“Aunque viajemos por todo el mundo
para encontrar la belleza, debemos llevarla con nosotros, o jamás la
hallaremos.”. Ralph
Waldo Emerson
Conocí a un buen hombre, un campesino con el que
compartí largas conversaciones de infancia y adolescencia, que era capaz de
hallar a manos llenas la belleza en lo cotidiano, en lo más nimio: en la espiga
de trigo, el reflejo del sol en la piedra, en la hiedra enramada, o en el
insecto sobre el agua del estanque y las ondas que trazaban sus pasos, también
en la crin del animal de tiro, o en el canto del pájaro y las caligrafías de su
vuelo, o en la fruta madura caída del árbol, o en la flor y el brote que pedían
paso a la vida. Ese anciano campesino brindaba a quien supiera estar con él en
silencio una mirada que cosechaba prodigios de una simpleza y gracia
asombrosas. No
solo sabía mirar; sabía ver.
Era
su mirada, su capacidad de asombro, el permiso que se daba a sí mismo de
dejarse atravesar por la vida lo que le permitía no cristalizarla. Parecía
tener el don de ver sin conceptualizar. Quizás por eso era un gran descubridor
de lo estético (y de lo ético) en lo cotidiano. Y desde el gesto de la alegría
interior llena de curiosidad y amor al instante, a la vida, al darse cuenta, se
desplegaba una mirada inocente. Esa mirada que nos dura apenas tres o cuatro
años desde que nacemos, y que jamás deberíamos perder.
Su mirada no era pasiva. Era un ejercicio de
despertar permanente, de observación del detalle, de indagación apreciativa.
José descubría paraísos en lo obvio. ¿Y sabéis por qué? Porque era un hombre bueno. Y
esa bondad, unida a su generosidad, sobriedad y a la belleza que habitaban en
él, le permitían captar eso mismo en lo que le rodeaba. Había sufrido en sus
carnes el hambre y la miseria, apenas sabía leer, siempre había trabajado en el
campo de sol a sol. Recuerdo que sus manos tenían más surcos que los que él
labraba en la tierra para poder comer. No, no era un ingenuo. Pero
misteriosamente nada de su sufrimiento pudo con esa alegría sin objeto que
regalaba. No, no se convirtió jamás en un cínico, ni en un crítico de taberna.
Quizás su alegría fuera una elección consciente, y permanente. Probablemente
vivió tanto horror y miseria en la Guerra civil que decidió hacer de sus días
una siembra de serenidad y entrega. Si algo no iba, lo arreglaba. Si en algo
podía contribuir, allí estaba. Era un ser humano sencillo y trabajador, amable
y generoso, desprendido y discreto, del que recuerdo su gran amor por su mujer
y sus hijos, también bellas gentes que siguen labrando su vida en el campo, y
por los amigos de sus hijos. Un hombre que pasaría inadvertido entre la muchedumbre
por su humilde aspecto físico, pero que tenía una de las almas más luminosas
que he tenido el privilegio de conocer. Esa fue mi suerte, estar cerca de su
clan.
Sí, José descubría la belleza que nos es regalada
y tan a menudo despreciamos porque no apreciamos. Ya lo dice la palabra, “des-cubrir”
es dejar de cubrir, de tapar, de ocultar. Si queremos descubrir algo nuevo,
quizás deberíamos empezar por permitirnos el descubrimiento de nosotros mismos.
Un ejercicio nada fácil, ya que requiere el hábito de la presencia consciente,
del saber guardar silencio, de la disposición entrenada, de la humildad fértil,
de la alegría elegida, y tantos otros hábitos tan exquisitamente sutiles como
difíciles de integrar y poderosos.
Para hallar algo que creemos desconocido debemos
partir de viaje hacia ello, ¿pero acaso el hecho de partir en busca de algo
desconocido no presupone la intuición de que eso anhelado que queremos
descubrir existe ya? Por supuesto. Existe dentro. Muchas almas lúcidas han
constatado que los
paraísos perdidos están, esencialmente, en nuestro interior. Solo
desde allí y convocando lo mejor de uno puede uno invitar al otro a lo mejor
del otro, y desde allí tomar consciencia que hay mucha más belleza y sentido
alrededor del que imaginamos, a pesar de que los que ejercitan el poder se
esmeran para hacernos creer lo contrario. Porque solo la buena gente tiene el don de hacernos creer
y descubrir.
Os deseo lo mejor.
¿Vamos a descubrirlo?
Besos y abrazos,
Álex
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