Ir “con la verdad por delante” no es siempre la mejor estrategia
en nuestras relaciones. La sinceridad debe ser administrada a la dosis justa,
en función de lo que la otra persona pueda asimilar.
Hace unas
semanas había quedado para cenar con un amigo y como suele pasarme llegué al
restaurante con quince minutos de anticipación. Me acomodaron en una pequeña
mesa para dos. En la mesa de al lado, a unos escasos 40 centímetros, tenía a
una pareja a los que les acababan de servir el postre. Mientras esperaba a mi
amigo, no pude evitar prestar cierta atención a la conversación que mantenían.
La mujer, en un tono recriminatorio, le estaba echando en cara al hombre algo
que había sucedido la semana anterior, mientras él, con la mirada baja,
aguantaba el chaparrón. Al acabar, le dijo:
“lo siento, pero te lo tenía que decir. Ya sabes que soy muy
sincera...”
Tras una pausa
que a mi se me hizo eterna, él le contestó algo así como:
“No se si me lo tenías que decir, lo que sí se es que ha sido
mucho más de lo que yo estaba preparado para escuchar” tras lo cual
se levantó, y sin más explicaciones abandonó el local.
LA
SINCERIDAD: UN VALOR INTERPERSONAL.
Cuando
pensamos en la sinceridad, pensamos invariablemente en términos de virtud. Pero
lo cierto es que no siempre lo es. La sinceridad no es una virtud personal. Sólo puede ser
virtud entendida y ejercida como valor interpersonal, es decir,
teniendo en cuenta lo que la otra persona puede asimilar. Cuando en nombre de
la sinceridad decimos todo lo que pensamos, sin reparar en el efecto de
nuestras palabras, nuestra sinceridad no sólo deja de ser virtud, sino que
puede poner en peligro nuestra relación con los demás. La sinceridad exige tener el valor de decir
lo que uno piensa, pero no necesariamente todo lo que uno piensa.
Para ser genuinamente sinceros, al valor de decir lo que pensamos, hemos de
añadir la percepción de hasta dónde podemos llegar con nuestras palabras para
no herir al otro. Siendo despiadadamente sinceros con alguien que no está
preparado, no sólo corremos el riesgo de que nuestras palabras caigan en saco
roto, sino
que podemos abrir una gran brecha entre los dos.
Ser sincero
significa además de estar dispuestos a decir lo que pensamos, preguntarnos en
cada momento que efecto producirá en el otro lo que vayamos a decirle, y
asegurarnos de que está preparado para recibir cada dosis de sinceridad que le
administremos. Significa
estar razonablemente seguros que puede recibir nuestras palabras como una ayuda
para entenderse mejor y una oportunidad para crecer. Sólo así
nuestra sinceridad será una virtud y contribuirá positivamente a la relación.
¿SE
LO DIGO, O NO SE LO DIGO?
Hay gente que
siente la necesidad de decir todo lo que piensa a los demás. Amparados en la
sinceridad, nos corrigen y juzgan constantemente. “Te
lo digo para ayudarte” nos advierten. Y a esta tarea constante
de hacernos notar nuestros errores, se suma generalmente una percepción
estática y limitada sobre nosotros, fruto de las “etiquetas” que nos hayan
puesto en el pasado. Todo ello disfrazado de virtuosa sinceridad... Asumir la
vocación de hacer ver a los demás sistemáticamente sus errores, nos hace unos
pésimos compañeros de viaje, una compañía incómoda, y es muy
probable que no nos aguanten mucho tiempo. Además, hacer ver a los demás sus
errores es una actitud cuan menos arrogante: ¿Qué sabemos
nosotros de los demás? ¿Cómo podemos juzgar sus motivos o sus comportamientos?
Como seres humanos únicos e irrepetibles, cada uno de nosotros somos expertos
sólo en nosotros mismos, y deberíamos actuar en consecuencia, no pretendiendo
saberlo todo de los otros. Nuestra única motivación de ser sinceros con los
demás, de decirles lo que pensamos debería ser ayudarles en su crecimiento personal. Y
echarles en cara constantemente sus errores difícilmente ayuda.
TODO
A SU TIEMPO.
Entender la
sinceridad como virtud interpersonal significa también no tener prisa por decir las cosas, saber
escoger el momento y el entorno oportunos y sobretodo saber parar a tiempo.
Ser auténticamente sincero conlleva un gran esfuerzo de empatía, de estar
dispuesto a “acompañar” al otro en su crecimiento, de no herirle ni “machacarlo
vivo”. Tenemos muchas veces la urgencia de “decirle todo lo que pensamos” al
otro, porque nos parece que “no se da cuenta”, o que “le abriremos los ojos”.
Todas estas son expresiones comunes a la hora de aplicar nuestra muchas veces
mal entendida sinceridad. Lo cierto es que nuestra urgencia es irrelevante frente a la correcta
percepción que necesariamente hemos de tener de si el otro puede o no recibir
toda nuestra sinceridad. No tengamos prisa. No intentemos decirlo
todo hoy. Resolverlo todo hoy. Vayamos paso a paso. A la velocidad que nos
marque el otro. Seremos genuinamente sinceros si somos capaces de administrar
la sinceridad sin prisas, a pequeños sorbos.
SINCEROS
CON NOSOTROS MISMOS
Hablamos mucho
de la sinceridad de los otros, o de nuestra sinceridad con los demás, pero si
queremos practicar de verdad la sinceridad deberíamos empezar por preguntarnos si somos sinceros con
nosotros mismos. Y ello significa, en primer lugar, dejar de
encontrar siempre excusas para nuestro comportamiento, y dejar de pasar la
responsabilidad de lo que nos sucede a los de fuera o a las circunstancias.
Empecemos a aplicar la sinceridad con nosotros mismos. Una vez hayamos probado la medicina, y le
conozcamos su poder terapéutico pero también su amargo sabor si nos pasamos,
podemos empezar a administrarla sabiamente a los demás.
* * * * * * *
Algunas de
estas cosas me hubiera gustado decírselas a mi vecina del restaurante. Aquella
noche, después de la marcha de su pareja, todavía pasó un buen rato sentada en
la mesa apurando su café. La oí llamar con su móvil, y decirle a su
interlocutor algo así como “... ya sabes,
hay gente que no soporta la verdad, pero es su problema”. Quizás
sí. Pero lo único cierto al final de
esta historia es que ella, con toda su sinceridad, estaba sola.
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