Un
día de este verano mi hija mediana se levantó especialmente tarde. Se
arrastraba por los sofás sin energía, y no estaba haciendo nada de lo que le se
suponía que tenía que hacer o de lo que le estábamos pidiendo. Cansado de su
actitud me encaré con ella para propinarle una sonora bronca. Le dije que
estaba saliendo cada día, que estaba así de cansada por no dormir lo
suficiente, y que o se ponía las pilas o se acababan las salidas nocturnas. Con
lágrimas en los ojos se fue a su habitación a cambiarse y espabilarse.
Cuando
se hubo cambiado, salió de la habitación y al cruzarse conmigo me dijo, con la
voz entrecortada,
- “Esta
noche no me he encontrado bien y no me he podido dormir hasta las cinco. Todo
esto no tiene nada que ver con el salir por la noche”.
Había
metido la pata. Y pasé el resto de la mañana tratando de imaginar cómo podía
arreglar la situación. ¿Hacer algo aquel día que a ella le gustase
especialmente? ¿Mostrarme cariñoso con ella y esperar que todo volviese a la
normalidad? Y lo cierto es que la solución, aunque me costaba aceptarlo, era
muy fácil y sólo necesitaba cinco palabras: Lo siento, me he equivocado.
¿Por qué nos cuesta
tanto pedir perdón?
Disculparse
es absolutamente balsámico para cualquier relación. Es increíble el efecto que
produce en el otro una disculpa sincera, y cómo inmediatamente se ve el
conflicto desde otra dimensión tras una buena disculpa. La disculpa provoca en
el otro una inmediata reacción empática, desarma y abre las puertas al
reencuentro emocional. Y sin embargo, nos cuesta mucho disculparnos.
Hay
gente que se sí se disculpa, pero lo hace añadiendo una “patada lateral” por el camino: “lo siento pero
es que tu me provocaste”, “perdona pero es que eres muy agresivo”… Y
esta disculpa llega contaminada, cargada de reproche, y no produce empatía
alguna. Es la necesidad que tenemos a veces (algunos siempre) de quedarnos por
encima.
Otros
simplemente consideran que una disculpa es una humillación y el reconocimiento
de la vulnerabilidad, y por ello la evitan a toda costa aunque sean conscientes
de su error.
Me
contaba un amigo, socio de un bufete de abogados, que un día decidió hacer
comprar un microondas para ponerlo en la cocina del bufete. Y que cuando el
presidente lo vio, mandó devolverlo de inmediato, pues no eran tiempos para
malgastar con lujos para la gente. Él fue a ver al presidente y le explicó que
precisamente por los tiempos que corrían, la gente se estaba quedando a comer
en la oficina, para no gastar dinero en restaurantes. Y que por el camino se
acortaban las pausas y se conseguía un horario mucho más razonable y eficiente.
El presidente reconoció que podía tener razón, y que la idea podía entonces
tener sentido, pero terminó diciéndole:
- “ahora
todo el mundo me ha oído hacer quitar el microondas; no puedo rectificar porque
perdería mi autoridad…”
Creo
que la disculpa es de los valientes, no de los cobardes, y que es una
manifestación clara de seguridad personal, y que así lo percibe en el fondo la
gente. Estoy convencido que la incapacidad de disculparse procede de la inseguridad,
y que quien no sabe pedir perdón es precisamente el más vulnerable.
Oí
una vez por la calle a un hombre, que tras tropezar con otro le dijo:
- “Si ha
sido culpa mía, le pido disculpas. Si ha sido culpa suya, no se preocupe. Está
disculpado”.
No
perdió ni un instante en dirimir las culpas. Su disculpa fue por delante. Me
pareció una sanísima actitud para ir por la vida. Y una muestra de gran
seguridad personal por su parte.
Y
para aquellos que a veces nos disculpamos con la boca pequeña, recordar un
proverbio asiático que dice:
- “si has de hacer una reverencia, que tu inclinación sea
pronunciada”.
Pues
eso, que si nos hemos de disculpar, que nuestra disculpa suene a disculpa.
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