La ira quema como el fuego. Consume y arrasa todo lo que está a
su alcance. Corrosiva como el ácido, destruye nuestras relaciones y
aniquila nuestra capacidad de razonar. En su versión más extrema se transforma
en violencia y agresividad. Y en demasiadas
ocasiones, tiñe de rojo las páginas de los diarios. Sin
embargo, es una de las emociones básicas del ser humano, y cumple una función útil para nuestra supervivencia. Es una
manifestación de nuestro instinto de conservación, tanto físico como
psicológico. Y para aprender a canalizar la fuerza que nos proporciona hacia fines más
constructivos y menos dañinos, necesitamos comprender cómo funciona.
Como
cualquier otra emoción, la ira es una fuente de información. Y si escuchamos atentamente, observaremos que se
desencadena como una reacción de defensa ante un estímulo que escapa a nuestro control y que creemos que podría ser una fuente de peligro o de dolor. Esta respuesta biológica nos permite luchar cuando somos atacados y puede resultar muy
útil en situaciones en las que se ve amenazada nuestra integridad física.
Lamentablemente,
este mecanismo se dispara con la misma intensidad en nuestra vida emocional,
dificultando en gran medida nuestras relaciones y dejándonos un poso de malestar e insatisfacción.
Hija de la frustración
y el miedo,
la ira nos suele invadir cuando la realidad no se adapta a nuestras expectativas, a lo que creemos que “debería de ser”. Y toma el control de
nuestra vida cuando no somos capaces de gestionar constructivamente una determinada
situación, información o acción. De este modo, en nuestro día a día nos
enfadamos cuando nos critican, cuando consideramos injusto un acontecimiento concreto e incluso en
un simple atasco de tráfico. “¿Cómo es posible que me
haya dicho eso?” “¡Estoy harto de que no me valoren!” “¡Desgraciado! ¡A ver si
miras por dónde vas!”
La ira deja señales
“La ira destruye más a quien la
emite que a quien se dirige”, Anthony de Mello
Así, se
suceden en nuestra vida las palabras acaloradas y los enfrentamientos encarnizados,
dosis de adrenalina pura a ritmo de taquicardia. Pero
esta necesidad de reafirmarnos e imponer nuestro criterio sin
atender a razones tiene consecuencias. Y suele dejarnos una tremenda
“resaca” emocional.
Se cuenta
que un niño estaba siempre malhumorado y cada día se peleaba en el colegio
con sus compañeros. Cuando se enfadaba, se abandonaba a la ira y decía y hacía
cosas que herían a los demás niños. Consciente de la situación, un día su padre
le dio una bolsa de clavos y le propuso que cada vez que discutiera o se peleara con algún compañero,
clavase un clavo en la puerta de su habitación.
El primer
día clavó treinta y tres. Terminó agotado,
y poco a poco fue descubriendo que le era más fácil controlar su ira que clavar clavos en aquella
puerta. Cada vez que iba a enfadarse se
acordaba de lo mucho que le costaría clavar otro clavo, y en el transcurso de
las semanas siguientes, el número de clavos fue disminuyendo. Finalmente, llegó
un día en que no entró en conflicto con
ningún compañero. Había logrado apaciguar su actitud y su conducta. Muy contento por su hazaña, fue corriendo a decírselo a su padre,
quien le sugirió que cada día que no se enojase desclavase uno de los clavos de la puerta.
Meses más
tarde, el niño volvió corriendo a los brazos de su padre para decirle que ya
había sacado todos los clavos. El padre lo llevó ante la puerta de la
habitación.
“Te felicito”, le dijo. “Pero mira los agujeros que
han quedado en la puerta. Cuando entras en conflicto con los demás y te dejas
llevar por la ira,
las palabras dejan cicatrices como
éstas. Aunque en un primer momento no puedas verlas, las heridas verbales
pueden ser tan dolorosas como
las físicas. No lo olvides nunca: la ira deja señales en nuestro corazón.”
La comprensión, enemigo de la ira
“La mejor defensa es no
sentirse atacado”, Gerardo Schmedling
La ira
nutre las muchas guerras que
se libran en el mundo, incluida la que, en muchas ocasiones, mantenemos con nosotros mismos.
Y no podemos aspirar a la paz en este planeta si no nos comprometemos con
liberarnos de la esclavitud y
la ceguera a
la que nos somete nuestra ira. No cabe duda de que la furia desatada
puede llegar a destruir aquello
que tanto enfado nos
genera, pero nos destruye a nosotros mismos en el proceso. Sin embargo, puede prevenirse,
evitarse e incluso trascenderse.
Y no se
trata de reprimirla,
pues terminará por reaparecer con otra de sus mil caras. La clave está en comprender que cada vez que
permitimos que nos invada, estamos envenenándonos a nosotros mismos. En vez de canalizar nuestra
ira con los demás, podemos darnos espacio para asumir que estamos enfadados. Y
preguntarnos:
- ¿Qué ha provocado esta reacción en nuestro interior?
- ¿Qué ganamos dejando que la ira tome el control?
Si logramos
responder honestamente a
estas preguntas, estaremos un paso más cerca de superar nuestra cólera y
conquistar nuestra serenidad.
El espacio que creamos entre un estímulo y
nuestra reacción o respuesta es lo que denominamos “consciencia”. Requiere entrenamiento diario y supone asumir la responsabilidad de nuestras palabras y acciones, dejando de
enfadarnos y de culpar a
los demás por todo lo que no nos gusta de nuestra vida. Adoptar esta actitud
serena ante nuestras circunstancias nos permite superarnos a nosotros mismos. Y nos brinda la oportunidad de canalizar la tremenda energía que
genera el enfado para crear,
en vez de para destruir. Ése es el gran reto que nos propone la ira.
En clave de coaching
¿Qué despierta mi ira?
¿Qué consigo enfadándome?
¿Qué me impide sentirme sereno frente a
la adversidad?
Libro recomendado
“Ira”, de Robert A. Thurman (Paidós)
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