Ilustración de Alberto Vázquez |
Sin renunciar al
progreso, es necesario asumir que hay situaciones y personas que no cambian
El reto es aceptar lo
que nos toca vivir y trabajar para restablecer el equilibrio
Una de las fuentes de
sufrimiento más comunes en el ser humano es el deseo de que las cosas sean
distintas a como realmente son. Cuando un país pasa por una grave crisis, la
población mira atrás y desea que todo fuera como antes, un antes que en su
momento no se valoraba porque parecía aburrido o bien había otras aspiraciones.
Lo mismo sucede con las
relaciones interpersonales. Quien tiene por pareja a alguien silencioso
desearía un carácter dicharachero, y este último pondrá de los nervios a quien
convive con él un día tras otro. ¿Por qué anhelamos siempre lo que no
tenemos?
Hay vida antes de la
muerte; disfrútala” (Eduard Punset)
Nuestra forma de vida está tan
basada en el cambio y el progreso, que a menudo valoramos negativamente la
estabilidad sin saber cuál sería la alternativa.
La insatisfacción es lo que
permite el progreso de la ciencia, las artes y todo lo que tiene que ver con la
sociedad, pero cuando se vuelve crónica en nuestro día a día deja de ser un
estímulo para teñir de negatividad nuestra vida.
Hay personas que, instalados en
la queja y la amargura, molestan a los demás –y a sí mismos– de forma
totalmente estéril porque de nada sirve señalar lo que no funciona sin ofrecer
soluciones.
Madame
Bovary
dio nombre a lo que el filósofo Jules de
Gaultier denominaría “bovarismo”. Se trata de un estado de insatisfacción permanente a causa
del desnivel entre las propias ilusiones y la realidad. Sin abogar
tampoco por el conformismo, si nuestras aspiraciones se hallan siempre a gran
distancia de lo que tenemos, jamás alcanzaremos la serenidad. Como el burro que
persigue la zanahoria, podemos pasar la vida entera esperando “algo mejor” para descubrir
al final que ya lo teníamos y no habíamos sabido verlo.
Los manuales de psicología han
puesto de moda el verbo procrastinar, que significa postergar aquello que
deberíamos hacer hoy. Un aplazamiento que también se produce en un nivel
existencial. Muchas personas postergan la felicidad hasta que cambie la
situación que están viviendo. Se convencen de que cuando encuentren un trabajo
mejor o la pareja ideal, por poner dos ejemplos, se darán permiso para
disfrutar de la vida. Sin embargo, este planteamiento tiene un fallo de origen
y es que nada resulta como esperábamos una vez que lo conseguimos.
Lo que ocurre es que muchas
personas cuando llega el momento tan largamente esperado o deseado sufren una
desilusión; entonces fijamos nuevos objetivos esperando que una vez alcanzados
llegue, esta vez sí, el premio definitivo. Sin embargo, esto no acostumbra a suceder, ya que más que
insatisfacciones existen las personas insatisfechas.
Del mismo modo que nos resulta
difícil aceptar las cosas como son, también nos cuesta aceptar a los demás, ya
que su forma de pensar y reaccionar nunca coincidirá con nuestras expectativas.
Al hacer un favor a un vecino,
nos duele si no obtenemos el mismo trato por su parte cuando lo necesitamos. En
el ámbito laboral, a menudo consideramos que los compañeros no cumplen con sus
tareas, y el jefe o la jefa es un ser inútil que está dinamitando la empresa.
En esta clase de pensamientos
está el punto de partida de la mayoría de conflictos interpersonales. Al esperar que
los demás se comporten de determinada forma les estamos negando el derecho a su
identidad. Además, al enfadarnos por estas diferencias obviamos algo
muy importante: ser o actuar de modo distinto a nosotros no tiene por qué ser
negativo.
Afortunadamente, cada persona
tiene una combinación única de defectos y virtudes. Podemos aceptar su
singularidad y sacar partido de las cosas buenas que nos ofrece o bien
enrocarnos y señalar al otro como enemigo.
