Es difícil evitar que las
situaciones de crisis económica no pasen factura en el estado de ánimo cuando
se sufre en la propia piel, pero no imposible. Es importante reconocer esta
dificultad para evitar males mayores
El verano que ahora termina no ha sido alegre para
muchas personas. Su inicio, junio, un mes tradicionalmente optimista en el que
la mayoría de las personas empiezan a anticipar la llegada de las vacaciones
fue puntuado por un continuo goteo de noticias acerca de personas que se han
venido abajo en medio de problemas económicos que no han podido afrontar. El
día 6, un hombre de nacionalidad alemana se quitaba la vida: en la nota que
dejó pedía perdón por no hacer frente a la deuda que mantenía con el arrendador
de su vivienda. El día 11 moría una persona de 83 años que había dejado de
comer y beber porque iba a ser desahuciada junto con su ahijada discapacitada
de 41 años. Días más tarde se suicidaba un afectado por una ejecución
hipotecaria en Cantabria que había puesto su casa como aval porque tenía
problemas en su pequeño negocio...
Todo esto ocurrió antes de las vacaciones que
acaban de terminar, en los días cercanos al 17 de junio que, según una reciente
investigación danesa, es el "día más feliz del año". Los
científicos autores del estudio llegaron a la conclusión analizando la carga
emocional de las palabras que utilizamos en Twitter. Si les preguntáramos
acerca del contraste entre su investigación y los sucesos dramáticos
anteriores, argumentarían que esos escalofriantes hechos ocurren también en
todos los demás meses del año. Y tendrían razón: de hecho el terrible goteo ha
seguido produciéndose durante estas vacaciones y es previsible que siga así. El
peso de los factores económicos, de hecho, es peor estadísticamente, en fechas
como por ejemplo este mes de septiembre, en que terminamos el paréntesis
veraniego y volvemos a la cruda realidad. Después del verano nos damos cuenta
de que, como dijo Jules Renard, "lo que
distingue al hombre de los otros animales son las preocupaciones
financieras". Y los problemas psicológicos relacionados con
vivir en una época de crisis vuelven a ponerse de manifiesto.
La realidad es
la que es.
Es más, un antiguo adagio afirma que la realidad es lo que queda cuando todo lo
demás termina. Pero aun así nuestra forma de analizar los datos puede acabar
enterrando cualquier hecho. Cuando se habla de la influencia de lo económico en
nuestro estado de ánimo, por ejemplo, hay dos distorsiones habituales que
pueden cambiar completamente nuestra interpretación de los tremendos
acontecimientos citados al principio del artículo.
Por una parte, existe el riesgo de achacar todos
los problemas de las personas en mala situación económica a sus circunstancias
materiales. Aunque una persona se suicide en una difícil situación económica,
en su decisión interviene su estado de ánimo y su red de apoyo emocional,
además de otros factores internos, genéticos, ambientales...
Pero existe también otro riesgo: aplicar el
pensamiento 'naif' tan de moda que afirma que "lo importante es la forma en que
afrontamos los acontecimientos" y no los hechos en sí. Muchos
de los promotores de este pensamiento positivo idealista parecen insinuar que
la crisis sólo afecta a aquellos que se dejan afectar por ella, como si
estuviera en nuestras manos permanecer impasibles ante circunstancias extremas.
Lo
cierto es que las circunstancias materiales influyen en nuestro estado de
ánimo.
Hace unas décadas, los antropólogos y sociólogos que empezaron a practicar el
materialismo cultural revolucionaron la forma de entender los fenómenos
socioculturales. Sus datos mostraban relaciones entre hechos que parecían pertenecer al ámbito
espiritual, moral o afectivo (la adoración de ciertos animales en
determinadas sociedades; la prohibición del incesto; el fomento de la pareja
monógama en la mayoría de las culturas del planeta...) y factores que tenían que ver con la lucha
por la supervivencia (esos animales son imprescindibles en esa
economía y es mejor divinizarlos que comerlos; la descendencia producto de las
relaciones familiares suele tener problemas genéticos; las relaciones de dos
personas cumplen mejor determinadas funciones económicas...). Libros como 'Vacas, cerdos, guerras y brujas: los
enigmas de la cultura', de Marvin
Harris planteaban hasta qué punto la belicosidad de ciertas culturas, los
movimientos mesiánicos o el machismo podían tener causas materiales. Lo que
pusieron de manifiesto estos autores es que, aunque no nos gusta hablar de
ello, el
comportamiento y la psicología de las personas tienen mucho que ver con las
circunstancias materiales en las que viven.
La cuestión económica, en nuestra sociedad, es el
gran tema material. Al igual que en otras culturas el número de hijos, la
cantidad de tierras cultivadas o el estatus ayudan a que la gente sea más
feliz, en la nuestra el dinero es uno de los factores importantes de bienestar
psicológico. Una investigación reciente recordaba este hecho
evidente para el sentido común pero comúnmente ignorado por los apologistas del
positivismo 'naif'. En ella se llegaba a la conclusión, después de analizar una
gran cantidad de datos extraídos de países muy diferentes, de que el dinero es un
factor necesario (aunque no suficiente) para conseguir la felicidad.
