CUANDO LA HUIDA NO AYUDA.
Se podría decir que todas las personas huyen de algo. De hecho, la huida es una respuesta universal ante lo que produce temor o conflicto. Sin embargo, hay muchas formas de huir, algunas más evidentes y otras más sutiles. No sólo huimos cuando nos alejamos físicamente de algo o de alguien, sino también al evitar ciertas situaciones, al intentar evadirnos de algún modo de la realidad o al preferir olvidar, rechazar o negar ciertos aspectos de nuestra vida. Como vemos, hay maneras de huir que implican movimiento, y otras más estáticas, en que la distancia se pone interiormente.
La huida es una forma rápida y eficaz de escapar de una situación que personalmente resulta difícil. Es un recurso que compartimos con el resto de los animales. Ante un peligro o sensación de amenaza se responde instintivamente con una serie de cambios fisiológicos que preparan para la lucha o la huida. Se trata de reacciones cuyo objetivo primordial es conservar la propia integridad.
UNA SALIDA, UNA SOLUCIÓN
Cualquier tipo de huida nos defiende de algo que nos resulta demasiado doloroso, demasiado arduo o que provoca un temor excesivo. En muchos casos huir es necesario e incluso sano. Encontrar formas de distanciarse de la situación, por ejemplo, es una buena fórmula para no quedarse excesivamente atrapado en el sufrimiento. Sin embargo, huir alivia de manera inmediata aquello que uno teme afrontar, pero se trata de una salida, no siempre de una solución. La experiencia, el recuerdo, la situación de la que se ha huido a menudo permanece sin resolverse, gobernando de algún modo nuestras reacciones.
Proponemos dedicar unos minutos a pensar de qué huimos, qué es lo que no queremos ver o qué nos hace sentir atrapados y con deseos de salir corriendo. Sólo uno mismo puede descubrirlo y reconocer dónde intenta buscar su refugio. Podemos indagar en cinco grandes áreas.
DOLOR EMOCIONAL. No sentir o tolerar
Todos nuestros actos podrían entenderse como una respuesta para evitar el dolor. Buscamos el placer, el bienestar, incluso como un impulso de supervivencia. Pero sabemos que el dolor es un ingrediente inevitable en nuestra vida, lo hallamos bajo diversas formas, ya sea como dolor físico o emocional, y ante él nos sentimos desarmados.
Es común buscar atajos que nos alejen rápidamente del dolor, como maneras de abreviar o evitar nuestro encuentro con él. Una posibilidad es procurar cegarse a todo aquello que genera sufrimiento, otra construir una coraza que nos defienda y nos insensibilice y otra tapar el dolor de alguna forma. Cuando una persona depende exageradamente de algo y lo busca de manera ansiosa, como sucede en una adicción, está utilizando ese objeto o esa conducta para tapar algo que le resulta difícil de tolerar. Sólo descubriendo qué es lo que intenta eludir y atravesando esa frustración podrá librarse de la necesidad compulsiva.
El dolor nos hace sentir vulnerables y frágiles, pero sólo si aprendemos a tolerarlo podremos diluirlo. Las otras alternativas quizás aporten un alivio pasajero, pero es probable que perpetúen o intensifiquen el sufrimiento. Al ponernos delante del dolor emocional veremos que cambia y oscila, y que somos más capaces de soportarlo de lo que pensábamos. Mientras que si evitamos sentirlo también nos haremos más insensibles al placer, la alegría y la satisfacción.
EL PASADO. Olvidar o recordar
Freud descubrió que cuando somos incapaces de tolerar ciertos recuerdos los enterramos muy hondo en el olvido, pero que incluso allí, desde el inconsciente, pueden gobernar nuestras vidas como una fuerza oculta. El olvido, por lo tanto, puede ser una forma de huida, como también lo es arrinconar como si no fueran propias las vivencias que se recuerdan como oscuras o traumáticas.
Nuestra familia, el lugar donde nacimos y crecimos, también forma parte de nuestro pasado. En ocasiones la ambivalencia entre los sentimientos de amor y de odio, entre la necesidad de pertenecer y de diferenciarse, puede ser motivo de conflicto. Algunas personas optan por huir y renegar de su familia. Aunque se jacten de su independencia y de ser autosuficientes, ni la separación ni la independencia son reales. Todo aquello que sigue produciendo rabia o dolor, lo que mantiene alejado de la familia, no permite reconciliarse con el pasado y construir un presente libre de ese peso.
