El rechazo es un maestro en el arte de dibujar fronteras. Una palabra que margina a todas las demás. Experimentarlo resulta humillante. No en vano, es tan doloroso como un puñetazo en la cara y tan infranqueable como un muro de hormigón. Para muchos, supone una condena. Nos aísla y nos aliena, encerrándonos en la cárcel del desconcierto y la inseguridad. Todos hemos visitado sus enmohecidas celdas en un momento u otro. Y la experiencia resulta tan fría y desagradable, que a menudo se instala en nuestro interior un profundo temor a repetirla. Así es como nace el miedo al rechazo, un monstruo digno de pesadilla del que huyen por igual niños y adultos.
Existen muchas formas de rechazo. Cada
vez que nos mostramos vulnerables ante alguien -cuando
nos atrevemos a confesar nuestros sentimientos o emociones
la posibilidad del rechazo nos acompaña. Es una especie de espada de Damocles
que pende permanentemente sobre nuestras cabezas. Aparece en el seno de nuestra
pareja, en el trabajo, en nuestro grupo de amigos. Es un motor poderoso que a menudo nos
lleva a comportarnos de una determinada manera como estrategia de protección,
para evitar su aparición. Pero ¿en qué consiste verdaderamente
el rechazo?
Por lo general, el rechazo hace
referencia a la circunstancia en la que una persona es excluida de forma deliberada de una situación,
conversación o relación. Hay rechazos evidentes, claramente expresados,
mientras que otros tienen una naturaleza más sutil,
y se manifiestan con una simple mirada o un gesto, sin que por ello resulten
menos dañinos o violentos.
En esencia, existen dos tipos de rechazo. El rechazo activo, que suele expresarse en forma de
‘bullying’ o ridiculizando a esa persona; y el rechazo pasivo, que suele consistir en hacerle el vacío, ignorándola y condenándola
al ostracismo.
Ambas formas de rechazo generan una
reacción similar. La vergüenza,
la rabia y la tristeza nos invaden como un tsunami, arrollador, destructivo,
imparable. Y nos asaltan nuestros miedos e inseguridades más profundas. Como el
temor a no ser suficientemente valiosos, válidos ni valorados. O el miedo a que no nos
acepten ni nos quieran. Aunque cierta medida de rechazo es inevitable en un momento u otro de nuestra vida,
lo cierto es que puede provocar profundas heridas psicológicas. La pregunta “¿por qué
nos rechazan?” nos acosa sin descanso, mermando nuestra frágil autoestima.
La trampa de la vulnerabilidad
“Ningún legado es tan rico como la honestidad”, William Shakespeare
En última instancia, el miedo al rechazo nace del temor a mostrarnos a los demás tal y como somos. Posiblemente
sea uno de nuestros temores más profundos, pues nos conecta con la necesidad de
sentirnos tan aceptados como apreciados. Así, de forma
automática desarrollamos estrategias para no sentirnos rechazados. Son una
especie de ‘escudos emocionales’ que creemos que nos
protegen. Y la mayoría tienen que ver con adaptarnos a las expectativas que creemos que los demás
tienen sobre nosotros. En otras palabras, nos dedicamos a agradar, moldeando nuestra forma de
ser para encajar en las convenciones sociales establecidas. En otras ocasiones,
optamos por rechazar a los demás para evitar el potencial rechazo, antes de que
tengan ocasión de darnos la espalda.
Así es como, de un modo u otro,
boicoteamos nuestras relaciones.
Dedicamos tanto tiempo y energía a ocultar nuestras ideas y emociones por temor a
ser rechazados, que a menudo terminamos encarcelados en la rigidez y la necesidad de control. En este
proceso, mermamos nuestra capacidad de crear vínculos espontáneos y honestos.
Así, vendemos nuestra autenticidad a precio de normalidad, renunciando a lo extraordinario para conformarnos con lo ordinario.
Así es como nuestra identidad va quedando diluida. Para no perder al otro podemos llegar a rebajarnos a
aceptar cosas con las que no estamos de acuerdo, lo que termina por pasarnos factura a largo plazo.