Aquellos que disponen de más ingresos disfrutan de un mayor bienestar
psicológico: la proporción de personas felices es ínfima en aquellos que viven
en la pobreza o tienen una gran incertidumbre sobre su situación económica
futura. Como nos recordaban los científicos autores del estudio, da igual que
uno compare personas que viven en diferentes países o en un mismo país durante
el mismo periodo de tiempo: la conclusión es que es casi imposible estar contento sin tener
asegurada la cuestión financiera.
¿Por qué tendemos a negar esa evidencia? ¿A qué
viene esa negación de la importancia de este factor? Por supuesto, hay siempre
una primera razón subjetiva. La mayoría de los que escriben sobre estos temas
son personas que nunca han tenido problemas económicos graves. Y eso les hace
minimizar la importancia del dinero: nada es valioso si nunca se ha carecido de ello.
Pero hay también otro factor que puede explicar
este 'despiste': la mayoría de las investigaciones niegan que los ricos sean
más felices que las personas de clase media. Se esgrimen varias
razones para este fenómeno: las excesivas expectativas (parece que las necesidades
económicas crecen de forma logarítmica, no exponencial), la dependencia de un
nivel de vida, los compromisos sociales continuos, la dificultad de encontrar
relaciones verdaderas...Pero el resultado final parece claro: la línea de la
felicidad está en un nivel medio, a partir de ahí da un poco igual cuánto
ganemos.
El problema es que ese es, justamente, uno de los
factores en los que la crisis económica va a cambiar nuestras vidas. El 'Global risk report', un informe
realizado este año por entidades poco sospechosas de dramatizar las diferencias
sociales (Zurich Insurance Group, Mars&McLennan o la Cámara de Comercio de
EEUU.) avisaba de que una de las consecuencias será la acentuación de las distancias entre ricos y
pobres. La polarización económica (y la consiguiente polarización
psicológica) será el gran problema mundial de la próxima década, según este
estudio. El informe pronostica la progresiva disminución de la clase media, esa
frontera asequible de felicidad que podían aspirar a traspasar las personas que
ahora tienen pocos ingresos. La esperanza de bienestar psicológico será, cada
vez más, un paraíso al que sólo podrán aspirar unos cuantos.
Además, al acentuarse la brecha se hará más
patente un efecto social que surge continuamente en los estudios sobre la
pobreza: la
invisibilidad. En general no vemos a los excluidos. Nuestra mirada tiene
niveles: andamos por la calle sin mirar a los sintecho que están tirados en el
suelo. Y la geografía impone también sus límites: hay barrios y pueblos
cercanos a los que aquellos que tenemos un cierto nivel de vida no hemos ido
nunca. De hecho, los marginados son invisibles incluso aunque hablemos de ellos
y tratemos de ayudarles.
Un conocido experimento pedía a un grupo de
seminaristas que realizara un trabajo sobre personas sin hogar que requería ir
a una biblioteca para buscar referencias. Para hacerlo, los voluntarios tenían
que cruzar un patio en el que un sintecho yacía en el suelo: ningún seminarista
paró a atenderle y la mayoría pasaban sin notarle... por la prisa que tenían en
realizar su altruista informe. La sociedad nos enseña a no mirar a los excluidos.
Al aumentar las diferencias entre ricos y pobres, este efecto será,
probablemente, mucho mayor. Y con él vendrá también la falta de solidaridad. Una de las
consecuencias de esa brecha es la dificultad para la empatía. Las
crisis económicas aumentan siempre el individualismo, la táctica del "Sálvese quien pueda". En los
momentos de apuro, los seres humanos estamos más atentos a favorecer lo
nuestro. Incluso cuando creemos que nos ocupamos de lo colectivo, sólo
atendemos a asuntos colectivos que tengan que ver con temas que nos afectan,
acudimos a manifestaciones contra aquellos que nos tocan nuestros dineros o
militamos en lobbies que defienden nuestros intereses. Las situaciones límite favorecen el
egocentrismo y esa será, probablemente, una de las consecuencias
psicológicas sociales más duraderas que nos dejará esta crisis.
Estas son algunas de las consecuencias previsibles
de la crisis a nivel colectivo. Pero, por supuesto, lo más importante son los
efectos que van a tener en las personas que la padezcan en sus carnes.