“A veces debes conocer
al otro realmente bien para darte cuenta de que sois dos extraños” (Mary Tyler Moore)
En 2002, Byron Katie publicó un libro orientado a acabar con la
insatisfacción personal: Amar lo que es.
Basado en aceptar y reconocer el valor de lo que configura nuestro entorno, no se trata de
resignarse a lo que hay, sino de amar nuestras circunstancias para mejorar
desde ese punto de partida.
Esta autora norteamericana
sostiene que “la realidad es siempre más amable que las
historias que contamos sobre ella” y que cualquier enfado que
tengamos con los demás es, en el fondo, algo de nosotros mismos que nos molesta.
Por eso mismo desearíamos cambiarlos, porque resulta más fácil exigir la
transformación del otro que la de uno mismo.
Convencida de que “lo que provoca nuestro sufrimiento no es el problema,
sino lo que pensamos sobre el mismo”, en su best seller propone
que la persona insatisfecha se entregue al “trabajo”,
que empieza con estas dos fases:
1. Plasmar en el papel lo que no nos gusta. Tomar una situación o una
persona que nos desagrada y especificamos quién o qué provoca nuestra tristeza,
qué es lo que no nos gusta y cómo debería ser para que estuviéramos
satisfechos.
a)
¿Es eso verdad?
b)
¿Tienes la absoluta certeza de que eso es verdad?
c)
¿Cómo reaccionas al tener este pensamiento?
d)
¿Quién serías sin él?
Byron Katie sostiene que ante
un pensamiento negativo solo tenemos dos opciones: o nos apegamos a él o indagamos para
comprenderlo. Esa última actitud y una relación constructiva con
nuestro entorno nos llevarán a un plano superior.
“Señor, concédeme
serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que sí
puedo y sabiduría para reconocer la diferencia”. (Reinhold Niebuhr)
Una anécdota que se menciona en
los talleres de superación personal tiene como protagonista a un violinista que
en pleno concierto en Nueva York vio cómo se rompía una de las cuatro cuerdas
de su violín. En lugar de detenerse, decidió adaptar la melodía a las otras
tres cuerdas, algo realmente difícil con este instrumento. Cuando le preguntaron
por qué había elegido esa opción, respondió: “Hay
momentos en los que la tarea del artista es saber cuánto puede llegar a hacer
con lo que le queda”.
Sin duda, la realidad nos pone
a prueba y a menudo estamos expuestos a circunstancias indeseadas. La cuerda
rota del violinista tiene su equivalente, en la vida cotidiana, en situaciones
con mucho menos público, pero más dolorosas. En lugar de lamentar nuestra
suerte, podemos preguntarnos qué es lo que nos queda y qué podemos hacer para
restablecer el equilibrio en nuestra vida. Para que vuelva a sonar
la música, no obstante, es necesario aceptar las cosas como nos ha tocado vivirlas,
ya que son un reto y un aprendizaje. Al mismo tiempo, en lugar de buscar
culpables, debemos aceptar a los demás y no fijarnos en su cuerda rota, sino en las otras tres que
siguen sonando.
UN
LIBRO
– ‘Amar lo que es’, de Byron Katie (Urano).
Tras haber pensado en el
suicidio, este libro traslada a ejemplos cotidianos el proceso de interrogación
de la autora a través de un método denominado “el trabajo” para amar cada cosa
y cada persona por lo que es y tal como es.
UNA
PELÍCULA
–
‘El lado bueno de las cosas’, de David O. Russell.
Este filme trata de las
segundas oportunidades. Su protagonista, tras pasar ocho meses encerrado por agredir
al amante de su esposa, decide afrontar su vida y sus relaciones con una
actitud positiva.
UN
DISCO
–
‘Places’,
de Lou Doillon (Barclay).
La hija de Jane Birkin ha
grabado un álbum notable que gira en torno a la identidad, las dudas y la
dificultad para encajar en el mundo. Destacan ‘Devil or angel’ y la irónica y
conmovedora balada ‘Real smart’.
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