Buen ejemplo de ello son los experimentos conducidos por el reconocido psicólogo
estadounidense, Solomon Asch, en
1951, con los que intentaba probar que los seres humanos gozamos de libertad a la hora de tomar decisiones y
exponer nuestros propios puntos de vista. Junto con su equipo, Asch fue a un
instituto para realizar una “prueba de visión”. Al menos eso es lo que les dijo a los
123 jóvenes voluntarios que participaron, sin saberlo, en un experimento sobre
la conducta humana en un entorno social. La
realidad era que en una clase del colegio se juntó a un grupo de siete alumnos
compinchados con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala,
creyendo que el resto de chavales participaban en la misma prueba de ‘visión’ que él.
El experimento era muy simple. Asch les mostraba tres
líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea.
De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo.
Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál, de entre las tres líneas
verticales, era igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal
manera que el alumno que hacía de cobaya siempre respondiera en último lugar,
habiendo escuchado primero la opinión del resto del grupo. La respuesta era tan
obvia y sencilla que apenas había lugar para el error.
Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno
la misma respuesta incorrecta.
Para disimular un poco y evitar que el octavo alumno sospechase de la farsa, se
habían puesto de acuerdo para que uno o dos dieran otra respuesta, también
errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios
que participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales,
puestas en distinto orden. Y el cobaya del experimento siempre respondía el último, después de haber escuchado
la opinión general del grupo.
Lo cierto es que sólo un 25% de los
participantes siguió su propio criterio las 18 veces que le preguntaron; el
resto se dejó influir y arrastrar al menos una ocasión por
la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos ‘cobaya’ respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para
evitar ir en contra de la mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123
alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no
lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del
grupo”. A raíz de estos experimentos, Asch
afirmó que “la
conformidad es el proceso por medio del cual los miembros de un grupo social
cambian sus pensamientos, comportamientos y
actitudes para encajar con la
opinión de la mayoría”. Es decir, para evitar sentirse rechazados.
Del miedo a la aceptación
“Dejamos de temer aquello que se ha aprendido a entender”, Marie Curie
El miedo al rechazo aparece ante la
posibilidad de perder la aprobación, la aceptación o el afecto de la otra persona, llegando
incluso a padecer el tan temido sentimiento de abandono. Y
está causado por nuestra propia falta de reconocimiento o valoración. Por lo general, nuestro temor es proporcional a dicha
carencia. Solemos centrarnos en el rechazo de los demás y las consecuencias que ello puede generar en nuestra
vida, pero lo cierto es que el germen del rechazo habita en nuestro interior. Rechazamos aquellas cosas
de nosotros mismos que nos da miedo que los demás vean. Y las solemos enterrar tan
profundamente, que a menudo ni siquiera somos conscientes de ellas.
Si bien es cierto que los demás pueden criticarnos, juzgarnos, tratar de
dejarnos en ridículo, reírse de nosotros o hacernos el vacío, en última
instancia depende únicamente de nosotros sentirnos rechazados y actuar en
consecuencia. Tal vez valga la pena cuestionarnos ¿Qué dice de nosotros el sentirnos rechazados? Gran parte de esas emociones nacen de un juego de proyecciones. Y es que nuestra
realidad externa se construye a partir de nuestra realidad interna, y en última
instancia, quien no se siente digno de aceptación, recrea en su vida circunstancias y vínculos que le confirman esta
carencia.
Si queremos librarnos del fantasma del rechazo, podemos empezar por dejar
de observarnos constantemente para evitar salir de los límites establecidos, elegir abrirnos y abrazar nuestra
singularidad. Es el único modo de conocernos, comprendernos y aceptarnos. Paradójicamente, al modificar la relación que
establecemos con nosotros mismos, transformamos la relación que mantenemos con
los demás. Llegados a este punto, cabe apuntar
que cuando nos relacionamos con cualquier persona –ya sea conocida o
desconocida- tenemos la posibilidad de excluirla o de hacerla sentir integrada. Así,
podemos optar por ofrecer a los demás el espacio y el respeto que tanto deseamos recibir. Y en
última instancia, librarnos del estigma del rechazo, trascendiendo el miedo a ser diferentes…y celebrando que los
demás lo sean también.
En clave de coaching
¿De qué manera me influye el miedo al
rechazo?
¿Hasta qué punto determina mis
relaciones?
Libro recomendado
‘Anatomía del miedo’, de José Antonio Marina (Anagrama)
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