“Me ha humillado
en público y no es la primera vez que lo hace”, me decía una persona respecto
a su jefe. Le había insultado a él y a varios de su equipo por un trabajo que
no estaba a su gusto. Sus gritos coléricos se habían escuchado fuera de su
despacho mientras el resto de compañeros clavaban sus ojos en el ordenador,
como si no pasara nada. El problema de lo que me contaba no era solo el hecho
en sí, totalmente reprochable, sino el tono con el que me lo estaba narrando,
con una desconcertante naturalidad. “Es habitual. Así nos trata a todos cuando se enfada”.
Y es ahí donde está el problema. No podemos confundir lo habitual con lo normal.
Si nos tragamos una ofensa, sea en el trabajo, entre amigos o pareja, sin decir
nada, estamos dañando una parte esencial de nosotros mismos: nuestra
dignidad. Posiblemente, en ese momento es muy difícil poner límites
sin correr el riesgo de un enfrentamiento con la inevitable escalada en
violencia y un posible despido con los problemas que acarrea, pero al menos,
después, con los ánimos calmados vale la pena abordar el tema. Y si no es
posible, al menos tomemos medidas como buscar otro trabajo, elevarlo si es
posible o poner límites en el ámbito del que se trate, ya sea laboral o de
pareja. No podemos encajar ofensas reiteradas pensando que son normales, porque
la psicología demuestra que una vez dado el primer paso, “todo el campo es orégano”, como
se dice tradicionalmente. Y un ejemplo de ello, es la teoría de las ventanas
rotas.
El
psicólogo social de la Universidad de Stanford Philip Zimbardo llevó a cabo en 1969 un interesante experimento que
acabó siendo una teoría que todavía hoy se estudia como forma de
comportamiento. La primera parte de su experimento tuvo lugar en el barrio
neoyorkino de Bronx. En esa época la delincuencia y la pobreza eran las
características más destacables de esa degradada zona donde Zimbardo decidió
dejar un coche abandonado con la placa de matrícula arrancada y las puertas
abiertas. ¿Qué ocurrió? Pues, efectivamente, lo que estaba previsto que
sucediera: nada más abandonar a su suerte aquel vehículo, hacia él se acercaron
varias personas y comenzaron a desvalijar todo lo que pudiera servirles hasta
dejarlo casi en esqueleto. Hasta aquí poco reseñable. Si abandonas un coche en
una zona degradada, cuando vuelvas no estará como lo dejaste… casi ni haría
falta hacer la prueba.
Pero
lo interesante del experimento llega cuando Zimbardo realiza la misma operación
en un barrio rico y tranquilo. Mismo vehículo, pero cerrado y abandonado en
Palo Alto, California. Nadie se acercó durante siete días. Los acomodados
vecinos de la zona lo respetaron escrupulosamente, pero Zimbardo no se conformó
y decidió dejar el coche en peor estado. Lo golpeó en varias partes, entre
ellas las ventanas, que dejó rotas (de ahí el nombre de la teoría). ¿Qué
ocurrió? Exactamente lo mismo que en el Bronx. En tiempo récord el coche quedó
desvalijado por completo.
De
“La teoría de las ventanas rotas” se
desprende que no depende de la renta, sino de otras circunstancias psicológicas,
el hecho de que nos animemos a traspasar los límites cívicos. Si dejamos una
pintada en nuestra fachada y no la limpiamos, a los pocos días se llenará de
muchas más. El primer paso atrae a los siguientes. Si no actuamos correctamente
en nuestras relaciones sociales, poco a poco asumiremos esos comportamientos
como normales y romperemos muchas más “ventanas” sin que el cargo de conciencia haga
acto de presencia. Y todo ello ocurre en muchos otros órdenes de la vida:
corrupción, abusos en los colegios, degradación de las ciudades o nacimiento de
regímenes totalitaristas, como sucedió en la Alemania nazi cuando millones de
personas asumieron de manera natural una situación que hoy se estudia con
horror. Esas ventanas rotas, esos cristales rotos, dieron paso a una situación
bárbara admitida con naturalidad por millones de personas. Pero no todo el
mundo cayó en esta locura colectiva. Todos podemos elegir, tenemos la capacidad
de poner límites y no seguir la corriente, como hizo el obrero August Landmesser donde aparecía con
los brazos cruzados en mitad de cientos de personas que realizaban el saludo
nazi.
Ir
de héroe en determinados contextos es peligroso, sin duda. Pero aprender a
poner límites en nuestras relaciones personales tanto de amigos o de
familia no lo son tanto. Si transigimos una vez, se corre el riesgo de que el
otro piense que hay posibilidad de romper muchas más “ventanas”, utilizando la
metáfora. Como sociedad tenemos que aprender a decir “basta”, a no dejarnos llevar
por la corriente y a arreglar nuestras ventanas en nuestro pequeño ámbito.
Servirá como grano de arena y, aunque la cosa siga parecida, al menos podremos
vivir con la serenidad que otorga la honradez y la dignidad… y que el ‘sabio de
Baltimore’, el escritor Henry-Louis
Mencken, definió como “una manera de vivir en la que puedas mirar fijamente a
los ojos de cualquiera y mandarlo al diablo”.
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