El pasado es nuestro bagaje y aunque contenga recuerdos que nos desagradan lo llevamos siempre encima. Intentar huir de él es como vivir desarraigado, sin una base firme que ofrezca apoyo y estabilidad. Reconocer, en cambio, esas raíces y digerir los recuerdos difíciles es un elemento básico para conocerse mejor, y para encontrar el hilo que se teje entre el pasado y el presente. Ahí reside precisamente el sentido de cada vida.
LO QUE DESAGRADA. Rechazar o aceptar
Continuamente nos encontramos con situaciones, personas, actitudes o incluso aspectos propios que nos resultan incómodos y nos irritan. Si tuviéramos en esos momentos una varita mágica seguramente los haríamos desaparecer por completo. Y esto es, precisamente, lo que hacemos al rechazar, pues es una manera de eliminar y cerrarse a aquello que disgusta.
Sabemos el dolor que implica no sentirse aceptado, y sin embargo rechazamos fácilmente a los demás. La tendencia a juzgar antes que comprender verdaderamente al otro es una de las mayores barreras con las que uno se topa al relacionarse. Muchas veces hay que afrontar la injusticia, la frustración, la enfermedad, el fracaso… circunstancias desagradables con las que a menudo una persona se pelea preguntándose: «¿por qué a mí?». Por otra parte, siempre suele haber algún defecto o algún aspecto del propio carácter que molesta, o quizá nos sentimos tristes, rabiosos… Queremos huir de todo eso y cambiarlo.
Todo aquello que desagrada habla especialmente de uno mismo. Cuando se etiqueta algo como negativo o positivo no es que lo sea en sí, sino que la persona lo interpreta de este modo. El reto está en abrir la mente e intentar ir un poco más allá de nuestros límites. Desde esa actitud más abierta, desde la aceptación, es posible percibir las cosas con más claridad, sin engancharse ni pelearse, y dejarlas pasar. A menudo lo que más molesta es lo que más nos puede enseñar.
LO QUE ASUSTA. Evitar o afrontar
Cuando aparece el miedo lo que menos se desea en ese momento es quedarse allí y afrontar lo que atemoriza. Si se trata de un peligro real esta huida tiene sentido, pero muchas veces el miedo no nace de una amenaza auténtica, sino de la imaginación. Sucede cuando se anticipan posibles peligros, cuando uno no se siente capaz ante los retos, o al entrar en contacto con lo desconocido, los cambios, la incertidumbre… Cada vez que nos retiramos el miedo avanza y gana terreno.
Todos los trastornos que parten del miedo –ansiedad, fobias, ataques de pánico, obsesiones, hipocondria, estrés postraumático…– se instauran al utilizar recursos para huir o controlar lo que produce temor. El miedo nos hace sentir terriblemente inseguros, y esto origina que se busque esa sensación de seguridad perdida de manera compulsiva.
Al encontrarnos delante de un miedo podemos evitarlo o afrontarlo. Si decidimos huir conseguiremos una tranquilidad inmediata, pero es posible que perdamos una oportunidad y que nuestra sensación de incapacidad sea mayor. La auténtica solución está en familiarizarse con ese miedo, en acercarse para observar qué aspecto tiene. De este modo, reconociéndolo como un miedo, su poder se desvanecerá. En realidad, la seguridad se conquista yendo hacia lugares más inseguros, allí donde se despierta nuestra inquietud. Así, el miedo enfrentado puede acabar convirtiéndose en fortaleza.
LA RESPONSABILIDAD. Eludir o asumir
La huida conlleva una pérdida de conciencia de la situación, dado que de un modo u otro nos distanciamos y dejamos de tenerla presente. Por lo cual, también implica eludir una responsabilidad. Eludir significa que no nos hacemos cargo de algo que forma parte de nuestra vida, preferimos abandonarlo a su suerte.
