¿Dónde se puede adquirir la
escafandra del optimismo?
¿Hay un componente genético en
nuestra manera de gestionar la adversidad?
¿Incide la cultura en la que hemos
crecido?
En una época de tempestades como la
actual, los optimistas tienen un blindaje especial que los protege contra las
adversidades. Como un buzo que trabaja en el fondo del abismo, quien piensa en
positivo es capaz de actuar al margen del desánimo y encontrar soluciones en
aguas revueltas.
Los sociólogos confirman que hay
diferencias importantes según el tono dominante del país. Por ejemplo, Estados
Unidos se consideraba hasta hace poco la panacea del optimismo, ya que el 78%
de la población veía un futuro radiante ante sí. En el otro extremo del
espectro tenemos a los japoneses, para los cuales el pesimismo es un signo de
sabiduría. Entre ambos tenemos «la vía china hacia el optimismo», según Luigi
Anolli, puesto que este pueblo ha sabido convivir tradicionalmente con los
embates desiguales de la fortuna. Esto hace que los chinos se muestren cautos
cuando las cosas van bien y, paradójicamente, esperen un cambio favorable
cuando van mal.
Más allá de estas diferencias
culturales, vamos a ver en qué consiste el optimismo y cómo opera en un nivel
individual.
PROFECÍA DE AUTOCUMPLIMIENTO
"Si albergas una ramita verde en
tu corazón, se posará en ella un pájaro cantor" (proverbio chino)
En su ensayo sobre esta cuestión, Luigi Anolli, profesor de psicología cultural
en la Universidad de Milán, explica que el principal atributo del optimista es la esperanza, mientras que el pesimista se caracteriza justamente por
la desesperanza. En el primer caso intervienen dos dispositivos psicológicos
diferentes:
"La esperanza significa, ante todo, pensar que las personas son responsables y
protagonistas de sus actos, por lo que se comprometen activamente a
alcanzar los fines deseados. En segundo lugar, la esperanza nos ayuda a
detectar, analizar y valorar las posibilidades y los medios que tenemos a
nuestra disposición para alcanzar nuestros objetivos".
Dicho de otro modo, el optimista no se rinde y se ve capaz de abordar cualquier proyecto
porque tiene esperanza de llevarlo a buen fin,
inversamente a lo que sucede con el pesimista. Es una dinámica, además, que se
retroalimenta: la esperanza genera confianza en uno mismo, la cual
genera buenos resultados y, con ellos, más esperanza.
Los pesimistas, por el contrario,
adoptan ante la vida una estrategia defensiva. Esperan poco o nada de sus
iniciativas para prevenir la desilusión que provoca el fracaso. Suelen ser
personas ansiosas que prefieren asumir la catástrofe de antemano a lidiar con
el desencanto. Sin embargo, el problema de esta estrategia es que puede llevar
al individuo a actuar por debajo de sus posibilidades.
Un ejemplo práctico: A tiene una
primera cita con B y está tan convencido de que fracasará, que, sin darse
cuenta, actúa de forma que se confirmen sus previsiones. No transmite a B
entusiasmo ni energía positiva, sólo temor. Cuando finalmente A se decide a
tomar la iniciativa, ésta se halla tan fuera de lugar que causa una mala
impresión en B, lo cual confirma el guión mental trazado por A, que se dice a
sí mismo: "Ya sabía yo que no iba a funcionar".
Es lo que la psicología denomina "profecía de autocumplimiento":
esperamos que las cosas salgan mal, pero, inconscientemente, estamos poniendo
de nuestra parte para que eso ocurra.
EL SÍNDROME DE POLIANA
"Lo bueno de tener un 7% de
parados es que tienes al 93% trabajando" (John F. Kennedy)
Una vez sabido de qué material está
hecha la escafandra —pura esperanza—, examinaremos los argumentos que exhiben
los cínicos en contra del optimismo. En exceso, esta cualidad ha sido bautizada
como el "síndrome de Poliana",
en referencia a la película de Walt Disney que triunfó en los años sesenta.
Su protagonista era una rubia
huérfana que es acogida por una tía de mal talante, a la que la niña intenta
iniciar en "el juego de la alegría" que aprendió de su padre. El
juego consiste en encontrar un motivo para alegrarse de cada situación, por
terrible que sea.
Llevando el optimismo al extremo, los
que padecen este síndrome presentan los siguientes síntomas: Sólo perciben,
recuerdan y comunican aspectos positivos de las situaciones. Ignoran los
aspectos negativos o problemáticos. Cuando un acontecimiento negativo es
evidente, lo reinterpretan de forma optimista. Están convencidos de que todo
irá bien en el futuro y de que no habrá problema o dificultad que no se supere.
Dos siglos antes de que la heroína de
Disney encandilara a niños y adultos, Voltaire
ya había tratado este tema en el cuento filosófico Cándido
o el optimismo.
