Hay personas con un alto nivel de
autoexigencia para las que nada nunca es suficiente. Pero ¿qué hay detrás de
este estilo de comportamiento?
El secreto de la serenidad es
aceptar cada situación tal y como es.
De todos los defectos que existen, el
perfeccionismo es uno de los mejor considerados por la sociedad. En el ámbito
laboral, por ejemplo, ser una persona que persigue la excelencia está tan bien
visto que muchos candidatos, al ser entrevistados para un puesto de trabajo,
suelen destacar este rasgo de personalidad como su principal área de mejora. De
este modo consiguen dos objetivos: primero, ocultar sus verdaderas carencias. Y
segundo, tratar de impresionar a su interlocutor.
No en vano, tener este rasgo en el carácter
implica comprometerse con imprimir un sello de calidad en todo lo que se hace.
La Real Academia Española define esta conducta como una “tendencia
a mejorar indefinidamente un trabajo sin decidirse a considerarlo acabado”.
De ahí que, en un primer momento, se relacione con productividad, eficiencia y
excelencia. Pero tal como dice un refrán español, “no
es oro todo lo que reluce”.
Para analizar este comportamiento, utilicemos como
analogía los icebergs. Al observar uno de estos enormes pedazos de hielo, tan
solo vemos la pequeña punta que sobresale por encima del agua. El grueso
restante –que representa el 85%– queda por debajo, oculto. Hay que sumergirse
para poderlo ver. Del mismo modo, al hablar de perfeccionismo solemos quedarnos
con los atributos positivos que se encuentran en la superficie, sin vislumbrar
la parte inconsciente que queda escondida.
“Si con todo lo que tienes no eres feliz, con todo
lo que te falta tampoco lo serás”. Erich Fromm
Y entonces, ¿qué hay detrás de la búsqueda
constante de perfección? ¿Por qué en muchas ocasiones esta característica del
carácter suele generar insatisfacción? A los miembros de este club puede que
les resulte incómodo reconocer que el motor de sus acciones es la permanente
sensación de insuficiencia que sienten en su interior. De ahí que
nada nunca les parece lo suficientemente perfecto.
En un nivel muy profundo e inconsciente, los
perfeccionistas consideran que no está bien ser como son. Sienten que hay
algo erróneo que han de corregir. No saben exactamente el qué, pero esta
sensación de imperfección interna les mueve a querer cambiar y les fuerza a
comprometerse con mejorar. Esencialmente porque creen que actuando de este
modo, volverán a sentirse bien consigo mismos. Es entonces cuando, sin darse
cuenta, crean un ideal subjetivo, que determina cómo deberían ser.
Para poder alcanzar la perfección deseada,
desarrollan una autoexigencia
feroz e implacable. Y empiezan a escuchar a un juez interno dentro
de su cabeza que juzga y critica aquellas decisiones, acciones y resultados que
les alejan de dicho ideal. Dado que su conducta se rige por medio de un
imperativo moral, suelen hablar en términos de “tengo que” o “debo”. Y
cómo no, este patrón de exigencia lo acaban proyectando sobre la gente con la
que se relacionan.
Así, los perfeccionistas miran el mundo a través de una lupa,
mediante la cual ponen el énfasis en todo aquello imperfecto que debería ser
mejor de como es ahora mismo. Pongamos por ejemplo que terminan una novela
llena de pasajes narrativos memorables. En vez de apreciar lo valioso que hay
en ese texto, suelen criticar los cuatro errores ortográficos que han
encontrado a lo largo de las más de cuatrocientas páginas que acaban de leer.
Parece como si la mirada de estos adictos a la perfección estuviese entrenada
para detectar fallos.
Prepotencia y
frustración
“Es muy difícil ser humilde cuando
se es el mejor”. Muhammad Alí
No es un rasgo que se desarrolle con los años. El gen del
perfeccionismo viene de nacimiento. De ahí que muchos
perfeccionistas asocien a su infancia un sentimiento de no haber sido
considerados lo suficientemente buenos por sus padres. Con el paso del tiempo,
interiorizan que no está bien cometer errores. Así es como desarrollan la
rigidez y la inflexibilidad. Y acostumbran a creerse en posesión de la verdad,
imponiendo su punto de vista entre quienes piensan de forma diferente. Una de
sus máximas aspiraciones es tener la razón. Y suelen mostrarse intolerantes y
prepotentes cuando se sienten inseguros, amenazados por opiniones que discrepan
de las suyas.