Uno de los efectos seguros para aquellas personas
que vivan problemas económicos es el distrés, el estrés negativo. Los seres humanos
percibimos de dos formas distintas las situaciones que exigen sobre-esfuerzo:
unas nos generan eustrés (un sentimiento positivo, mezcla de activación y
bienestar) y otras distrés. Este último, el que se percibe como
negativo, surge cuando sentimos que la presión estamos viviendo es involuntaria
–no se debe a ningún reto personal en el que nosotros hemos elegido
involucrarnos– y desborda nuestras capacidades –y, por lo tanto, es
incontrolable–. Los problemas económicos suelen experimentarse así, como
situaciones que se nos han venido encima sin que hayamos decidido afrontarlas y
en las que no llevamos las riendas. Por eso producen, habitualmente, síntomas
causados por el distrés, el estrés negativo. Dificultad para desconectar (el
problema de ser pobre es que ocupa todo el tiempo), irritabilidad, problemas de hábitos
como el sueño o la comida, ansiedad continua o pérdida de la capacidad de concentración
son algunos de los síntomas posibles.
Ese continuo estado de alerta tiene, además, otra
consecuencia: el progresivo alejamiento de las demás personas. Los
psicoterapeutas ven, cada vez con más frecuencia, a personas que han caído en
lo que podríamos denominar síndrome del lobo solitario. Son individuos
que han pertenecido a la clase media, que han tenido una vida integrada,
rodeados de familia y amigos y que, progresivamente, han ido cayendo en la
exclusión social. Gradualmente han dejado de estar adaptados y se han quedado
solos. La causa es simple: no son personas competitivas, no tienen el
afán depredador que se necesita para sobrevivir en esta sociedad cada vez más
competitiva, producto de la crisis económica.
Otra de las consecuencias psicológicas de esta
situación será la falta de asertividad. Se denomina así a la
capacidad de mantener relaciones de igualdad, dignas, en las que la intención
no sea imponerse a los demás pero tampoco humillarse. Es un factor clave en la
salud mental: aquellas personas que consiguen ser asertivas en la mayoría de
sus relaciones gozan de mejor equilibrio porque disfrutan más del contacto
social.
Pero lamentablemente, es muy difícil ser asertivo en las
situaciones de crisis. Las relaciones de poder en el mundo laboral
se hacen más desiguales. Y como recordaba recientemente en una entrevista el
filósofo Mario Bunge: "La
subordinación a los jefes nos enferma física y mentalmente".
Muchos estudios relacionan problemas de salud con relaciones tóxicas
(humillaciones, falta de respeto...) con las personas que están por encima de
nosotros en el organigrama laboral. El problema es que en los momentos de
angustia económica a muchas personas no les queda más remedio que tolerar este
tipo de acciones. La alternativa es eso o nada. Y esa necesidad continua de
aparcar la asertividad y someterse tiene consecuencias inevitables en el estado
de ánimo.
Estrés
negativo, aislamiento, relaciones tóxicas... un cúmulo de circunstancias
difíciles de sobrellevar ha caído sobre una gran cantidad de personas. La
consecuencia es que el número de suicidios, que había descendido durante la
década anterior a la crisis, ha aumentado dramáticamente a partir de la llegada
del cataclismo. Un trabajo publicado justo por las fechas supuestamente felices
que se mencionan al principio del artículo calculaba que si no hubiera
estallado la debacle económica, en los tres años del inicio de la crisis (el
2008, el 2009 y el 2010) hubiera habido 10.000 casos menos en Europa y
Norteamérica. Otro estudio, este publicado en 'The Lancet', ponía en cifras el resultado psicológico del
desempleo: cada 1% de aumento en el paro se asoció con un aumento de 0,79% en
la tasa de suicidios. Y un incremento del desempleo superior al 3% tuvo un
efecto dramático, un 4,45% más de suicidios.
Es difícil aislar factores y poner en cifras la
incidencia real de la crisis económica en la salud mental. Pero ignorar el
impacto brutal que ha tenido y tendrá en el estado de ánimo de las personas en
nombre de ese positivismo 'naif' es castigar a los que sufren insinuando que
son culpables de no haber estado en el grupo de los elegidos. A los
que tienen suerte, a los que debido en gran parte a factores externos (mayores
oportunidades, contacto...) les gustaría pensar que "los
que no tienen es porque no han querido tener". Pero los que
nos dedicamos a la salud mental sabemos que no es así: lo cierto es que la
crisis económica ha dejado sin apenas oportunidades de bienestar psicológico a
millones de personas. Y no verlo es un suicidio social.
Demolidor article i carregat de raó. Tanquem els ull per no veure, creiem que que si no veiem no existeix. Si som lúcids i veiem i empatitzem, patím. Conclusió és mes fácil tancar els ull i el cor. Jo treballo en una escola d'adults, aixó m'ha ajudat a veure a la persona, tant és de quin estatus social sigui o de quin col·lectiu sigui, TOTS sóm persones que volem el millor per els nostre, que patim, somiem i lliutem per una vida millor, i no necesseriament només material. Hi ha una dita que m'agrada molt.
ResponEliminaEt desitjo el suficient.... d'alegria, de dolor, de tristesa, d'amor, de coses materials ....... cadascú que afegeixi el que li sembli.
Bon dia Joan, m'encanta llegar el que penjes. No acostumo a xerrar tant....
Gràcies