Autor: Lindsay
Davenport
Me
contaba un buen amigo la siguiente historia. Y tal y como me la contó, os la
cuento a vosotros:
"Salí
a correr un día y me di cuenta de que una persona corría a lo lejos por delante
de mí, más o menos a unos doscientos metros de distancia. Noté que estaba
corriendo un poco más lento que yo y pensé: "Voy a tratar de
atraparlo."
Al fin y
al cabo, aún me quedaba cerca de un kilómetro y medio de carrera por delante
para completar el entrenamiento, así que empecé a correr más y más rápido. Cada
manzana de edificios que atravesaba le iba recortando un poco más la distancia.
Tras unos minutos ya estaba a tan solo unos cien metros detrás de él, así que
aceleré el ritmo y me dije que tenía que esforzarme todavía un poco más.
En ese
instante llegué a pensar, incluso, que no estaba haciendo jogging, sino
corriendo el tramo final de una competición olímpica. Decidido a atraparlo,
finalmente, lo logré. Le di caza y le sobrepasé con aire de suficiencia.
Por
dentro me sentía tan bien. ¡"Le
gané"!, me decía a mi mismo. Por supuesto, mi 'rival' no se había
percatado absolutamente de nada, porque en ningún momento alteró su ritmo de
carrera. Él estaba, simplemente,
haciendo un poco de ejercicio vespertino y de ningún modo en una carrera contra
mi o contra nadie.
Una vez
me calmé tras la fatiga, me di cuenta de que había estado tan enfocado en competir,
que me había despistado completamente. Me
había ido casi seis manzanas más allá de mi calle. Di la vuelta mascullando
al respecto de mi solemne estupidez..."
Aparte
de la anécdota, ¿no
es esto lo que sucede en nuestra vida cuando nos centramos en rivalizar con los
compañeros de trabajo, los vecinos, amigos y familiares, tratando de superarles
o de demostrar que somos más exitosos o más importantes o más sabios?
¿No nos enfocamos tanto en la competición que nos pasamos de manzana, o de
cuadra como se dice en América?
Hay
gente que lleva compitiendo toda su vida, y no solo en el ámbito profesional. Y
así, hasta que se dan cuenta de que la raíz de su afán de competencia es simplemente la
aceptación. Nunca se han sentido plenamente aceptados y su vida se
convierte en una constante necesidad de demostrar que son dignos de
reconocimiento, bloqueando el conducto a la inspiración y la confianza en sí
mismos. Gastan
tanto tiempo y tanta energía corriendo detrás de las metas autoimpuestas, que
se desvían de los caminos más simples en los que no se compite, sino
simplemente se vive... y además, de forma bastante serena.
El
problema con la competitividad mal entendida, es que es un círculo que nunca
termina de completarse. Siempre habrá alguien en el ranking por delante de
nosotros, alguien con un mejor trabajo, un mejor coche, más dinero en el banco,
más educación o inteligencia, con una mujer guapa o un esposo más guapo, mejor
comportamiento de sus hijos, etc.
Compararse
con alguien que está mejor es absurdo, pero también lo es, e incluso peor, hacerlo con
alguien que está por debajo, porque si no se encuentran a nuestro nivel, eso no
demostrará que nosotros hayamos obtenido mejores resultados. No te engañes.
Despertamos
a la realidad cuando descubrimos que la carrera no está en contra de los demás,
sino en
contra de nuestro potencial personal. Por lo tanto, compite contra
ti mismo. Define el objetivo a lograr cada día. Trabaja con diligencia y evalúa
tu desempeño a diario. Al día siguiente, trata de hacerlo mejor.
Nunca
perderás tu motivación, ni tampoco enfermarás de las emociones que destruyen la
mente (como los celos, la envidia, la amargura o el resentimiento), si te
utilizas a ti mismo como tu propio estándar o punto de referencia. Si eres
capaz de ser tú mismo, no tienes competencia. Todo lo que tienes que hacer es conseguir
más y más de tu esencia.
Una
vez leí un artículo acerca de Bill
Gates, en el que declaraba que él veía su negocio (Microsoft) como un gran
autobús, pero sin frenos, sin embrague y sin espejo retrovisor. El autobús, sin
embargo, sí tenía un pedal acelerador en el que se había colocado un gran peso
encima, con el fin de asegurar que continuaba por siempre moviéndose a una
velocidad máxima, que nunca desaceleraba, y mucho menos paraba.
La
moraleja de esta analogía es que como sus competidores están siempre justo
detrás de él, tratando de adelantarle, no hay necesidad de controlar lo que
pasa atrás, para ver si alguien se acerca, ni habrá necesidad de frenar o de
cambiar de marcha. Lo único que hay que hacer es seguir adelante a toda
velocidad, porque uno mismo es la única medida y la única referencia.
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