Uno de sus mecanismos de defensa consiste en evitar trabajar
en equipo. Tienden a cargar sobre sus espaldas con la
responsabilidad de hacer lo que se tiene que hacer. Les cuesta muchísimo
delegar en otras personas, pues no confían en nadie más que en sí mismos. ¿Cómo
van a hacerlo si los demás no se esfuerzan tanto como ellos ni consiguen
imprimir el nivel de calidad y excelencia que desean?
Para compensar su sensación de insuficiencia
tienen que aparentar
ser perfectos a los ojos de la gente. De ahí que suelan ser muy
susceptibles. Tienden a irritarse con facilidad cuando se sienten criticados.
No soportan que nadie les diga cómo tienen que hacer las cosas. Sin embargo,
esto es lo que acostumbran a decirles a las personas con las que interactúan.
Debido a la autoexigencia, rigidez y
susceptibilidad que se ocultan bajo la superficie del perfeccionismo, estas
personas terminan
cosechando una frustración permanente. Su emoción predominante es la
ira,
la cual se manifiesta como una bola de fuego en el estómago cada vez que las
cosas no salen como ellos esperaban. Eso sí, debido a que enfadarse no es una
conducta demasiado perfecta, tienden a reprimir su ira hacia dentro. No es
ninguna casualidad que entre el colectivo de perfeccionistas muchos somaticen
la rabia, el estrés y la tensión en forma de dolores de cabeza, espalda y
bruxismo.
Serenidad y
aceptación
“No eres la charla que oyes en tu
cabeza. Eres el ser que escucha esa charla”. Jiddu Krishnamurti
La clave para que el perfeccionismo no sea fuente
de insatisfacción reside en el arte de cultivar la serenidad y la aceptación. Y para
ello es necesario que se den cuenta de que en su interior oyen una voz que los
critica por todo lo que podrían hacer mejor. También han de tomar consciencia
de las consecuencias que les está reportando seguir los dictados de dicha
vocecita. Comprender
que ellos no son ese juez interno tan exigente es el primer paso
para recuperar el equilibrio perdido en su afán de ser perfectos.
Una práctica muy recomendable consiste en reírse
de dicha vocecita cada vez que comience a resaltar lo que debería mejorarse. A
la hora de concluir con alguna actividad, en vez de preguntarse si es
intachable –lo cual nunca lo será a los ojos de un perfeccionista– pueden
verificar si es “digna”,
algo que sí está a su alcance. Más que nada porque el secreto de la serenidad
consiste en aceptar cada situación tal y como es, en vez de esperar que sea
como ellos quieren.
Al recuperar el contacto con la serenidad, los
perfeccionistas asumen que los errores que cometen no son buenos ni malos, sino
necesarios
para aprender y evolucionar. También comprenden que todo es
perfecto –incluidos ellos–, porque todo lo que sucede está en su proceso hacia
la perfección. Que, por cierto, es invisible a los ojos. No tiene tanto que ver
con los acontecimientos externos como con lo que uno siente por dentro al
relacionarse consigo mismo.
En la medida que estas personas profundizan en aceptarse tal
como son, comienzan a hacer lo mismo con los demás y sus
circunstancias. Aceptar no es resignarse ni ser indiferente; es comprender que
todo tiene su razón de ser y que de nada sirve luchar o tratar de
cambiarlo. Lo paradójico es que cuando se aceptan de verdad, surge la
transformación. Aparentemente nada ha cambiado. Pero al modificar su forma de mirar, cambia por
completo su manera de vivir y de relacionarse. Y el único indicador
fiable para saber si han conquistado dicha aceptación es la paz interior
APRENDER A
CAMBIAR
Libro
La
aceptología.
Gerardo Schmedling (Editorial Unicomundo)
Este texto está basado en transcripciones de
charlas de este filósofo colombiano sobre el poder de la aceptación, cuyo
mensaje principal es que aquello que no somos capaces de aceptar es la única causa
de nuestro sufrimiento.
La
decisión de Anne.
Nick Cassavetes
En esta película, Cameron Díaz interpreta a una
madre que lucha desesperadamente contra la enfermedad terminal de su hija
mayor, aquejada de leucemia. Al resistirse a aceptar la realidad, llega incluso
a concebir a otra hija mediante ingeniería genética para salvarle la vida.
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