No nos
callamos ni un reproche. Pero omitimos muchos halagos. Nuestra “cuenta
corriente emocional” está permanentemente en números rojos, cosa que afecta muy
negativamente a nuestras relaciones.
Tengo una amiga que se acaba de despedir del
trabajo. Tras anunciar que se iba, su jefe la llamó a su despacho, y le dijo:
- ¿Por qué te vas? Eres una excelente persona y me gusta como trabajas. Te
valoramos mucho en la empresa y nos haces falta.
Su respuesta fue muy simple:
- Porque en nueve años es la primera vez que me lo dices.
Estamos acostumbrados a decir a los demás todo lo que no nos parece bien de ellos. Pero raras veces les decimos lo que sí nos gusta. Comunicamos lo que nos separa, pero casi nunca lo que nos une. Esta carencia de halagos y exceso de reproches nos acaba afectando. Daña nuestra autoestima (uno se lo acaba creyendo) y daña también inevitablemente nuestras relaciones.
Stephen
Covey nos sugiere la metáfora de la cuenta
corriente emocional para
entender cómo se construye (o se destruye) la confianza entre dos personas. Nos
explica que funciona como una cuenta bancaria: si hago ingresos (soy amable, honesto, me
comunico positivamente y mantengo mis compromisos), voy llenando la cuenta. Pero si hago reintegros (soy irrespetuoso, traiciono la
confianza, critico, juzgo, lanzo reproches y falto a mis compromisos), la cuenta se
vacía. Cuando los reintegros superan
los ingresos, la cuenta
está en números rojos, y se pierde la confianza.
Además, es
importante saber que en esta particular cuenta corriente, la relación entre ingresos y reintegros no es paritaria, porque somos mucho
más sensibles a los reintegros que a los ingresos. Hay reintegros que afectan a la confianza, que
necesitarán de muchos ingresos para compensarse. James Hunter nos
revela el dato: por
cada reintegro hacen falta cuatro ingresos para equilibrar la cuenta.
Siguiendo
esta metáfora, podríamos inferir que cada vez que comunicamos al otro algo que
nos une, estamos haciendo un ingreso en nuestra cuenta de confianza,
mientras que cada vez que le hacemos un reproche, estamos haciendo un reintegro. Si los reproches
predominan, aparecen de nuevo los números rojos.
Desde que
leí esta metáfora de Covey, quiser fijarme en lo que ocurría a mi alrededor,
tanto en el trabajo como fuera de él. ¿Cuál era la proporción entre alabanzas y
reproches?. ¿Se acercaba a la mínima relación de cuatro halagos por reproche
que -según Hunter- equilibraría la balanza? (...) No encontré ni uno solo en
que se llegase a la proporción de cuatro a uno (...) Incluso en un caso
extremo, la proporción que pude observar fue de uno a cinco, pero a favor de
los reproches. El 100% de las cuentas corrientes en números rojos. Relaciones
en las que la confianza se había necesariamente esfumado.
Puede que no sea así en todos los
casos, pero lo que es seguro es que estamos muy lejos de un balance sano. Un balance que nos
permita mantener un saldo suficiente como para compensar reintegros esporádicos (reproches que creemos necesario
hacer en determinadas ocasiones) o reintegros
accidentales (reproches que
hacemos a diario sin ni siquiera darnos cuenta).
¿Y por qué
actuamos así?. No
creo que el comunicar más reproches que alabanzas sea una actitud consciente.
Porque no creo que ninguno de nosotros tenga como objetivo debilitar sus
relaciones o "minar la moral" al prójimo. Creo que, así como no
dejamos de fijarnos y comunicar a los demás sus fallos, con la loable intención
de que rectifiquen, lo que nos une, simplemente, lo damos por supuesto. Esto
hace que nunca
dejemos de decir a los demás lo que no nos gusta, pero raramente compartamos
con ellos lo que nos gusta.
