Me visita un
equipo de TV3 para un reportaje sobre la intimidad y las redes sociales. Muchos
piensan que hay un exhibicionismo exagerado, porque se muestra lo que debería
ocultarse. En nuestras relaciones debemos
distinguir entre lo público (a la vista de todos), lo privado (que es visible,
pero no se quiere mostrar) y lo íntimo (lo que sólo se conoce por confidencias).
Los límites entre los tres dominios han cambiado. Los reality shows, los muros
de Facebook o las infinitas confidencias en voz alta que transitan por Twitter
muestran que la intimidad está en almoneda. El éxito de estos nuevos medios
confirma la vigencia de dos pasiones ancestrales: el
afán de ser visible y la pasión por conocer vidas ajenas. Somos
seres sociales, lo que implica que deseamos que nos vean. “Todo el mundo quiere tener sus quince
minutos de fama”, decía Andy Warhol. Antes, se conseguía saliendo a
la plaza del pueblo. Ahora, poniendo una dirección en Facebook o en Twitter,
que permiten un provincialismo globalizado, un conmovedor o ridículo afán
–según el humor con que se mire– de decir: “¡Eh, que estoy aquí!”. Las
redes sociales permiten concretar y medir la mínima popularidad de los amigos o
de los seguidores.
Las nuevas
tecnologías también nos permiten satisfacer la curiosidad por las vidas ajenas,
cotillear, desparramar habladurías, disfrutar con rumores. Todo esto se hacía
antes en la fuente del pueblo, donde las mujeres se reunían a charlar, o en los
lavaderos públicos. Posiblemente el catalán xafardejar procede de safaretgera,
lavandera. En todos los idiomas existe una palabra para designar este incesante
comentario sobre las vidas privadas o íntimas de los vecinos: gossip,
commérage, getratsch, etcétera.
La universalidad
del fenómeno ha llamado la atención de los antropólogos. Uno de ellos, Kevin
Dunbar, ha estudiado el gossip en profundidad. Sostiene que dos terceras
partes de nuestra conversación son puro cotilleo, lo que él denomina más
finamente social topics. Lo considera tan importante que piensa que nuestros
antepasados prehistóricos expandieron el lenguaje para poder chismorrear.
Recuerdo que Richard Gregory, un ingenioso psicólogo especializado en
primates, contaba su extrañeza al contemplar la monótona vida de los gorilas.
¿Para qué necesitan un cerebro tan grande? Concluyó que para mantener en la
cabeza a los miembros de su grupo y las relaciones entre ellos. Cuando fuimos
capaces de hablar, también dedicamos el habla a mantener lazos sociales. Esa
es, según Dunbar, la función del cotilleo, por eso se considera más propio de
mujeres, que han sido siempre las más interesadas en las relaciones sociales.
Sorprendentemente relaciona el chismorreo con las actividades de despioje a que
se entregan nuestros primos animales. Esto me hace recordar a Joan Corominas,
a quien le interesó mucho la etimología de chismorreo. No sabía si procedía de
schisma, división, justificado porque las habladurías dividen. O de chisme, que
significaba chinche. A Dunbar le encantaría esta segunda opción, porque le
llevaría sobrevolando por milenios de lenguaje hasta la selva primigenia.
La concupiscencia
por las vidas ajenas se manifiesta en nuestro gusto por las historias, la
tentación del ojo de la cerradura, la atracción por la intimidad de otros. Las nuevas tecnologías han triunfado porque satisfacen
pasiones muy antiguas. Se ha instalado el cotorreo permanente. En
las redes hay una masiva presencia de exhibicionistas lights y de mirones
compulsivos. En Castilla, cuando aparecía un chisme importante, se decía “el pueblo está lleno”. Ahora se
llama trending topic. ¡Qué antiguo!
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