Cuando se tiene un problema muchas veces se culpa a la situación o se hace responsable a los demás. Esta actitud victimista permite descargarse del peso de la responsabilidad, pero también limita la capacidad de acción. Si la causa de los propios problemas está fuera, es difícil que uno mismo se sienta capaz de salir de la situación. La enfermedad podría entenderse a veces como una huida, cuando lo que no puede expresarse y resolverse directamente se manifiesta a través del cuerpo o del psiquismo en forma de síntomas. Es un mecanismo inconsciente, pero revela la ambivalencia inherente a la enfermedad, que conlleva tanto sufrimiento como beneficios secundarios, a los que a veces resulta difícil renunciar.
La depresión es el trastorno que mejor define esta huida de la responsabilidad. La persona necesita apearse de su ritmo habitual de vida al sentirse abrumada por sus conflictos, pero al tener menos compromisos aumenta su sensación de incapacidad, lo que genera un círculo vicioso.
Recuperar el compromiso con lo que nos está sucediendo no significa culpabilizarse. Significa que uno toma partido para mejorar lo que está a su alcance. Este sentido profundo de responsabilidad, aunque comporte un peso añadido sobre los hombros, es lo que puede hacer que uno se sienta dueño de su propio destino y no un mero objeto a merced de las circunstancias.
¿HUIR O PERMANECER?
A menudo lo que se trata de evitar a toda costa se acaba encontrando, como si en la huida se hubiese dado la vuelta a la Tierra para retornar al punto de partida. Postergar o rehuir un conflicto puede provocar que el problema crezca y sea cada vez mayor. Por eso quien prefiere silenciar su dolor para no sentirlo termina alargando su sufrimiento, y quien reprime excesivamente sus emociones puede acabar experimentando lo que más teme: momentos desagradables de descontrol.
En realidad, aquello de lo que queremos huir es lo que nos hace más esclavos, pues se trata de puntos oscuros que preferimos no tocar, y que, por tanto, nos limitan. Cada vez que nos acercamos a alguno de estos puntos se despierta nuestra alarma y un impulso de huida. Cuanto más deseamos huir, más atados estamos.
Es importante conocer cuáles son nuestros puntos oscuros, aunque prefiramos de momento no tocarlos. Otras veces, en lugar de dejarse llevar por ese impulso podemos detenernos y permanecer en el sitio. De este modo, experimentando plenamente aquello de lo que queremos huir, podremos traspasar ese miedo, ese dolor o ese rechazo.
Al principio no resulta agradable: lo agradable es huir. Porque quedarse hace que emerjan la inseguridad y el temor, sin que podamos utilizar nuestras defensas habituales. Permanecer en ese estado intermedio supone aceptar la paradoja de que no hay alegría sin dolor, ni valor sin temor, ni seguridad sin incertidumbre. Intentar huir del polo menos agradable es inútil. De un modo u otro aparecerá, y con mayor intensidad cuanto más deseemos eludirlo. Aceptar vivir en ambos lados es la base sobre la que construir una vida más completa.
AUTOEXÁMEN
Indagar en uno mismo puede ser molesto o embarazoso, pues se empiezan a ver cosas que se preferían negar. Sin embargo, favorece la salud mental. Estas preguntas pueden servir como guía:
- ¿Cómo huyo? ¿De qué modo intento refugiarme? ¿Qué medios utilizo?
- ¿De qué intento huir? ¿Cuáles son las cosas que me cuesta tolerar, recordar, afrontar, aceptar, asumir?
Algunos mecanismos de defensa:
Reprimir: Excluir de la conciencia pensamientos, recuerdos o sentimientos dolorosos o conflictivos.
Negar: No reconocer una realidad.
Evasión: A través de una actividad continua, poniendo distancia emocional o dependiendo exageradamente de algo o de alguien.
Compensar: Cuando un fracaso o frustración en un área lleva a sobreenfatizar otra.
Controlar: Un intento excesivo de controlar, regular y manipular para que no surjan fuentes de inquietud.
Evitar: Dejar de hacer cosas por miedo a afrontarlas.
- ¿De qué me defiendo? ¿De algo que me da miedo, que me desagrada, que me produce dolor, inseguridad…?
- ¿Qué puedo ganar si decido no huir? Puede ser la clave para invertir el proceso.
Cristina Llagostera, Cuerpomente 164.
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