No somos
conscientes, pero nos olvidamos. Pensamos que lo que nos gusta de los demás los
otros "ya lo captan", o ya lo saben, y la realidad es que no siempre
es así.
Deberíamos hacer más ingresos en la cuenta, no dejar ningún
halago por comunicar. Y ahorrarnos reproches. Como nos recuerda John Powell: "Debemos
ser cuidadosos y no asumir la vocación de hacer ver a los demás sus
errores".
Para tomar
la senda de comunicar lo que nos une, puede ayudarnos el recordar que las
cualidades humanas siempre tienen dos caras: la cara positiva y la cruz. Así,
una persona que es sensible, será también con toda probabilidad una persona
susceptible. No hay sensibilidad sin una cierta susceptibilidad, como no se
puede ser susceptible si uno no es sensible.
Conociendo
esta dualidad de las cualidades, ante una persona susceptible podemos hacer dos
cosas: criticar permanentemente su susceptibilidad, y hacer continuos
reintegros en nuestra cuenta de confianza, o descubrir la cara positiva de su
susceptibilidad, que será su sensibilidad. Si la valoramos y se lo comunicamos, podemos hacer un
importante ingreso en la cuenta.
Además del
refuerzo que supone para nuestra relación, esta segunda opción tiene un efecto
sobre la persona: cuanto más valoramos la cara de una cualidad, menos
importancia tiene la cruz. La acabamos aceptando como parte
integrante de la personalidad única e irrepetible del otro, como reverso de la
moneda de esta virtud a la que no renunciaríamos por nada del mundo, con lo
cual, cada día se hace menos visible. La cruz de una cualidad se desvanece
ensalzando la cara. Reforzar las virtudes es la mejor manera de vencer los
defectos.
A menudo nos cuesta decir a los
demás lo que nos gusta de ellos. Lo que están haciendo bien. Lo que más valoramos.
Y lo cierto es que hacerlo es una gran fuente de motivación. Todos necesitamos
pequeñas "palmaditas en la espalda" que nos den energía y confianza. El que alguien
reconozca nuestras habilidades y nos lo diga es signo de que nos valora y nos
presta atención.
Algo tan
importante para nuestra motivación no podemos dejarlo implícito. No es
suficiente con que se sobreentienda. Debemos ser explícitos con los halagos.
Tan explícitos, al menos, como somos con los reproches. Y en mucha mayor
proporción si queremos que sirvan de motivación. Pensar que "el otro ya lo
sabe" es una mala excusa. Muchas veces no lo hacemos porque nos incomoda.
Pero ahorrarnos los halagos es en cualquier caso una mala estrategia.
Ser explícito con los halagos no
siempre significa transmitirlos verbalmente. Hay muchas maneras de hacer
llegar al otro un halago. Hay muchos detalles, muchos gestos que no pasarán
desapercibidos. Y que a veces son más claros y más explícitos que las palabras.
Los halagos
no siempre hace falta decirlos, pero sí comunicarlos.
Comunicar lo que nos une no debe
confundirse con adular.
Todo lo bueno que tienen los halagos, lo tiene de malo la adulación. Cuando
adulamos se nota. Y lejos de nutrir nuestra cuenta corriente emocional,
estaremos haciendo, de nuevo, grandes reintegros. ¿Cómo podemos halagar sin
adular?. Siendo sinceros, haciéndolo con naturalidad, y halagando situaciones
concretas, logros concretos. Los halagos genéricos, sin motivo aparente, se
convierten fácilmente en adulación.
A veces
nos incomoda que nos halaguen o que nos comuniquen cosas positivas. Lo cierto es
que la forma en que aceptamos los halagos dice mucho de nuestra seguridad y de
nuestra autoestima. Es bueno saber recibir los halagos y saborearlos
debidamente. Si son cosas que ya sabemos de nosotros mismos, nos dan energía y
vemos confirmadas nuestras virtudes. Si nos descubren habilidades nuevas, nos ayudan a crecer
y a conocernos mejor.
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