Quizá los obstinados pretenden conservar a gún tipo de poder. Compensan sus miedos intentando mantener su influencia.
La conducta obstinada es fácil de reconocer. Alguien se enroca en una idea, una creencia, una iniciativa, en cualquier producto de su mente que adquiere la condición de verdad. Se mantiene fir me en su pensamiento, no dialoga, sino que manipula dialécticamente. Apura todos los argumentos, echa mano de todo tipo de informaciones e incluye razonamientos científicos, cuando no filosóficos. Se enciende como una mecha, se enerva, gesticula cada vez más histriónicamente y eleva el tono de la voz hasta llegar al griterío. Se enfada, amenaza, insulta si es preciso, saca a relucir todos sus resentimientos y menosprecia tanto como puede a su oponente. El caso es mantener como sea su razón. Perderla es perderse.
Existe una creencia común que entroniza a las personas obstinadas porque solo así consiguen sus propósitos. Confundimos, seguramente, lo que el novelista inglés Laurence Sterne aclaró en una sola frase: "Esto se llama perseverancia en una buena causa y obstinación en una mala". En todo caso, algunas preguntas pueden orientarnos mejor: ¿Cuál es el coste de conseguir obstinadamente lo que queremos? ¿Adónde nos lleva querer tener siempre la razón? ¿Quién sigue con nosotros tras nuestras obstinaciones?
UN MAL HÁBITO MENTAL
"Todos los necios son obstinados y todos los obstinados son necios" (Baltasar Gracián)
El juego lingüístico que realiza Gracián en esta frase es impagable, como tantos de sus aforismos. Mezcla conducta e identidad de forma precisa. Combina el verbo, la acción, con la personalidad. Eso les ocurre a las personas que adquieren la condición de obstinadas. A pesar de tratarse de un mal hábito mental, de una conducta improcedente e ignorante, la acaban convirtiendo en un carácter, en lo que llamamos "una manera de ser".
Etiquetados de necios u obstinados, parece que los últimos en enterarse de dicho carácter son los que lo sufren, entre otras cosas, porque se ven a sí mismos a la inversa, es decir, revestidos de un toque superior casi divino que los conjura con la verdad de la buena. Sienten tan tercamente su visión de las cosas, sus pareceres, que no pueden entender que exista alternativa alguna, que haya una mirada distinta, que pueda existir una razón que les contradiga.
Atrapados en su propia inmediatez, enfundados en mil razones, atrapados en sus redes emocionales que transitan entre el orgullo, la ira, el resentimiento y la envidia, no son capaces de conectar con los demás, con el contexto, con la demanda del momento. Cerrados a cal y canto, protegiendo su imperio interior, abruman a sus interlocutores, los llegan a asustar para marcar su territorio, para evitar empatizar, congeniar, comprender, arropar, mostrarse en definitiva más allá de la razón. Dicho de otro modo, temen mostrarse a sí mismos. Temen ser vistos en su vulnerabilidad, en su desorientación, en su ignorancia.
"No temas ni a la prisión, ni a la pobreza, ni a la muerte. Teme al miedo" (Giacomo Leopardi)
Las personas obstinadas, huelga decir, se mantienen atrapadas en un ego rígido y monumental. Y no hay nada peor para el ego que quebrantarlo. Identificadas con su manera de pensar, sentir y proceder, es decir, con sus hábitos mentales, todo lo que conduzca a contrariarlas, cambiarlas, transformarlas o, sencillamente, abandonar la necesidad compulsiva de tener razón, es crearles un miedo terrible a quedar diluidas. Es por eso por lo que necesitan afirmarse tanto.
Eckhart Tolle, el popular escritor de El poder del ahora, describe esa compulsión como un miedo atroz a la muerte. "Si te identificas con una posición mental y resulta que estás equivocado, tu sentido de identidad, basado en la mente, se sentirá bajo una seria amenaza de aniquilación. Por tanto, tú, como ego, no puedes permitirte estar equivocado. Equivocarse es morir". Quizá los obstinados de carácter pretenden conservar algún tipo de poder. Sus miedos se compensan, reactivamente, a través de un intento incesante de mantener su influencia sobre los demás. Sin embargo, no son conscientes de que el poder que pretenden, su terquedad, es debilidad disfrazada de fuerza.
AMAR AL QUE SUFRE
"Si conociéramos el verdadero fondo de todo, tendríamos compasión hasta de las estrellas" (Graham Greene)
Los hábitos mentales, esos mecanismos psicológicos que hemos construido para protegernos, para defender nuestras posesiones egocéntricas, para automatizar la existencia y mantener zonas de confort, tienen por suerte arreglo sistemático. Eso sí, es necesario que nos ayuden a desmontarlos, a reeducarlos, a cambiarlos por hábitos más sanos y concepciones más acertadas sobre la vida y sus relaciones. Hará falta perseverancia, estrategia y voluntad.
No tengo duda alguna de que nadie lo pasa peor que la propia víctima de la terquedad. ¿Se imaginan lo duro y pesado que es pasarse todo el día queriendo tener razón, mandando a todo el mundo, discutiendo por un quítame esas pajas y airándose hasta el ataque al corazón? Tiene que ser muy complicado estar tan seguro de todo y luego hacer ver que "donde dije digo, digo Diego". Debe de ser inquietante para uno mismo sentir que se descontrola, que pierde los papeles, que grita, que se ahoga en un vaso de agua, que no sabe cómo hacerlo para que le hagan caso, para que le quieran.
Detrás de la obstinación se esconde un potencial de energía impresionante. Aquel que está dispuesto a luchar hasta la saciedad por tener razón conserva una fuerza inagotable. Solo que está mal canalizada. Cuando sea capaz de destinar toda esa energía a abrir un espacio hacia los demás, a recibirlos en lugar de defenderse, a abrazarlos en lugar de menospreciarlos, entonces abandonará todo intento de querer que las cosas sean como quiere, para amar lo que es.
No obstante, antes debe hacer un único ejercicio: ¡amarse a sí mismo! Permitirse la flexibilidad de entender que en la vida todo puede ser. Que el control es una ilusión, y el miedo, una anticipación. Que abrirse de corazón a corazón es liberador, mientras que encerrarse en la razón es una prisión.
Ante emociones tóxicas como la ira, la envidia o el orgullo, caben otras más embellecedoras como la humildad, la aceptación, la compasión. Eso es lo que debe encontrar el terco dentro de sí, el permiso para tratarse bien, con delicadeza, con amor, para después poder extender esos sentimientos a los demás.
- El poder del ahora; de Eckhart Tolle (Ediciones Gaia).
- La trampa del ego; de Julian Baggini (Paidós Contextos).
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