Tengo 46 años. Nací en Tel Aviv. Dirijo el Laboratorio de Conducta de UCLA-San
Diego. Mi jefe soy yo, por eso trabajo mucho y bien.
Creo en el judaísmo; no en Dios. Y en negociar con
los palestinos. En economía también combato los dogmas. Colaboro con Barcelona GSE.
LA FORJA DE LA MORAL
A nuestro cerebro le cuesta menos
darse órdenes estrictas y -lo más sorprendente- cumplirlas que debatirse en
cada ocasión entre si toca o no hacer lo decidido. Porque, al imponernos sin
dudarlas nuestras propias leyes, le ahorramos el tira y afloja cotidiano entre
el deber y la pereza. Así que no hay que convencerse cada ¡hay que darse órdenes
y, una vez dadas, cumplirlas sin rechistar! la misma dinámica explica el
proceso por el que la sociedad convierte en moral incuestionable lo que empieza
siendo meramente deseable. Para lograrlo, aplica los desincentivos -multas y
guardias- e incentivos -aprobación social- que Gneezy investiga ahora en su
laboratorio social.
¿Hace usted ejercicio?
Menos del que debería.
¿Por qué?
No tengo tiempo.
Nadie tiene tiempo para el esfuerzo si
debe decidirse a hacerlo cada vez. Usted no hace ejercicio porque cada día
antes de hacerlo se plantea si lo hace.
Debo planteármelo para hacerlo.
Al revés: si lo piensa, no lo hará. Por eso,
debe
sustituir sus dudas por órdenes. No se plantee "hoy me tocaría correr, pero es que
llueve", sino "hoy hago
ejercicio como cada día llueva; haga sol o se acabe el mundo".
¿Ordenar es más efectivo que razonar?
Nos cuesta menos obedecer que decidir, porque,
antes de poder razonar, seguíamos instintos, automatismos, órdenes. Por eso, si
cada vez que debe hacer un esfuerzo se lo plantea, siempre encontrará excusas y
no lo hará, porque nuestro cerebro ha evolucionado para economizar energía.
Somos vagos.
¿Cuál es la táctica entonces?
Como somos vagos, aproveche la pereza
del cerebro, que rehúye las agotadoras discusiones consigo mismo y prefiere
cumplir órdenes. Y déselas. No negocie cada vez consigo mismo, sino obedézcase sin
pensarlo.
Lo explicó aquí Kahneman: tenemos un
cerebro que piensa rápido y otro, lento.
Por eso, el secreto de cumplir sus
objetivos es razonarlos sólo hasta que los convierta en un plan que obedecer
sin pensar para cumplirlo automática y sistemáticamente. De ese modo, esa orden incómoda se irá
convirtiendo en costumbre y después en ley. Y si un día falta a su ley, se
sentirá fatal.
Con plan o sin plan, el esfuerzo cansa.
Por eso necesitamos incentivos y desincentivos.
Cumplir su orden le costará más al principio, así que debe compensarse con alguna gratificación:
cualquier capricho. Prémiese si cumple. Poco a poco, la costumbre de obedecer
hará innecesario ese incentivo.
Tiene que ser un incentivo muy gordo
para hacerme ir a sudar vestido de lycra.
Al principio, le costará, sí. Después,
cuando vaya interiorizando su plan como una regla que no admite dudas ni
regateos, la seguirá, porque le será más cómoda la rutina que la decisión. La
pereza será aliada del esfuerzo.
¿A usted le funciona?
Mi incentivo era que el ejercicio
fuera divertido. Y funcionó. Pero lo más interesante es que esa dinámica
individual del incentivo también funciona en las sociedades.
¿Cómo?
Cualquier mejora al principio ha de
ser razonada hasta alcanzar el consenso y después son necesarios incentivos y
desincentivos hasta convertirla en norma y, cuando todos la interioricen, ya
será moral indiscutible.
Por ejemplo.
Cada año mueren 10.000 personas en
Estados Unidos por enviar mensajitos conduciendo.
Es triste morir por mensajitos.
El error es permitir a cada conductor
decidir cada vez si hay tráfico o no o si el mensaje es importante o no.
Debemos sustituir esa opción de los cerebros por la norma: nadie envía
mensajitos conduciendo, porque, si dejamos que cada uno se lo plantee en cada
ocasión, mueren 10.000 personas al año.
¿Cómo lograr que lo bueno sea norma?
Es el mismo proceso de evitar que la
gente se cuele en el metro. Primero, razonar hasta el consenso: el móvil sin
control mata y no pagar el metro al final nos obliga a pagar más a todos.
Después imponer incentivos y desincentivos -multas y policías- hasta que la
norma se interiorice y convierta en ley indiscutible y, al fin, en moral pública.
Puede ser un largo y tortuoso camino.
Imprescindible para que al final sea
tan parte del sentido común que todos estén vigilantes y te insulten y disuadan
si te ven conducir mirando el móvil, porque sean conscientes de que estás
jugando con sus vidas.
¿Cómo miden los incentivos?
Por experimentación caso a caso. He
publicado varios con Pedro Rey Biel de la UAB. Mi equipo, por ejemplo, asesoró
a una aseguradora que pagaba diez dólares al asegurado por cada acción
preventiva: si se vacunaba contra la gripe o se hacía un análisis...
¿Y el incentivo funcionaba?
Les costaba 100 millones de dólares al
año, pero no era bueno. Nosotros descubrimos que cada asegurado estaba
encantado de recibir los diez dólares, pero la propina no influía para nada en
su decisión de vacunarse.
¿Se vacunaban igual sin incentivo?
Sí, pero probamos que el mismo
incentivo era muy útil y lograba mejores estadísticas de vida si premiaba no
sólo una medida de prevención sino todo un conjunto. Así ahorramos 50 millones
a la aseguradora.
¿Ensayan ustedes caso por caso?
Es lo más efectivo: experimentar a
pequeña escala y bajo coste antes de tomar decisiones. Los buenos directivos
dejan que la realidad guíe sus decisiones.
Por ejemplo.
Un viticultor californiano perdía
dinero vendiendo cada vino según su coste. Y nos pidió que le asesoráramos:
cada día variamos sus precios y vimos que algunos vinos de bajo coste se
vendían más si eran más caros. Y al revés. Tomamos nota hasta asignar a cada
vino el precio al que mejor se vendía y aumentamos sus beneficios.
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