A menudo nos ocurre que o bien no sabemos que podemos, o que
sabiendo que podemos, no nos lo creemos. La dialéctica
entre el saber y el creer es esencial. Porque saber y creer no es lo mismo. Por
ejemplo: todo el mundo sabe que se tiene que morir algún día, pero casi nadie
se lo cree. Y los que creen profundamente en la obvia verdad que la muerte
existe y puede aparecer en el momento más inesperado para uno mismo o para
quienes nos rodean, la vida cobra un significado radicalmente distinto, y el
valor que damos al instante presente, al famoso “aquí y ahora”, es
infinitamente mayor. Personalmente aprendí esta lección al tener que lidiar con
la cardiopatía de mi hija menor, y de verla al límite de la muerte varias
ocasiones en sus primeros días de vida, incluso al tenerla en mis brazos con su
corazón sin latido. Entonces comprendí en lo más hondo de mi ser la
diferencia entre saber y creer. Y sé que, por supuesto, esta memoria
quedará conmigo para siempre.
La paradoja es
que nuestra mente es muy tramposa ya que pensamos que eso que “sabemos”
teóricamente nos pertenece a un nivel práctico, y no es así. Pensar en cómo
nadar no implica en absoluto saber nadar. Saber qué es la amabilidad no implica
en absoluto ser amable, por ejemplo. Esa es la gran paradoja, cuando pensamos
que sabemos, porque ese saber es solo mental y no práctico.
El saber nos ayuda a gestionar la existencia, pero para
transformarla es necesario algo más: creer. Con saber no
es suficiente. La llave a la acción, al paso adelante, nace del creer. Por eso,
el poeta latino Virgilio, escribió con tanto tino: “Pueden
porque creen que pueden”, y no escribió “Pueden porque saben que pueden”.
Es distinto. Muchos saben que pueden pero no hacen. Y otros que a lo mejor
tienen menos capacidades hacen porque creen profundamente que pueden. Sí, hace más
el que quiere que el que puede, sin duda.
Qué paradoja:
el pensamiento nos lleva a la conclusión. Pero el problema es que normalmente
llegamos a una conclusión cuando nos cansamos de pensar. Y los humanos nos
cansamos de pensar, en general, demasiado a menudo. Y así nos van las cosas…
Por otro lado,
Platón afirmaba que no hay persona por cobarde que sea que no puede
convertirse en héroe por amor. En efecto, lo que nos moviliza, lo
que nos lleva a ser más de lo que somos, es la emoción (cuya etimología proviene de la
voz latina emovere, que quiere decir movimiento, impulso). Y la emoción y el
creer van íntimamente unidos. Porque cuando creo, confío, y si confío, es
porque siento una emoción positiva hacia el objeto o persona de confianza,
porque creo en él. Luego creer es confiar y confiar nace de un vínculo
emocional sano.
Luego, quizás lo
óptimo sería poner la inteligencia al servicio del amor. El saber práctico al
servicio del creer, y cuántas cosas cambiarían.
El problema
aparece tanto en personas como en organizaciones, cuando el narcisismo les
lleva a pensar que saben cuando en realidad ni saben hacer, ni creen que pueden
hacer. Y ahora me viene a la cabeza un bello cuento, que dice así:
“El
rey recibió como obsequio dos crías de halcón y las entregó al maestro de
cetrería para que las entrenara. Pasados unos meses, el instructor comunicó al
rey que uno de los halcones estaba perfectamente educado, pero que al otro no
sabía lo que le sucedía: no se había movido de la rama desde el día de su
llegada a palacio, a tal punto que había que llevarle alimento hasta allí. El
rey mandó llamar a curanderos y sanadores de todo tipo, pero nadie pudo hacer
volar al ave. Encargó entonces la misión a miembros de la Corte, pero nada
sucedió. Por la ventana de sus habitaciones, el monarca podía ver que el ave
continuaba inmóvil. Publicó por fin un edicto entre sus súbditos y, a la mañana
siguiente vio al halcón volando en los jardines.
—‘Traedme al
autor de ese milagro’ —dijo.
Enseguida
le presentaron a un campesino.
—‘¿Tú hiciste
volar al halcón? ¿Cómo lo hiciste? ¿Eres mago acaso?’
Entre
feliz e intimidado, el hombrecito solo le explicó:
—‘No fue difícil
Su Alteza, solo corté la rama en la que siempre se posaba. El pájaro se dio
cuenta de que tenía alas y, simplemente, voló.”
Sí. Tenemos alas. El problema es que muchas veces no nos lo
creemos, aunque es evidente que ahí están. Y a veces la
vida “nos corta las ramas” para que nos demos cuenta precisamente de eso, de
que tenemos alas que aún no hemos desplegado y, en definitiva, que podemos
hacer más de lo que imaginábamos.
A volar.
Besos y
abrazos,
Álex
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