Un niño nace
diseñado para enamorar a su madre por una cuestión de supervivencia. Llega al
mundo indefenso y durante un tiempo dependerá de quien asuma la función de
alimentarle, consolarle, estimularle… Suele ser la madre quien se encarga de
esos cuidados durante el aterrizaje del niño en la vida. Ella no puede dejar de
mirarlo, de pensar en él, de querer cuidarlo. Cuando el bebé empieza a sonreír,
se activan en el cerebro de la madre regiones relacionadas con la recompensa.
Así que ella se engancha a las sonrisas y las monerías de su retoño. Gracias a
los avances neurocientíficos se empieza a saber mejor cómo influye el amor de
madre en el cerebro del niño.
Ese vínculo entre una madre y su bebé es un complejo entramado
de factores hormonales, neuronales, psicológicos y sociales.
Muchas investigaciones avalan que el amor maternal no sólo es fundamental para
un buen desarrollo cerebral del niño, sino que también es una excelente inversión para la
salud mental del futuro adulto.
“Al nacer sólo tenemos desarrollado el 25% del tamaño del
cerebro”,
señala Adolfo Gómez Papí,
neonatólogo del hospital Joan XXIII de Tarragona y profesor de la Universitat
Rovira i Virgili.
“El 75% restante –continúa– se desarrolla durante los dos o tres primeros años
de vida. Aunque luego el cerebro puede cambiar, las estructuras básicas están
formadas a los tres años. Y cómo se
vayan desarrollando dependerá mucho del tipo de alimentación y de la relación
que el hijo establezca con su madre”.
También
influyen los genes y que, poco a poco, el niño se abrirá a otras figuras
importantes para su evolución, como su padre. Pero, al principio, casi todo el
horizonte del niño será el amor de su mamá –o de su cuidador principal, en el
caso de que sea el padre, por ejemplo–. Como explica Enrique García Bernardo, psiquiatra del hospital Gregorio Marañón
de Madrid, “el
bebé recibe importante información emocional de su madre; ella le habla, lo
acaricia, le canta, lo acuna, le sonríe…”. Empatiza con él, ríe con
él, sufre con él. Lo ama. Y ese amor de madre va tejiendo el vínculo entre
ellos, desarrollando el cerebro del niño, programando las conexiones entre las neuronas.
Un intercambio
afectivo entre el hemisferio derecho de la madre y el de su hijo, como ha
escrito en un artículo Allan Schore,
profesor del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de California-Los
Ángeles (Estados Unidos) y uno de los principales investigadores del vínculo
entre madre e hijo. Porque, como apunta Gómez Papí, “en
el niño predomina sobre todo el hemisferio derecho, que tiene que ver con las
emociones”.
Así
que entre madre e hijo se da una intensa comunicación emocional. El idioma
del bebé son sus llantos cuando tiene hambre o sueño, sus sonrisas, sus
balbuceos… Y, el de ella, los besos y las palabras de amor que le dedica, los
abrazos que lo consuelan, el alimento que le da, estar cerca de él… Un diálogo
muy especial, cuyo código a veces parecen conocer únicamente la madre y el
niño, y que moldea el cerebro del pequeño.
El recién
nacido tiene unos 100.000 millones de neuronas. Y en los primeros años de vida
se van a formar billones de conexiones entre ellas. Más o menos al final del
primer año, señala Gómez Papí, se produce una poda neuronal. Ya hay billones de
conexiones y, como el cerebro quiere economizar recursos, “poda las conexiones menos empleadas; si el
apego con la madre ha sido seguro, se habrán formado muchas conexiones que
tienen que ver con la seguridad, y esas conexiones se mantendrán”.