Esta hilarante fábula rebate el
optimismo de Leibniz, según el cual "todo sucede para bien en éste,
el mejor de los mundos posible", y propone como alternativa el esfuerzo, que resume con el
lema: "Hay que cultivar nuestro jardín". Para Voltaire es imposible cambiar el mundo y convertirlo
en el paraíso terrenal, pero sí podemos preocuparnos más por lo que nos rodea íntimamente,
puesto que somos dueños de nuestra vida.
LA CIENCIA DE LOS IMPOSIBLES
"El fracaso es la autopista al
éxito" (Og
Mandino)
Sin sufrir las peripecias de Cándido
ni caer en el síndrome de Poliana, numerosas personalidades han utilizado la
escafandra del optimismo para sumergirse en retos que no parecían estar a la
altura de los mortales.
Cuando se habla de emprendedores
inmunes al desánimo se suele citar a Thomas
A. Edison, que quemó decenas de miles de bombillas hasta lograr que se
hiciera la luz. Se cuenta que, en una ocasión, un discípulo suyo le preguntó: "Maestro, ¿cómo es que después
de tantos fallos y errores usted sigue adelante?". A lo que el inventor respondió: "¿Fallos y errores? No conozco estas palabras. Sólo
puedo decirte que ahora tengo 912 fórmulas de cómo no hacer una bombilla".
El hecho de que finalmente lo lograra
tiene mucho que ver con su convicción de que el genio es un 1% de inspiración y
un 99% de transpiración. Sin embargo, hay una variable más que distingue al
optimista que logra sus objetivos: la capacidad de superar lo que en cada época parecía
posible y razonable.
Éstos son algunos
"imposibles" preconizados por grandes directivos y empresas que hoy
nos hacen sonreír:
"El teléfono no puede ser considerado como medio para comunicarse:
es un aparato intrínsecamente sin valor" (1876, Western Union).
"La radio no tiene valor comercial. ¿Quién pagaría por un
mensaje enviado a nadie en particular?" (1920, Robert Sarnoff, presidente de la RCA).
"¿Quién diablos querrá oír hablar a los actores en el
cine?" (1927, H. Warner).
"En el futuro, los ordenadores no pesarán más de 1,5
toneladas" (1945, revista Popular Mechanics).
"No hay ninguna razón por la que las personas tengan un
ordenador en casa" (1977, Olsen Digital Corporation).
Algo que caracteriza a los que vencen
los imposibles es que combinan esperanza y tenacidad. Están convencidos de lograr sus objetivos, pero también son
conscientes de que es algo que sólo alcanzarán tras un sacrificio a la altura
de sus aspiraciones.
Un ejemplo claro de estos optimistas
proactivos -los que actúan en lugar de reaccionar- es Barack Obama, que afirmaba en su campaña: "El cambio no llegará si
esperamos a otra persona o a otra época, porque somos nosotros a quienes hemos
estado esperando, nosotros somos el cambio que buscamos".
Pese a los condicionantes de raza,
extracción social y juventud que lastraban su candidatura, el ex senador de
Illinois no sólo ha barrido todos los imposibles, sino que ha demostrado que el
optimismo -sintetizado en su lema "Sí, podemos"- vende más que el miedo.
EL OPTIMISMO REALISTA
"Desear lo mejor, recelar de lo
peor y tomar lo que viniere" (Daniel Defoe)
Alejado por igual del síndrome de
Poliana y del pesimismo defensivo, el optimista que proyecta sus sueños desde el realismo se
garantiza una feliz travesía hacia el éxito.
Para ello es necesario que hagamos
previamente un poco de autoanálisis. Tan importante es clarificar cuáles son nuestros
objetivos como conocer los recursos personales que tenemos para alcanzarlos. Dicho de otra manera: la ley
de la atracción funciona siempre que el imán sea lo bastante potente para
capturar el metal elegido. La cándida huerfanita afirmaría en su "juego de la alegría" que
cualquier persona puede ser futbolista de primera división si ése es su deseo.
La realidad nos dice que no es así: por muy optimista y tenaz que sea un
deportista, sólo los que poseen unas características muy especiales llegarán a
lo más alto. Y una de ellas -la más imprescindible- es el optimismo.
Lo que sí resulta evidente es que,
como decía Einstein, todo ser humano
utiliza una parte ínfima de sus recursos y capacidades. La escafandra del
optimista sirve, justamente, para explorar hasta dónde somos capaces de llegar. A su vez salvaguarda nuestra salud, puesto que las estadísticas
demuestran que las personas positivas están menos expuestas a las enfermedades
que las negativas.
Un estudio realizado en Ohio (EE UU)
arrojó como resultado que las personas optimistas viven por término medio 7,5
años más que los pesimistas. Y además -podemos añadir-, seguro que viven mejor y son más
útiles a su comunidad. Sobre esto, Jostein Gaarder, autor de El mundo de Sofía, declaraba: "Yo
siempre me he declarado un optimista, porque los pesimistas, en el fondo, son
unos holgazanes".
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