Necesitamos sentir que
los mayores bienes conquistados por el ser humano no se derrumban bajo el
síndrome de la corrupción.
Hay un sufrimiento añadido a lo
que estamos viviendo como corrupción, mala praxis política, desahucios, abusos
de los mercados financieros y esa larga lista que no solo empobrece nuestras
condiciones de vida, basadas ya en la pura supervivencia, sino que empobrece el sentido de nuestra
humanidad.
Lo que agrava la situación es
que no salga nadie y diga “lo siento”. Lo que empeora nuestro ánimo es que no
haya un alma que se avergüence de lo que ha hecho o ha permitido que sucediera,
sabiendo sus consecuencias. Lo que daña nuestro sentido humano es que algunos
corazones no hayan sufrido dolor por la angustia ajena, ni la más leve culpa
por su irresponsabilidad, ni la compasión necesaria para asumir conjuntamente
parte de la carga y de la solución a tantos problemas. Parece como si la ética y la moral
pertenezcan al terreno de la literatura y de las grandes declaraciones,
mientras que las acciones se tiñen de una espeluznante realidad: ¡Tonto el
último!
“La verdadera felicidad consiste en
hacer el bien” (Aristóteles)
Toda acción surge de una intención que, por muy interesada que
sea para uno mismo, repercutirá en los demás y en el mundo. De ahí nace
la conciencia moral que procura distinguir entre los principios que gobiernan a
uno mismo y la consideración ética de sus acciones. Sin embargo, todo intento
de volver a reivindicar valores y principios morales topa con muchas dudas,
algunas tan antiguas como las que planteó Sócrates el filósofo: ¿Puede
enseñarse la virtud? ¿Cómo se adquiere esta cualidad, si no es posible
enseñarla?
La educación del carácter tiene
su fundamento teórico en la ética de las virtudes que proclamó Aristóteles.
Según el maestro griego, la virtud tiene tres aspectos bien definidos: un
comportamiento (una conducta que podríamos considerar como virtuosa
como, por ejemplo, la generosidad), un sentimiento (se actúa con generosidad
porque es bueno, porque hace bien, porque se ama ser generoso) y finalmente una
razón (permite reflexionar los motivos por los que ciertos actos y
rasgos son buenos y otros malos). De poco sirve adoctrinar sin la práctica y la integración
emocional de la virtud: no es la razón, sino el sentimiento, el que nos mueve a
actuar.
Ahora se insiste en recuperar
valores. ¿Cómo lo haremos para integrarlos a nuestra vida? ¿Sirven los de toda
la vida, o tal vez están en proceso de transformación? ¿Tendremos que volver a
los viejos relatos heroicos para lograr un modelo ideal como hacía el viejo
Homero, aunque al precio de un inevitable determinismo? Pocos admitirían hoy una educación en
valores que fuera sinónimo de socialización.
Nos encontramos así en tierra
de nadie: nos quejamos de crisis de valores, se exige más educación moral, pero
a su vez nos parece un discurso anticuado. Como apunta Alasdair MacIntyre, “la moral puede
ahora favorecer demasiadas causas y la forma moral provee de posibles máscaras
a casi cualquier cara”. Ya fue Nietzsche quien advirtió de esta
habilidad vulgarizada del moderno lenguaje moral.
Los filósofos antiguos se
preguntaban: ¿cómo debemos vivir? Hoy, en
cambio, la pregunta puede ser otra: ¿qué podemos
ser? MacIntyre propone que tengamos antes en cuenta de qué
historia o historias nos encontramos formando parte. Entramos en sociedad con
múltiples papeles asignados, con guiones previamente escritos que infieren lo
que está bien y lo que está mal. Cuenta Victoria Camps que “la ética de la modernidad es una ética de
los deberes, a diferencia de la ética antigua, que era una ética de las
virtudes. A la ética le concierne establecer las obligaciones que atan al
individuo con la sociedad en la que vive”. Ocurre que no son leyes,
sino códigos de conducta que acaban dependiendo de la responsabilidad propia.
¿Cómo educar esa conciencia? ¡Qué fácil es
hablar de moral y de valores, y qué difícil actuar coherente y
comprometidamente con ellos!
No busquemos solemnes definiciones de
la libertad. Ella es solo esto: responsabilidad” (George Bernard Shaw)
Ejemplo de rectitud e
integridad fue Immanuel Kant. Su propuesta de moral, tan universalizadora como
inevitablemente abstracta y formal (justicia, paz, libertad…) solo encuentran
refugio en la idea de que el deber moral supremo es el respeto, a uno mismo, al
otro y a la humanidad. La dignidad y la libertad, el ser humano como fin en sí
mismo. Eso lo entendemos todos y, por lo visto, la mayoría estamos
de acuerdo. ¿Por qué entonces tenemos la sensación que el mundo se parece más a
la ética del miedo de Hobbes (“El hombre es un lobo para el hombre”) que no a
la conciencia moral kantiana?
Los tiempos de tribulaciones
son óptimos para el pesimismo y el parasitismo. La consideración de que el
mundo se hunde y de que no tiene solución gana en adeptos sumidos en los
sentimientos morales expresados por P. F. Strawson: el resentimiento, la indignación y la culpa.
Todos ellos se manifiestan en nuestras relaciones interpersonales, que, a la
postre, determinan el sentido mismo de nuestro comportamiento social. Quizá por
ahí se entrevé algo que no alude tanto a deberes y obligaciones morales como a
sensibilidades.
¿Qué sería de la vida si no tuviéramos
el valor de intentar algo nuevo?” (Vincent van Gogh)
Cuenta Guillermo Hoyos, de la
Universidad de Bogotá, que esos sentimientos y sus contrapartidas positivas, el
agradecimiento, el perdón, el reconocimiento o la solidaridad,
constituyen una especie de sistema de relaciones interpersonales que dan
cohesión a las organizaciones y al tejido social: “La sensibilidad moral es todo un sistema
de alarmas y sensores que tenemos instalados los humanos que nos permiten estar
atentos y cuidar nuestras vidas y las de los semejantes”.
Salimos
así de la cueva interior, de creer que la moral se origina en la interioridad
del sujeto.
Vamos camino de una visión de
comunidad que se desprenda de una vez de los tiempos de individualismo que nos
han precedido. Ya
basta de tanto lobo, de tanta ambición materialista, de tanto abuso del otro y
de tanta mediocridad en el trato humano. Nada es más desesperanzador
que convivir con la miseria moral. A la dignidad del pobre se opone la indignidad
del mísero, aquel que vive alejado del amor, desconectado del corazón.
Nos sirven los universales de
Kant, el método aristotélico y la más moderna ética aplicada. Todo ello en el
juego de la acción social, las relaciones interpersonales, a través de las que
intuimos y elaboramos aquello que nos parece que es el bien mayor. Aspiramos, por
el bien de todos, a una mayor sensibilidad moral (respeto y
dignidad), una
mayor capacidad de ser para uno (responsabilidad), para los demás
(vínculos éticos y compasivos) y para el mundo en su conjunto (valores
cívicos).
LIBROS
– ‘Breve historia de la ética’, de Victoria Camps. Editorial RBA.
– ‘¿Qué significa educar en valores hoy?’, de Guillermo Hoyos, Miquel
Martínez, Marieta Quintero, Alexander Ruiz y Carlos Thiebaut. Ediciones
Octaedro.
– ‘Tras la virtud’, de Alasdair MacIntyre. Editorial Crítica.
– ‘Crear capacidades’, de Martha C. Nussbaum. Editorial Paidós.
– ‘La educación moral’, de Nel Noddings. Amorrortu Ediciones.
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