El
cerebro se habrá preparado para vivir en un entorno seguro, así que el niño
empezará a percibir la vida como un lugar seguro: me consuelan
cuando estoy mal, quizás no tengo que temer al mundo. Una buena forma de
encarar su futuro. “Tendrá más ganas de explorar. Los niños que no han
tenido un buen vínculo son más inhibidos”, explica Ibone Olza, psiquiatra infantil del
hospital Puerta de Hierro de Majadahonda (Madrid) y profesora de la Universidad
Autónoma de Madrid. “Una de las
funciones más importantes de la madre –afirma– es regular las emociones de su
pequeño. Es básico que le dé el consuelo que necesita. No es tan importante
que acierte siempre si el niño tiene hambre o sueño cuando llora. Lo importante es que responda a su llamada
para que este tenga más ratos de bienestar y menos de malestar”.
Así, el niño siente que la persona más importante para él está disponible
cuando la necesita. Y empieza a gatear
por la vida con confianza.
Una
buena base para la salud mental del futuro adulto. Como comenta
García Bernardo, “una
adecuada relación con la madre en los primeros años es un factor que ayuda
mucho a la salud mental del adulto, aunque no lo es todo, porque la vida es muy
larga”. Visto desde el lado amargo, numerosos estudios señalan que
los niños que han vivido un apego inseguro porque han sufrido negligencias o
abusos por parte de sus cuidadores principales tienen mayor riesgo de sufrir
depresión, ansiedad o trastornos de personalidad durante su adultez. Y ¿cuántos
niños viven un apego seguro? Según algunas investigaciones, aproximadamente el
75% establece un apego seguro, un vínculo cercano afectivamente y estable, con
sus madres. “Las madres ejercen de madres desde hace ya
años, y, en general, lo hacen bien”, recuerda García Bernardo.
Unos primeros años de vida complicados no tienen por qué ser una condena de por
vida. “El
niño puede encontrar más adelante otras figuras de referencia. Y el cerebro es
plástico, puede adaptarse. Se ve en los niños adoptados”, añade
Adolfo Gómez Papí.
Algunas
investigaciones sobre los cuidados maternos se centran en cómo afectan las
primeras experiencias en la forma de afrontar el estrés a lo largo de la vida. Michael Meaney, profesor de Psiquiatría
en la Universidad McGill, en Montreal (Canadá), es uno de los principales
investigadores en este campo. En uno de sus experimentos participaron un grupo
de personas de entre 18 y 30 años que dieron una puntuación elevada en un
cuestionario sobre los cuidados maternos recibidos y un grupo de personas que
dieron una puntuación baja. Les pidió que realizaran una tarea aritmética
mental delante de una pantalla que les informaba sobre los errores que cometían
y el tiempo que tardaban en resolver los problemas. Una inyección de estrés
para ver cómo respondían. Y las personas que habían tenido buenos cuidados
maternos segregaban menos cortisol, la principal hormona que se activa en el
estrés.
“Cuanto menos cortisol se segrega, menos reactividad al estrés”, señala
Roser Nadal, profesora del Instituto
de Neurociencias de la Universitat Autònoma de Barcelona. Es decir, se afrontan
con mayor tranquilidad los retos de la vida. Y la relación entre cuidados
maternos y estrés en el futuro adulto se ha comprobado una y otra vez al
estudiar los estilos de crianza de las ratas, que tienen un sistema nervioso
parecido en algunos aspectos al de los humanos. Hay ratas que ejercen de madres
con más entrega que otras. “Depende de si les dan a sus crías las suficientes
caricias y lametones que estas necesitan y de cómo las amamanten. Algunas
arquean su cuerpo para proteger bajo él a sus crías mientras maman y otras se
ponen de lado y pasan de todo. Hemos visto que estas conductas activan o
desactivan genes relacionados con el estrés. Y queda afectada la respuesta de
las crías al estrés”, añade Nadal. Los cuidados de las madres dejan
una marca en el cerebro y también en los genes. Algo que, según Meaney, parece
confirmarse en estudios realizados con seres humanos. “Es
lo que se conoce como epigenética: el ambiente modula la expresión de los
genes”, dice Nadal.
