Los mundos risueños de felicidad
absoluta y estable, deberíamos dejarlos para los juegos de la imaginación y los
cuentos infantiles con perdices al final. Ese es su lugar, ya que en la vida ninguna
felicidad es indeleble y está asegurada.
Tendremos risas y alegría, faltaría
más, pero también sufriremos momentos muy amargos, al límite de nuestro dolor,
para los que si queremos vivir razonablemente y no morir de pena a cada paso, deberemos
establecer una fecha de cierre.
Hay que procurar ser prácticos y ello
implica liberarnos de cualquier evocación no estrictamente precisa para seguir
adelante, por muy dolorosa que haya resultado la experiencia o por mucho daño
que nos haya causado.
Es la pura lógica de la supervivencia:
si somos victimas de una traición o somos receptores de un mal comportamiento
por parte de alguien que no esperábamos; lo que redobla el dolor y la amargura es que al daño
recibido, añadamos además el rencor o el recuerdo permanente del agravio.
Hacerlo así es estar dispuesto a sufrir doblemente.
Pero para estos casos, ¿cuál es la
solución? ¿olvido o perdón? Partiendo de la base de que el olvido completo no
es tal, no nos engañemos, la única solución definitiva para un agravio doloroso
se me antoja que es el perdón.
El perdón es una especie de liberación que nos hace romper las
cadenas del resentimiento. Cuando el daño se manifiesta creemos
que la otra persona nos ha causado el dolor adrede y nos cegamos negándonos a
analizar ninguna otra circunstancia más. No damos oportunidad a ningún tipo de
explicación por la otra parte y eludimos cualquier acercamiento o aclaración.
Es lógico, nos sentimos enfadados y traicionados y creemos llevar toda la
razón, pero las
razones nunca son absolutas y podemos pensar, por ejemplo -que no lo
hacemos-, que la otra persona no ha sido consciente del daño provocado o que no
le ha quedado más remedio o que está profundamente arrepentida de su acción.
Todos hemos hecho cosas que han
provocado dolor a otros en algún momento de nuestras vidas. Puede haber sido
por accidente o por descuido y no por malicia, pero es así porque somos humanos
y por lo tanto falibles. Hacer memoria está bien y recordar cómo nos sentimos
entonces y cómo necesitamos y quisimos que la otra parte nos entendiese y nos
perdonara.
Reflexión
final: a menudo las personas se aferran a su dolor, a la ira, la decepción y
estos sentimientos, acaban no sólo por hacernos daño a nosotros mismos, sino
también a la gente inocente que nos rodea. Y no es justo. Las cicatrices
siempre serán testigo de lo que sufrimos y estarán ahí para que lo recordemos,
pero no
olvidemos que una cicatriz debe ser lo que es: una herida cerrada.
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