
romperlo con un hábito nuevo, un nuevo comportamiento, con nuevas creencias o
simplemente con aceptación.
Para
saber más
Libros
Cuaderno de ejercicios de gestión de los conflictos. Patrice
Ras (Terapias Verdes)
Las 12 leyes de la negociación. Alfred Font
(Conecta)
Película
Gandhi. Richard Attenborough
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