Que
madre e hijo formen un buen equipo afectivo puede favorecer además el
desarrollo cognitivo del niño y
ayudarle a sacar mejores notas. En buena medida, porque probablemente
crecerá con más seguridad y estará más motivado. Aunque otro de los factores
que explicarían este mejor rendimiento escolar es que los niños que han
recibido buenos cuidados maternos podrían tener el hipocampo (estructura
cerebral fundamental para el aprendizaje y la memoria) más grande.
En el 2012,
investigadores de la Universidad de Washington en San Luis (EE.UU.) publicaron
un estudio sobre la influencia de un buen vínculo maternal en el hipocampo de
los niños. Primero, analizaron el tipo de relación que tenía con sus cuidadores
principales –el 96,7% eran las madres biológicas– un grupo de niños de entre
cuatro y siete años. Para ello emplearon una ingeniosa “tarea de espera”:
dijeron a cada cuidadora que el niño debía aguantar ocho minutos para abrir un
regalo que tenía al alcance y que estaba envuelto de forma muy llamativa. Una
tortura para la capacidad de resistencia al deseo de un niño. Mientras, la
cuidadora tenía que rellenar unos cuestionarios, tarea cuyo único objetivo era
que no pudiera estar totalmente concentrada en el niño. Se buscaba reproducir
el estrés que supone criar a los hijos, pues en la vida cotidiana, muchas veces
hay que estar pendiente de ellos a la vez que se hacen otras tareas… Los
investigadores observaban cómo se manejaba la madre en ese conflicto de
intereses, si era capaz de ayudar correctamente al niño para que no abriera el
regalo. En este caso, consideraban que el estilo de crianza que seguía ese
cuidador era bueno para el niño.
Luego,
mediante resonancia magnética, comprobaron que los niños que habían recibido
una ayuda adecuada para no abrir el regalo tenían un hipocampo un 9,2% mayor
que los que no habían recibido una buena ayuda. Aunque la mayoría de los
cuidadores eran las madres biológicas, los autores del estudio opinaron que los
efectos positivos de una buena crianza en el cerebro del niño serían parecidos
aunque el cuidador principal fuera otra persona, como la madre adoptiva.
“Hay estudios con animales que confirman también que los que
recibieron una buena crianza de sus madres tienen menos déficits cognitivos
cuando son ancianos”, explica también Roser Nadal.
Los
descubrimientos sobre el vínculo madre-hijo son diversos. “Hay células del feto que se instalan en el
cerebro de la madre durante el embarazo. Todavía no sabemos por qué”,
comenta Ibone Olza. Los científicos continúan rastreando las claves
neurocientíficas de la relación entre las madres y sus hijos. Mientras, ellas
hacen mil y un malabarismos para combinar la maternidad con los demás aspectos
de su vida. Los padres cada día intervienen más en la responsabilidad de criar
a los hijos, pero todos los expertos consultados para este reportaje reclaman
que la sociedad debería ayudar más a las madres. Por mucho que avance la
ciencia, “todavía ser madre es difícil”,
indica Olza. “Pero
el vínculo –añade– entre una madre y su hijo es vital para la especie. La madre tiene que estar rodeada de
personas que la cuiden. Como dice un proverbio africano, a un niño lo cría toda
una tribu”.
Muchas madres
se sienten culpables por no llegar a todo, por creer que, tal vez, no están
dando a sus hijos el tiempo y el amor que estos necesitan. “Aunque es importante que estén tiempo con
sus hijos –considera Enrique García Bernardo–, lo fundamental para un buen apego es la calidad del tiempo. Que,
cuando una madre esté con su hijo, esté tranquila, disponible afectivamente y
disfrute con él. Estoy seguro de que si
las madres pudieran dedicar a sus hijos más cantidad y calidad de tiempo, la
sociedad sería un lugar mejor”.
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