Formamos parte de
una sociedad que tiende a condenar el talento y el éxito ajenos
La envidia
paraliza el progreso por el miedo que genera no encajar con la opinión de la
mayoría
Uno de los
mayores temores del ser humano es diferenciarse del resto y no ser aceptado
En 1951, el
reconocido psicólogo estadounidense Solomon
Asch fue a un instituto para realizar una prueba de visión. Al menos eso es
lo que les dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en
un experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento
era muy simple. En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete
alumnos, los cuales estaban compinchados con Asch. Mientras, un octavo
estudiante entraba en la sala creyendo que el resto de chavales participaban en
la misma prueba de visión que él.
Haciéndose
pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes
longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la
primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pedía que
dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la
otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que
hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo
escuchado la opinión del resto de compañeros.
La respuesta
era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los
siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta
incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos
dieran otra contestación, también errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces
por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos
ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en
distinto orden.
Cabe señalar
que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que
les preguntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión
por la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos cobayas respondieron
incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la
mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios
reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la
correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al
ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.
“La
conformidad es el proceso por medio del cual los miembros de un grupo social
cambian sus pensamientos, decisiones y comportamientos para encajar con la
opinión de la mayoría”. (Solomon Asch)
A día de hoy,
este estudio sigue fascinando a las nuevas generaciones de investigadores de la
conducta humana. La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de lo que creemos.
Para muchos, la presión de la sociedad sigue siendo un obstáculo insalvable. El
propio Asch se sorprendió al ver lo mucho que se equivocaba al afirmar que los
seres humanos somos libres para decidir nuestro propio camino en la vida.
Más allá de
este famoso experimento, en la jerga del desarrollo personal se dice que
padecemos el síndrome
de Solomon cuando tomamos decisiones o adoptamos comportamientos para evitar
sobresalir, destacar o brillar en un grupo social determinado. Y
también cuando nos boicoteamos para no salir del camino trillado por el que
transita la mayoría. De forma inconsciente, muchos tememos llamar la atención
en exceso –e incluso triunfar– por miedo a que nuestras virtudes y nuestros
logros ofendan a los demás. Esta es la razón por la que en general sentimos un
pánico atroz a hablar en público. No en vano, por unos instantes nos
convertimos en el centro de atención. Y al exponernos abiertamente, quedamos a
merced de lo que la gente pueda pensar de nosotros, dejándonos en una posición
de vulnerabilidad.
El síndrome de
Solomon pone de manifiesto el lado oscuro de nuestra condición humana. Por una
parte,
revela nuestra falta de autoestima y de confianza en nosotros mismos, creyendo
que nuestro valor como personas depende de lo mucho o lo poco que la gente nos
valore. Y por otra, constata una verdad incómoda: que seguimos
formando parte de una sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el
éxito ajenos. Aunque nadie hable de ello, en un plano más profundo
está mal visto que nos vayan bien las cosas. Y más ahora, en plena crisis
económica, con la precaria situación que padecen millones de ciudadanos.
Detrás de este
tipo de conductas se esconde un virus tan escurridizo como letal, que no solo
nos enferma, sino que paraliza el progreso de la sociedad: la envidia. La Real Academia Española define esta emoción como “deseo de algo
que no se posee”, lo que provoca “tristeza o desdicha al observar el bien
ajeno”. La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y
concluimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a
poner el foco en nuestras carencias, las cuales se acentúan en la
medida en que pensamos en ellas. Así es como se crea el complejo de
inferioridad; de pronto sentimos que somos menos porque otros tienen más.
“Ladran, luego cabalgamos” (dicho popular)
Bajo el
embrujo de la envidia somos incapaces de alegrarnos de las alegrías ajenas.
De forma casi inevitable, estas actúan como un espejo donde solemos ver reflejadas
nuestras propias frustraciones. Sin embargo, reconocer nuestro
complejo de inferioridad es tan doloroso, que necesitamos canalizar nuestra
insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido eso que envidiamos. Solo
hace falta un poco de imaginación para encontrar motivos para criticar a
alguien.
El primer paso
para superar el complejo de Solomon consiste en comprender la futilidad de perturbarnos por
lo que opine la gente de nosotros. Si lo pensamos detenidamente,
tememos destacar por miedo a lo que ciertas personas –movidas por la desazón
que les genera su complejo de inferioridad– puedan decir de nosotros para
compensar sus carencias y sentirse mejor consigo mismas.
¿Y qué hay de
la envidia? ¿Cómo se trasciende? Muy simple: dejando de demonizar el éxito
ajeno para comenzar a admirar y aprender de las cualidades y las fortalezas que
han permitido a otros alcanzar sus sueños. Si bien lo que codiciamos nos destruye, lo que
admiramos nos construye. Esencialmente porque aquello que admiramos
en los demás empezamos a cultivarlo en nuestro interior. Por ello, la envidia
es un maestro que nos revela los dones y talentos innatos que todavía tenemos
por desarrollar.
En vez de luchar contra lo externo, utilicémosla para construirnos por dentro.
Y en el momento en que superemos colectivamente el complejo de Solomon,
posibilitaremos que cada uno aporte –de forma individual– lo mejor de sí mismo
a la sociedad.
La
luz de Nelson Mandela
Después de 27
años en la cárcel y ser elegido en 1994 presidente electo de Sudáfrica, Nelson
Mandela compartió con el mundo entero uno de sus poemas favoritos, escrito por
Marianne Williamson:
“Nuestro temor más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro
temor más profundo es que somos excesivamente poderosos. Es nuestra luz, y no
nuestra oscuridad, la que nos atemoriza. Nos preguntamos: ¿quién soy yo para
ser brillante, magnífico, talentoso y fabuloso? En realidad, ¿quién eres para
no serlo? Infravalorándote no ayudas al mundo. No hay nada de instructivo en
encogerse
para que otras personas no se sientan inseguras cerca de ti. Esta
grandeza de espíritu no se encuentra solo en algunos de nosotros; está en
todos.
Y al permitir que brille nuestra propia luz, de forma
tácita estamos dando a los demás permiso para hacer lo mismo. Al liberarnos de
nuestro propio miedo, automáticamente nuestra presencia libera a otros”.
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